LA LARGA SOMBRA
La evolución del vampiro a lo largo de un siglo de historia en el cine
Lo que en un principio se concibió como una imagen antagónica, la figura del vampiro en el audiovisual ha mutado a lo largo de un centenario a una totalmente diferente. Nosferatu (F.W. Murnau, 1922), primera adaptación no oficial de la novela Drácula del escritor irlandés Bram Stoker, presenta al vampiro cinematográfico como una presencia ineludiblemente perversa; una silueta cadavérica, fiera e inhumana. Este aspecto sería replanteado para la primera película oficial del personaje por parte de la productora Universal, optando por una apariencia completamente opuesta a la que Murnau sugiere con su versión de la historia. Drácula (Tod Browning, 1931) con Bela Lugosi más que mostrar un monstruo, es una estampa galante cuya fuente de repulsión viene más bien de la propia interpretación del actor, que de su apariencia a primera vista. Esta dicotomía, contraria a la descripción de la novela de Stoker, estaría más alineada con la versión de Murnau, y será la que sirva como precedente para poner en escena al vampiro en el audiovisual de aquí en adelante.
A pesar de haber recibido diferentes connotaciones a lo largo de su siglo de vida en el cine, al vampiro siempre se le ha adjudicado unos códigos audiovisuales, tanto con lo que le rodea y sus antecedentes, como para el propio personaje; un caballero de ultratumba, de percha y modales impecables, presencia hipnótica y sospechosas intenciones. Todos estos manierismos son plasmados desde una mirada más bien opuesta a lo que querrían significar. De repente, la inmaculada masculinidad canónica y clásica de Lugosi, y la revisión de esta misma representación en la versión del personaje de Christopher Lee por parte de la Hammer, se convierten en la regla a la hora de poner en escena al vampiro en el cine, a pesar de que la salvaje y fea versión de Schreck sea más cercana al texto de Stoker.
Aunque esta forma de representación, con sus respectivos códigos formales, se haya utilizado -en la gran mayoría de los casos- para plantear personajes antagónicos y sobre todo en un cine predominantemente occidental, lo cierto es que hoy por hoy, la norma no tiene (ni debería) por qué ser esa. El cine de género siempre ha ido de la mano de un público fiel y específico, que ha podido ver en ese universo de ficción macabra una plataforma de representación y fanatismo. Con el tiempo, la estética gótica encuentra un nicho fuera de la pantalla del cine, y de ahí, surgen nuevas olas, nuevas maneras de representar al vampiro, solo que esta vez no como villano, sino como avatar de ese ansia de encajar, de pertenecer. La figura del Drácula añejo se pierde en favor de rondadores nocturnos más molones, idealizados y contemporáneos.
Los vampiros moteros de Jóvenes ocultos (Joel Schumacher, 1987) y Los viajeros de la noche (Kathryn Bigelow, 1987) ponen sobre la mesa una nueva perspectiva del poder de representación: lo que hace que estos villanos sean aterradores es además lo que les hace tan magnéticos. Suena paradójico, y en verdad lo es, pero todo recae sobre, una vez más, la intención de la representación. El arrastrar de la manera más literal los tópicos y constantes de un subgénero a una propuesta que se puede permitir poner en entredicho y contrastar ciertos valores, haciendo uso de estos mismos clichés, automáticamente moderniza las dinámicas que puede experimentar un público con su género predilecto. Es entonces cuando el vampiro pasa a ser el objeto del deseo. Adaptar una estética a las inquietudes del público. Hacer suyo un movimiento, dar cobijo y reescribir los códigos. A veces el cine tiene esa capacidad renovadora y acogedora que, a lo largo de los años, es capaz de mutar algo que debería percibirse como tóxico, en el propio ansia de una generación. Los vampiros pasan entonces de ser personajes con apariencia y modales de caballeros de una edad, tradicionales y rectos, a jóvenes fiesteros, músicos y rebeldes adolescentes que se dejan el pelo largo, llevan chupas de cuero y viven para disfrutar. La sed de sangre se transforma en un ritual de fisicidad y choque de cuerpos que evade los convencionalismos del género para adentrarse en el terreno de lo queer.
El ansia (1982) de Tony Scott, por ejemplo, invierte las dinámicas de poder que la historia del Drácula tradicional sugiere con el conde y sus “novias”, para que sea la vampírica Catherine Deneuve quien imponga su poder sobre sus víctimas y colecciones – literalmente- amantes. Esta idea de renovación tan radical del género ha sangrado hasta la más rigurosa actualidad con otras obras como Una chica vuelve a casa sola de noche (Ana Lily Amirpour, 2014) o Déjame entrar (Tomas Alfredson, 2008) y su no menos interesante remake estadounidense, en las que los papeles de monstruo y víctima se difuminan para presentar a la vampiresa como protectora y amiga del desamparado.
Hoy por hoy, se celebra lo oscuro y lo místico, lo raro, lo que ha podido ser y lo que ha sido. Es quizás la serie spin-off de la película de 2014, Lo que hacemos en las sombras (Jemaine Clement, 2019 – actualidad), la que sea el mejor ejemplo de esta mutación. Si bien sus protagonistas, en apariencia, entrarían en la norma del vampiro tradicional, tanto la película como la serie se regocijan en ambientes seguros, amistades sinceras y un desproporcionado amor por los outsiders. Drácula y Nosferatu seguirán siendo las grandes historias de terror bajo la sombra de un acosador de ultratumba que siempre han sido, pero resulta reconfortante pensar que la sombra del vampiro sea, al menos por ahora, una más amistosa.
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