CRÓNICA DEL FESTIVAL DE LAS PALMAS 2023
Las formas del cine contemporáneo de festival
La pasada edición del Festival de Las Palmas de Gran Canaria fue dedicada a Victor Erice con motivo del 50 aniversario de El espíritu de la colmena (1973), una película que explora las posibilidades de una narrativa meta-referencial, que busca símbolos en otras ficciones, transformativa y catártica. Valores que se repiten en una de las propuestas más radicales, sorprendentes y tristemente olvidadas en el palmarés del festival. Se trata de la obra póstuma de Luis Ospina en colaboración con Jerónimo Atehortúa: Mudos Testigos (2023), una suerte de collage cinematográfico, un trabajo de arqueología y restauración que parece mirar con respeto a la primera etapa del cine colombiano.
Mudos Testigos fue la propuesta más rompedora de la sección oficial, una película creada a través de ficciones y realidades. Un prodigio del montaje que sorprende por valerse de sensibilidades modernas a la hora de plantear el ritmo en sus cortes, en su uso de efectos de sonido y música e incluso en su colorimetría, en sus estridentes oscilaciones entre el blanco y negro, y planos manchados por oscuros rojizos. Este enorme trabajo de montaje sirve no solo para plantear un interesante experimento posmoderno, sino también como ejercicio de recontextualización, modernización y puesta al día de una narrativa que, en última instancia, se ancla en un melodrama al uso. Cualidades que comparte con el díptico ganador del premio Lady Harimaguada de Oro del festival de Las Palmas, Viver mal y Mal viver (João Canijo, 2023), dos películas que sirven como tésis sobre la recontextualización con historias paralelas vistas desde diferentes puntos de vista, diferentes ángulos, personajes que comparten escenarios… Siendo la mirada de Ospina una mucho más dirigida hacia las instituciones, y la de Canijo una más centrada en los individuos.
Mal viver y Viver Mal exploran un ecosistema profundamente individualista, plagado de personajes egoístas, incapaces de ver más allá de sus narices, rodeados de historias igual de trágicas, pero que solo se entrelazan en instantes de capricho narrativo, más atentos en generar sorpresa en el espectador que en resolver las cuestiones de clase que plantea. Uno podría hasta pensar que, a pesar de dedicarle una cinta entera (Mal viver) a la familia que regenta el hotel protagonista, Canijo no siente especial empatía hacia sus personajes no privilegiados. Ésta es una película mezquina, que mira por encima del hombro los problemas que atraviesan las vidas de sus protagonistas, y trata un delicado tema de salud mental con hastío, como quien tacha casillas en una lista por la que no siente especial apego.
Viver mal, en cambio, parece tener una intención mucho más virtuosa en sus formas. Es una película que se construye alrededor de diálogos y secuencias repetidas, de retornar a instantes ya vividos y experimentarlos desde un punto de vista diferente, desde la perspectiva de otros personajes. Las películas de Canijo se desluce en comparación a la de Ospina, el cual dedica y narrativa mucho más inventivo y emocionante a la mitad de la historia centrada en los personajes privilegiados, en los huéspedes que hacen imposible la vida de las trabajadoras del hotel, a las que apenas dedica una pobre imitación de las dinámicas de Bergman con la peor apatía de Haneke.
Esto ha sido una constante a lo largo de toda la sección oficial del festival. Las propuestas más interesantes han sido aquellas que se han atrevido a alejarse de la normatividad. Incluso las películas de Canijo, siendo en papel una idea algo diferente la de entrar a concurso con dos historias paralelas y complementarias, no dejan de tener un acercamiento en tono e intención similar a la corriente de cine europeo más premiado (uno no puede evitar encontrar similitudes con las últimas cintas de Ruben Östlund).
Puede que la rompedora y valiente apuesta de Ospina por una reescritura del pasado a través de la ficción haya quedado despreciada en el palmarés, pero también ha habido espacio para películas valientes, radicales y rompedoras. La ruandesa Myriam Uwiragiye Birara debuta (y se lleva el segundo premio del festival) con su primer largometraje, The Bride (2023), sobre los secuestros y matrimonios forzados que se dieron en el país africano, ambientada en los años posteriores al genocidio de 1994. Birara propone una interesante relación entre los estragos de la masacre y los actos de violencia sexual que llevan a cabo los supervivientes. The Bride es una película ciertamente incómoda, que sitúa la cámara de manera muy premeditada, cercando a sus protagonistas en encuadres cerrados, opresivos, haciendo uso de los limitados medios de los que cuenta para acercar más aún la tragedia al medio visual. Algo que se topa de bruces con una mirada fundamentalmente opuesta, fetichista y de moral caprichosa que exhibe el Danés Martin Skovbjerg en Copenhagen does not exist (2023), cinta sobre la memoria y la documentación de la misma plagada de imágenes de moral cuestionable, y diálogos con peores intenciones. El protagonista, un joven embelesado por el recuerdo de su fallecida pareja, sirve como narrador falible en una recapitulación de su historia de amor. Una que romantiza conductas autodestructivas, que venera y continua el estereotipo de la “manic pixie dream girl”, tan necesitada de un caballero que pueda salvarla, tan mágica y etérea. Todo ello con final trágico, por supuesto. Un paso atrás con respecto al coraje que esgrime Birara en su pequeño gran proyecto. En la rueda de prensa, Skovbjerg mencionó que la historia para él trataba sobre un padre que nunca tuvo tiempo para compartir con su hija en vida, de modo que trataba construir un retrato de ella a través de los testimonios de su pareja. Una idea que hubiera vertebrado una película mucho más interesante de lo que termina siendo el resultado final, si de verdad fuera algo que estuviera presente en la misma.
Al final, son las propuestas con un poso más nihilista, con un calado más escéptico, las que terminan fallando más en sus propuestas formales. Copenhagen does not exist se apoya tanto en los cambios de etalonaje y ritmo en sus flashbacks, que acaba pareciendo una parodia más de un melodrama a la memoria del amante fallecido. En cambio, es tal la inteligencia y la soltura que el argentino Martín Shanly demuestra en Arturo a los 30 con una premisa y una propuesta tan similares a la de la danesa, que la comparación es casi imperativa. Ambas cintas cuentan la vida de sus protagonistas a través de flashbacks, ambas tiene un recurso narrativo que les sirve para contextualizar los mismos (un interrogatorio en la de Skovbjerg, y una boda en la de Shanly), y en ambas sus directores parecen reflejarse de algún modo con sus personajes. Sin embargo, Arturo a los 30 es una película tan honesta, tan autocrítica y tan humilde, tanto en sus simpáticas aventuras, como en su relajada pero intachable moral, que acaba siendo una mucho más apetecible en su visionado, y correcta en su tesis.
La selección general en la programación de esta edición de Las Palmas ha apostado por una colección de dicotomías, de opuestos similares, de películas paralelas y hermanas. Pero como viene siendo habitual, la honestidad y la empatía en el acercamiento a estas propuestas suele ser, al menos para un servidor, mucho más estimulante que el cinismo de cierto cine que, por suerte para algunos y desgracia para otros, suele hacer mucho más ruido que el primero.
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