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LA PELÍCULA INFINITA

La otra cara de la moneda

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Pese a que su uso se ha dado y se da en géneros y formatos audiovisuales de todo tipo y condición, desde el cine de serie B (y, más esporádicamente, también en el que se vale de presupuestos de clase A) hasta los noticiarios televisivos o digitales, la técnica del found footage (o «metraje encontrado») resulta, de puro convencional, prácticamente indisociable del cine documental. Una aparente paradoja, por lo que tiene de artificioso en un género cinematográfico que suele postularse como garante de la veracidad de lo que en él se explica, que parte de la necesidad de ilustrar las tesis de los filmes que lo conforman a través de su contextualización mediante imágenes y sonidos previamente existentes. Y que, como en el caso de la interesante La película infinita (Leandro Listorti, 2018), parece valerse de esas imágenes y sonidos para establecer un discurso político ajeno en apariencia al de las imágenes de las que se vale.

Ahora bien ¿qué ocurre cuando el mayor objetivo de un documental parece ser, precisamente, el de revelar ese proceso de recontextualización de las imágenes que lo componen a partir de su proceso de edición y, por tanto, el artificio que sostiene toda película? Y, yendo un poco más allá ¿qué objetivo busca esa recontextualización política cuando las imágenes que la componen pertenecen a películas que jamás fueron terminadas, nunca llegaron a estrenarse y por tanto no han sido estrictamente recontextualizadas a ojos del público? Son solo dos de los posibles interrogantes que despierta una película como esta, tan inclasificable, por ajena a toda catalogación genérica, y desconcertante, por opaca en su capacidad para elaborar un discurso más o menos legible para el público.

Porque no es que La película infinita se reapropie de fragmentos de otras películas o piezas audiovisuales para fortalecer sus tesis, si no que el filme en su totalidad está compuesto, exclusivamente, y a excepción de los títulos de crédito, por las tomas falsas y las pruebas de cámara, sonido y maquillaje de las inéditas El eternauta (Hugo Gil, 1968), De lo que no hay (Alfredo Mathé, 1968), El adentro (Hugo Gil, 1971) , El juicio de Dios (Hugo Fili, 1979), La neutrónica explotó en Burzaco (Alejandro Agresti, 1984), Zama (Nicolás Sarquís, 1984), El grito de Alcorta (Héctor Tealdi, 1986), Ladran bajo mis ruedas (Néstor Sanz, 1987), Sistema español (Martín Rejtman, 1988), Aunque sea una película chiquita (Adrián Vinuesa, 1990), Soñar lobos y jirafas (Mariano Pensotti, 1996), Traición (Cristina Fasulino, 1997), El ocio (Mariano Llinás & Agustín Mendilaharzu, 1999), Ciebo y taba (Santiago Calori, 2002) y El eternauta (Lucrecia Martel, 2009). Un proceso de resurrección de estos fragmentos, todos ellos extraídos de los archivos del Museo del Cine de Buenos Aires que se vale del ensamblaje y collage para, a través del diálogo entre escenas y planos que nunca compartieron un mismo espacio fílmico, generar una lectura alternativa a la que ambicionaban sus máximos responsables en el momento de filmarlas. Una nueva lectura, mucho más próxima a lo intuitivo y a la rima visual o sonora que de una linealidad narrativa basada en la causalidad, producto de un proceso de montaje, obra de Felipe Guerrero, y sonorización, aquí de la mano de Roberta Ainstein, empeñado en visibilizar ante el público los mecanismos formales que lo impulsan y, en consecuencia, su condición de artificio capaz de generar un discurso audiovisual determinado.

Un discurso que parece abogar por una postura política revolucionaria a partir de recursos formales que, se diría, buscan reflejar el caos discursivo y anarquía política como oposición al Orden y la oficialidad de una narrativa lineal afín a lo político y cinematográficamente establecido. Y que se vertebra a través de fragmentos sonoros sobre imágenes de tropas militares que afirman que “La autoridad es como una moneda. En una de sus caras están quienes, por méritos propios, la ejercen. Y en la otra, quienes la aceptan con convicción. Si falta una de las caras no tiene valor. Sin autoridad no se habría podido completar la gloriosa epopeya de los Andes. Sin autoridad no se podría haber organizado la conquista del desierto. Sin autoridad no hay educación. Sin autoridad, sobreviene el caos y la anarquía. Con autoridad defendemos nuestras fronteras. Autoridad: responsabilidad de todos”, y que no en vano es un extracto de audio de una promoción oficial de lo que lo que vino a llamarse dictadura cívico-militar en Argentina, de la mentada resurrección de filmes olvidados, por muertos antes de nacer y por tanto expulsados de la historia del cine, o de la posibilidad de incidir en un público que jamás hasta ahora había tenido constancia de la existencia de sus imágenes, o de una trama, inconexa, inconclusa y más intuida que demostrable en términos argumentales, sobre la actividad de un grupo armado que se vale del asesinato y el secuestro de los poderosos.

Un argumento opaco que se dibuja a través el diálogo que establecen las diferentes películas que conforman La película infinita a partir de la presencia de los mismos actores y actrices en fragmentos pertenecientes a filmes diferentes, o en la constancia de algunos elementos de fondo. Factores que engrosan el carácter político y hasta revolucionario en términos cinematográficos de forma comparativamente más frontal, pero también mucho más autónoma de la excesiva dependencia del filme de Listorti respecto a los conocimientos que el espectador pueda tener sobre, por ejemplo, la condición de material inédito de las imágenes que la componen. Un grado de contextualización, algo contradictorio con la naturaleza ensayística y aparentemente alérgica a lecturas racionalistas o narrativas, que sin embargo explicaría, hasta cierto punto, que gran parte de la acogida crítica recibida por La película infinita haya visto el filme de Listorti como una revisión de la historia del cine argentino paralela a la oficial. Un análisis interesante, pero quizás algo reduccionista de un filme curioso, más valioso por su capacidad para generar debate que por la experiencia de su visionado, de 54 minutos, haciendo así honor a su título gracias al potencial teórico de su propuesta.

Y es que, no conforme con sembrar estos comentarios sobre la reciente realidad histórica de su país a lo largo de La película infinita, Listorti dinamita la unidad narrativa, y formal, de su película, en la que no faltan imágenes tan potentes como la de unos humanoides con la cabeza en forma de cámara de cine quemando película en un oscuro bosque o incluso cortos bloques de animación, ofreciéndola al público como una construcción narrativa consciente de los mecanismos que la hacen creíble como discurso generador de un sentido, histórico y narrativo, determinado. Evidenciando, de esta forma, la naturaleza de artificio no ya de esta si no de cualquier película, y, por tanto, también de cualquier discurso más o menos oficial generado a partir de imágenes y sonido, postulado como objetivo o sinónimo de verdadero. Lo que, a su vez, hace de La película infinita todo un corte de mangas a la ortodoxia cinematográfica, entendida como testimonio de una determinada manera de entender la política y la historia.


 La película infinita (Argentina, 2018)

Dirección y guion: Leandro Listorti / Producción: Leandro Listorti y Paula Zyngierman/ Montaje: Felipe Guerrero/ Sonido: Roberta Ainstein.

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