LAV DIAZ – INTRODUCCIÓN
Decía Javier H. Estrada, crítico de Caimán Cuadernos de Cine y responsable de programación de Filmadrid, que la existencia del joven festival estaba marcada por tres “L”. Se refería con esto a los únicos tres directores que han repetido participación, de una u otra forma, en todas las ediciones del festival. Además de la presencia por tercer año consecutivo en la Competición Vanguardias de los españoles Lois Patiño y Laida Lertxundi, el festival contó por primera vez con la visita de Lav Díaz. El gran cineasta filipino, que ya había sido homenajeado con un Foco en la primera edición donde pudo verse su obra magna, Evolución de una familia filipina (2004) o From what is before (2014, ganadora del Leopardo de Oro en Locarno) también apareció al año siguiente, dentro de la competición oficial, con su cortometraje The day before de end (2016). Como todas las inclusiones de Filmadrid, esta apuesta por el cine del director filipino denotaba la creencia del equipo del festival en la capital importancia del autor en el cine contemporáneo. Este año, tras ganar el prestigioso premio Alfred Bauer del Festival de Berlín por A Lullaby to the Sorrowful Mystery (2016) y nada menos que el León de Oro en el Festival de Venecia por The Woman Who Left (2016), Lav Díaz visitaba por primera vez el Festival, convertido ya en uno de los más importantes y reconocidos cineastas de la actualidad, para exhibir ambas películas y confirmar que la apuesta del festival por él desde sus inicios era, sin duda, una apuesta ganadora.
Conocidas por su larga duración, donde los metrajes cercanos a las cinco horas son lo más habitual, la película con la que el filipino ganó el premio principal en Venecia se aproxima hasta casi las cuatro horas para narrar lo que podría ser una clásica historia de venganza. En The Woman Who Left, una mujer llamada Horacia sale de la cárcel tras haber sido injustamente encerrada durante treinta años. Pese a ser la búsqueda de su hijo el objetivo principal de la protagonista, la historia se centrará en uno más inmediato, el asesinato del culpable de su encierro, un adinerado cacique local. Ambientada en los años noventa, será en A Lullaby to the Sorrowful Mystery donde Díaz retroceda más que nunca, por medio de un relato de protagonismo coral, en la historia de su país hasta remontarse a finales del siglo XIX, en plena lucha con España por la independencia.
Ambas películas, aunque diferentes, cuentan con el habitual estilo del director; largos planos secuencia, fotografía en blanco y negro y repetición de acciones y rutinas. Se podría decir de Díaz y sus métodos que ha llevado el Slow Cinema hacia el Long Cinema para encontrar de forma más pura y original lo que busca, capturar largos instantes de verdad (siempre hablando en apariencia) dentro de una historia puramente ficcional y clásicamente novelesca. Muchos osan decir que las películas del filipino podrían durar menos para contar la historia que cuentan pero se les escapa la evidencia del verdadero calado de su cine. Una esencia que surge de esta dilatación, de estos planos largos y acciones repetidas, una capacidad de inmersión en la historia y en la atmósfera que construye, como pocas, la sensación de habitar en la historia. Una historia que parece contada en tiempo real mediante la dinámica de los planos secuencia y la ruptura de la causalidad de las escenas. De este modo, lo más trascendente de la trama, ya sea la revuelta filipina o la venganza de Horacia, consigue dejar espacio a la verdadera vida mediante el espacio que el cineasta filipino dota a las acciones secundarias, a lo intrascendente y a lo varias veces repetido. Así, lo narrativo se deshace para permanecer entre lo sensorial y lo que más pasa a importarnos no son la venganza o la revuelta, sino los continuos deambulares por la selva de los rebeldes o el repetido encuentro de Horacia con el vendedor ambulante jorobado en plena noche.
Todo este devenir del tiempo que lucha por romper la clásica causalidad del cine mientras reivindica la narrativa novelesca (especialmente la literatura rusa) va acompañado de una cuidada fotografía en blanco y negro que, especialmente en A Lullaby to the Sorrowful Mystery, no teme forzar la estética hacia lo artificial mediante la iluminación y una cámara siempre fija que, como en Ozu, transforma cualquier leve movimiento en un torrente de significado trascendente. Como ocurre en las películas de Andrei Tarkovski, especialmente en las últimas, esta lentitud y esta atípica duración transforma el visionado de cada película de Lav Díaz (quizás el cineasta al que es más esencial disfrutar en una buena sala de cine) en una experiencia sensorial en donde la película guarda la extraña capacidad de transformarse a cada nuevo visionado. Y es que, como todos los grandes artistas, el cine de Lav Díaz nos cuenta historias mientras nos enseña vida.
Con la promesa de estar acabando su primer musical, Season of the Devil, que rondará las cinco horas y cuya música ha compuesto él mismo, se despidió de la capital un cineasta que, a base de talento y no aceptar acortar la duración de sus películas por motivos comerciales, está consiguiendo que las reglas cambien y los preceptos se rompan.
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