LOS MISERABLES. CINE FRANCÉS SIGLO XXI
Desmontando La Marseillaise
El estreno de Los Miserables (Les Miserables, 2019) es una estupenda oportunidad para repasar la cinematografía francesa de esta segunda década del siglo XXI, que, a punto de cerrar su ciclo, ha vuelto a despertar gran interés por su constante compromiso sociocultural, planteando la incertidumbre de si será capaz de reivindicar el poder del medio como ya lo hizo 50 años atrás. El primer largometraje de ficción de Ladj Ly, que tras ganar el premio del Jurado en el Festival de Cannes y el premio European Discovery – FIPRESCI en en la 32ª edición de los Premios del Cine Europeo (EFA) será la próxima representante francesa en los Oscar, ha despertado la atención de los ciudadanos por la excéntrica crítica a los valores históricos galos que se esconden bajo una supuesta diversidad que, sin embargo, la realidad contradice de manera discriminatoria.
La película de Ly no se trata de una nueva adaptación de la novela homónima de Víctor Hugo que, desde que se estrenó la primera versión muda en 1907, no ha parado de ser revisada, destacando entre otras, las realizadas en 1935 (Richard Boleslawski), en 1998 (Bille August), o en 2012 (Tom Hopper); los musicales estrenados en los teatros de París (1980) o de Londres (1985); y sus sucesivas versiones, en las que se canta a “la voluntad del pueblo y la salud del progreso“. Aun así, Los Miserables cita directamente a Hugo, relacionando dos épocas que siguen envueltas en una misma lucha: “No hay malas hierbas ni hombres malos, solo hay malos cultivadores”. Es más, Ly, hijo de inmigrantes malienses y afincado en el distrito Clichy-Montfermeil (Seine-Saint-Denis), concentra su película precisamente en la misma banlieue parisina que le sirvió al escritor para situar su trabajo. Allí es donde ha crecido y actualmente vive, donde en el 2005 él mismo grabó con su cámara los disturbios en la zona, a los que se hace mención explícita en el film.
Aquella grabación, en la que recopiló unas 100 horas de material, fue subida por él mismo a Internet con el nombre de 365 jours à Clichy-Montfermeil tras rechazar varias ofertas que los medios le hicieron para comprarla. Unos años más tarde, repitió la operación y realizó Go Fast Connection (2008) junto al colectivo Kourtrajmé, en el que fue introducido por Romain Gavras, hijo del cineasta Costa-Gavras. Lo publicó en la web Rue89 y supuso la suspensión de los agentes implicados. Posteriormente dirigió 365 jours au Mali (2014), contradiciendo la realidad que exponían los medios tradicionales sobre su país de origen y “poniendo en relieve la situación de una región en crisis donde las milicias y los tuaregs se preparaban para la guerra”.
Ly ha declarado en numerosas ocasiones que está “harto de que otros” se dispongan a contar la realidad, las historias del distrito, y de menospreciar a las voces inmersas en las calles, verdaderos testigos de los hechos. El caso es que siendo consciente de la sistemática marginación, del continuo abandono que sufren los residentes de Montfermeil, y ante la falta de soluciones por parte del estado, el propio realizador ha decidido dar una oportunidad -esa que él no tuvo- e inaugurar una escuela cinematográfica llamada Kourtrajmé (la iniciativa nace del colectivo homónimo) que ofrece cursos gratuitos para jóvenes con pocos recursos y sin formación en los mismos suburbios de París.
Tras las máscaras
Los Miserables está basado en el cortometraje del mismo nombre que Ly realizó en 2017, y toma como protagonista al agente Stéphane Ruiz (Damien Bonnard) -recién integrado a la brigada anticriminal- junto a sus compañeros Chris (Alexis Manenti) y Gwada (como Djebril Zonga). Los tres son grabados por el dron de un niño del barrio -que bien podría ser el alter ego del propio Ly- cuando agreden a un joven a la hora de proceder a su detención por haber robado una cría de león de un circo cercano. El acto de grabar, al que el director da tanta importancia en su vida, es una acción esencial en la película puesto que es el principal cometido que genera la catarsis en la que se ven comprometidos los brigadistas.
El punto de vista –y el voyerismo- del que parte Ly en Los Miserables nos conduce directamente a la satírica y caricaturizada Ley 627 (L. 627, 1992) de Bertrand Tavernier, en la que, en este caso, un policía que conoce a la perfección el ambiente de los camellos y las prostitutas, es reubicado en la brigada de antidroga y graba a los delincuentes poniendo en práctica sus conocimientos cinematográficos que, sin embargo, no fueron suficientes para que accediera a la escuela de cine. Como en el film de Ly, los agentes racistas hacen uso de su poder para abusar de los inmigrantes y castigarlos con métodos poco ortodoxos, intentando restablecer la paz entre las diferentes bandas de la banlieue alegando que “somos la ley, somos la verdad”.
