LADY BIRD
Debut solitario y alado
No se me ocurre mejor metáfora de qué es la adolescencia en la película de Greta Gerwig que la afición que comparten madre e hija los domingos: visitar lujosas casas en venta por antojo. Un curioso pasatiempo puntual como el hojear de una revista en tiempo muerto. Ocurre de manera anecdótica y sencilla, las vemos a las dos en el nómada ejercicio de pasear vidas soñadas, de soñar con nuevos espacios que superen su realidad, con nuevas ventanas, ver la vida desde otro lugar y experimentar lo universal desde lo específico. Y es que Lady Bird es una huida y una búsqueda, porque escapar del yo presente es jugar a reencontrarse en algún momento en fuga. En pleno año de transición entre el instituto y la universidad, Christine “Lady Bird” McPherson disfruta el menú completo de una persona de 17 años que quiere probarlo todo, o, por lo menos, todo lo que tiene a su alcance: los entresijos de la amistad, el amor, el desengaño amoroso, el sexo, los conflictos familiares y la responsabilidad de cruzar al otro lado del espejo. Más allá de “Lady Bird”, entre comillas (su auto-bautismo) está ganarse el nombre que le dieron sus padres: Christine. Ser adulto es mirarse sin comillas, sin disfraz; reconocerse.
Lady Bird observa todo lo que ocurre en su Sacramento natal, el mismo Sacramento de Greta Gerwig . Ama y odia a partes iguales, ríe y llora con la misma equidad y se muestra tan impulsiva como calculadora. Interpretada por Saoirse Ronan, con la inocente mirada de la adolescencia y con una frescura abrumadora, se convierte en la prolongación tras las cámaras de Greta Gerwig en su primer proyecto en solitario como directora. La película completa un singular tríptico que Gerwig ya había empezado a pintar como guionista y actriz principal en dos películas anteriores dirigidas por Noah Baumbach: primero con Frances Ha (2012), una obra que guarda la semilla del movimiento mumblecore, y después, con Mistress America (2015), una screwball contemporánea. Las dos películas habitan el Nueva York futuro por el que se desvive Christine en Lady Bird, ese lugar paradigmático, estandarte de la cultura y escaparate de gran ciudad que viste los delirios de todo joven con aspiraciones.
Greta Gerwig elabora una típica comedia adolescente americana, una coming of age en toda regla sin miedo al tópico, desde las obras de teatro de instituto hasta el baile de graduación. La directora se eleva por encima de todas las voces que ya han trabajado este terreno y no subraya ninguno de los momentos a escena. Lo cotidiano emerge sin vacilar desde una mirada madura para hacer efectivo un discurso que podría haber quedado sin recompensa para un público adulto. Desde lo autobiográfico y mediante una construcción horizontal, Gerwig crea una conversación que aprovecha lo llano del paisaje para habitar diferentes esferas: la familia como punto cero de coordenadas, la educación, el despertar de la conciencia social y, sobre todo, la construcción de una identidad. La sencillez con que se despliegan los diálogos es la depuración de una carrera de fondo, Gerwig, musa del cine independiente estadounidense, despierta emoción solo con mirar atrás. Con lo aprendido, lleva en sus alforjas suficiente material de alegrías futuras. Solo cabe esperar que siga acertando en su madurez tras destacar con brío en su etapa de juventud.
Lady Bird (EE.UU, 2017)
Dirección: Greta Gerwig/ Guión: Greta Gerwig / Producción: Eli Bush, Evelyn O´Neill, Scott Rudin, Jason Sack, Alex G. Scott, Lila Yacoub/ Diseño de producción: Chris Jones / Música: Jon Brion / Montaje: Nick Houy / Fotografía: Sam Levy / Reparto: Saoirse Ronan, Laurie Metcalf, Tracy Letts, Lucas Hedges, Timothée Chalamet, Beanie Feldstein, Lois Smith, Odeya Rush, Jordan Rodrigues, Marielle Scott.
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