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LA VIOLINISTA

La mesura de la obsesión

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Todos tenemos dos vidas. La segunda empieza cuando nos damos cuenta de que solo tenemos una.” reza el inicio de La violinista. Con esta cita de Confucio, el primer largometraje dirigido por Paavo Westerberg —guionista de Frozen Land (2005) y Frozen City (2006)— se presenta como un suculento drama que plasma con suma elegancia la exigencia suprema que gobierna en la esfera de alta cultura musical y, en suma, los efectos que este nivel obsesivo compulsivo provoca en Karin (Matleena Kuusniemi), la famosa violinista que da título a la película, cuando tras un inesperado accidente pierde la sensibilidad en sus dedos, y con ello ve desvanecerse su carrera profesional.

Volviendo a la cita con la que inicia el filme, esta es muy significativa si se atiende a los mecanismos formales bajo los que se enmarca La violinista. Al inicio, la cámara sigue a Karin desde las bambalinas hasta el escenario, donde tiene lugar el concierto para violín. Tras finalizar el concierto, ella camina por la calle junto a Björn (Kim Bodnia), el director de orquesta. En ese momento la cámara decide dejar de seguirla y simplemente se queda parada, observando a los personajes desde la lejanía, mientras el ámbar parpadeante del semáforo dirige silenciosamente los compases de la nueva vida que está por venir. Una que Karin no había previsto y con la que no está dispuesta a conformase. A partir de este suceso, la frustración que siente la protagonista se entremezcla con los retazos de una considerable ambición que aún prevalece y, como consecuencia, acaba manteniendo una relación con uno de sus alumnos del conservatorio, Antii (Olavi Uusivirta). Si bien esta premisa remite instantáneamente a la de La pianista (2001), lo cierto es que la película de Westerberg se encuentra muy lejos del gran cineasta de la crueldad que es Michael Haneke. Ajeno a los mecanismos violentos del cineasta austriaco, la relación tirante y compleja que mantienen maestra y alumno en La violinista es tratada con mayor sutileza. La obsesión, el ensañamiento y la ambición que reside en los personajes es tratada de forma sofisticada y contenida dentro de una relación donde brilla por su ausencia el romanticismo y solo rezuma la pasión por la música y el hambre de éxito. Algo que se palpa cuando en un momento de la película Karin pregunta “¿Qué te da miedo?”, a lo que Antti contesta: “la mediocridad”.

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La fotografía que brinda el filme, minuciosa y cuidada, es un todo un deleite óptico. Las imágenes son táctiles. Compuestas por planos muy cerrados donde se aprecia hasta el mínimo detalle del Stradivarius o de los dedos que lo acarician. De los gestos pormenorizados que realizan los músicos al tocar. Todo ello conduce a una experiencia casi sensorial para aquel que mira. Y, como cabe esperar de una película en la que la música es la principal protagonista, lo sonoro cumple un papel igual de importante —o más— que lo visual. La música, siempre presente en el desarrollo de la trama, está estrechamente ligada a las emociones, haciendo visible lo invisible, provocando o concluyendo los momentos de tensión. En suma, actúa como catalizadora de los sentimientos y, a través de sus notas, viene a sustituir a la palabra.

La violinista es una apuesta muy personal en la que se destila una delicadeza visual y sonora abrumadora. Con un ritmo dinámico que siempre se mantiene a flote, Westerberg logra plasmar la enfermiza obsesión por alcanzar la perfección del artista, sin caer en extremos y adecuándolo a una justa mesura.


La violinista (Viulisti, Finlandia, 2019)

Dirección: Paavo Westerberg / Guion: Emmi Pesonen, Paavo Westerberg / Fotografía: Marek Wieser / Producción: Mjölk / Reparto: Matleena Kuusniemi, Olavi Uusivirta, Kim Bodnia, Samuli Edelmann, Misa Lommi, Pyry Nikkilä, Timo Kalliokoski, Emmi Pesonen, Paavo Westerberg, Pio Simonsen, Ella Pyhältö, Mikko Kouki, Jussi Nikkilä, Kirka Sainio.

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