La radiografía sobre la convivencia multicultural francesa retratada en Los Miserables se aleja, entre otras, de las comedias como Intocable (Intouchables, 2011) o C’est la vie (Le sens de la fête, 2017) dirigidas por el tándem Olivier Nakache-Eric Toledano que muestran la cara bonita y afable de la sociedad gala, blanqueando las políticas neoliberales del gobierno que marginan a los más necesitados y olvidados en el extrarradio parisino; los melodramas Dios mío, pero qué te hemos hecho (Qu’est-ce qu’on a fait au Bon Dieu?, Philippe de Chauveron, 2014) y Una razón brillante (Le brio, Yvan Attal, 2017) que muestran la intención de hacernos reflexionar sobre el racismo y la identidad tras las carcajadas; o de los dramas como Amin (Philippe Faucon, 2018), en el que se narra cómo un humilde trabajador senegalés emigra al país galo, dejando atrás a su mujer y a su hija, soñando con un futuro digno que le pueda asegurar su llegada a París.
La inmigración y la multiculturalidad del país son temas en los que han ahondado también, Robert Guédiguian y Laurent Cantet en sus respectivos trabajos La casa junto al mar (La villa) y Taller de escritura (L’atelier), ambos del 2017 y situados en las proximidades marsellesas. En el primero, Guédiguian se posiciona “en un asunto tan polémico como es la inmigración (en consecuencia, los refugiados), aprovechando para realizar una práctica de unión fraternal”. En el segundo, Canten “enfrenta a la Francia oficial, aquella que se asume pilar de Europa y de la civilización occidental, con sus figuras en los márgenes, los que no pueden o no saben ajustarse a esa identidad nacional que casi parece impuesta”.
Cantet ya se consagró internacionalmente con la multipremiada La clase (Entre les murs, 2008), en la que a través del sistema educativo francés navegó en la cuestión de la identidad moderna de Francia, y la que quizá Ly tuvo presente a la hora de codirigir A viva voz (À voix haute – La force de la parole, 2017) junto a Stéphane de Freitas. En ella, rodada también en Saint-Denis, un grupo de jóvenes de distintas ascendencias se reúnen por el amor a la oratoria como medio de expresión y se aboga por la palabra como única arma posible. A viva voz es una película desgarradora en donde el racismo, el dolor, la injusticia, la guerra o el feminismo dialogan con la realidad y muestran que todavía hay esperanza en los suburbios.
Los Miserables toma otro camino. La película es heredera del trabajo documental de Ly: los disturbios en el barrio, las grabaciones a la policía, el robo del león, y la celebración de la victoria en la Copa Mundial de Futbol de 2018 con la que el film comienza. En los créditos iniciales los ciudadanos franceses (ya sean blancos, árabes, musulmanes o judíos) cantan La Marseillaise sin distinción de raza o clase. El acto evoca directamente la famosa escena de La gran ilusión (La Grande Illusion, 1937) en la que Jean Renoir deja de lado la condición de sus personajes, presos en un campo de concentración alemán –recordemos que la película está ambientada en la Primera Guerra Mundial- para demandar la liberté, égalité, fraternité, y entonar al unísono la melodía del himno francés.
Una vez más, la calle se convierte para Ly en su particular plató de cine, y es que la principal referencia del cineasta francés no es otra que El odio (La Haine), de la que toma prestada la idea de concentrar los sucesos narrados en 24 horas. Ly admite que en su juventud nunca se interesó demasiado por el cine, pero recuerda que en 1995 acudió con sus amigos al estreno de la película de Mathieu Kassovitz, y que se quedó sorprendido porque el film sucedía en la periferia de la ciudad, fuera del París adinerado, y mostrando a unos personajes que hasta entonces no los había visto en el cine. El descaro y el desparpajo del judío Vinz (Vincent Cassel), del árabe Saïd (Saïd Tagmaoui) y el musulmán Hubet (Hubert Koundé) son la base para construir a los personajes de la película de Ly.
La hazaña de El odio –que también parte de la muerte real de un adolescente negro que estaba bajo custodia policial- fue representar la multiculturalidad francesa con personajes de clase obrera y variedad étnica que, según dice Mark Cousins en su monumental obra The Story of Film: An Odyssey (2011), al cine pomposo de aquel entonces no le interesaba. En su momento, El odio supuso el resurgir de un cine más comprometido, y aunque hubo quien intentó ligarla con la Nouvelle Vague por estar filmada en blanco y negro o reclamar libertad a la hora de ponerla en escena, el mismo Kassovitz declaró que se inspiró en el New Hollywood, y en especial en Malas Calles (Mean Streets, 1973), de Martin Scorsese, sin olvidar el pequeño pero explícito homenaje a Taxi Driver (1976).
Entre las películas que han seguido su estela pueden nombrarse Ma 6-T va crack-er (Jean-François Richet, 1997), Un prophète (Jacques Audiard, 2010) e incluso Enemigos Íntimos (Frères ennemis, David Oelhoffen, 2018), que narra la historia de un traficante y pasador atrapado en la olvidada periferia parisina en donde el futuro de los hombres pasa por experiencias tan extremas como probar suerte en el utópico sueño futbolístico o sobrevivir directamente en el negocio de las drogas. Pero sólo Ly se enfrenta a la desigualdad racial y clasista como lo hizo Kassovitz, huyendo de los estereotipos preestablecidos y asumidos por las producciones más comerciales, y no juzgando a sus personajes, ni a los policías ni a los delincuentes. Ly apuesta por exteriorizar la constante lucha de supervivencia de los primeros en los distritos más conflictivos de la ciudad, y por la insistencia de los segundos por ser aceptados y respetados como ciudadanos franceses.
¿Pionera de una nueva ola?
Los Miserables, en donde se muestran las dos caras del país, la de la falsa unión y la de la constante reivindicación, se ha estrenado coincidiendo con el primer aniversario del Movimiento de los Chalecos Amarillos en Francia y en vísperas de la masiva huelga general convocada a principios de diciembre contra la reforma de las pensiones y la política económica del Gobierno. Como ya hemos dicho antes, comienza con el orgullo futbolístico tras la victoria en la Copa Mundial de Fútbol, pero no termina explícitamente con la protesta hostil que explotó cuando Emmanuel Macron anunció la subida del impuesto sobre el carbono. Aun así, en la secuencia final de la película, se puede leer entrelíneas un llamamiento a los ciudadanos a levantarse contra –citando una vez más a La Marseillaise – “el sangriento estandarte de la tiranía” y a “formar los batallones”. Y es que, en la resolución del film los jóvenes de Montfermeil parecen seguir el ejemplo de los ragazzini de Roma, ciudad abierta (Roma città aperta, 1945), de aquellos a los que Roberto Rossellini delegó la esperanza optimista de construir un futuro mejor en una Roma –e Italia- todavía no liberada de los fascistas.
Pero sin alejarnos de Francia, Los Miserables bucea por rescatar el imaginario del Mayo del 68, que precisamente cumplía medio siglo cuando los chalecos amarillos empezaron sus protestas. Siendo todavía pronto para hablar del resurgir de un movimiento cinematográfico que capte el espíritu de las revueltas semanales en la capital y en los distintos puntos del país, cabe destacar que la revolución expresiva ha abandonado el medio reaccionando con el, cada vez más poderoso, teléfono móvil. El poder de la imagen en 1968 fue total, y se reivindicó gracias a, entre otros, los grupos Medvedkine y Dziga Vértov. En esta nueva oleada reivindicativa que ha florecido en el país, aún está por ver si la cinematografía francesa optará por mirar al pasado y utilizar las cámaras como instrumento político o, saber aprovechar el poder de las nuevas tecnologías para remover en la sociedad, como se aprecia en la película de Ly.
De momento, aunque Los Miserables ha legitimado un sinuoso acercamiento a la cuestión desde la ficción, ha sido el periodista y diputado (La France insoumise) François Ruffin quien ha lanzado la primera piedra con ¡Quiero el Sol! (J’veux du soleil!, 2019). El director ya consiguió en 2016 causar sensación con ¡Gracias Jefe! (Merci patron!) al retratar el problema del desempleo de manera irónica, y esta vez, junto al documentalista Gilles Perret se embarca “en una hilarante road movie que recorre Francia junto a los Chalecos Amarillos”. Sin embargo, ligeramente anterior al estallido de la ciudadanía es L’epoque (Matthieu Bareyre, 2018), la obra que recorre la noche parisina encontrándose con jóvenes raperos, activistas e inconformistas con la realidad social, recopilando críticas sobre el país y el acomodo burgués de sus padres. Debaten sobre el papel de la policía, su impunidad judicial, y declaran sentirse inseguros, desprotegidos y avergonzados de su nacionalidad francesa, reuniendo los alicientes que conllevaron a la irrupción de las masas en la calle, en noviembre de ese mismo año.
El interrogante está en el aire. ¿Será capaz el cine francés de reivindicar el poder del medio como ya lo hizo tras Mayo del 68? El desgarro con el que muestra la violencia policial, la desigualdad y la desesperación de los suburbios no es novedosa, pero el tiempo juzgará si Los Miserables, ante esta nueva oleada revolucionaria en las calles parisinas, contribuirá al nacimiento de un movimiento capaz de sacudir de nuevo a todo un país.
Pingback: Crítica de Roubaix, une lumière, de Arnaud Desplechin. Revista Mutaciones