LA FLOR
Tiempo a través de historias
Se dice de La flor que es un evento. En España la pudimos ver en el Zinebi de Bilbao, y ahora en el VIII Festival Márgenes en La Cineteca de Madrid. En su totalidad dura 894 minutos, pero está dividida en tres partes (220, 357 y 317 minutos respectivamente). Si contamos el total, es la película de ficción más larga de la historia. La primera parte fue estrenada en 2016, y las otras dos llegaron este 2018 para ganar el gran premio de BAFICI y presentarse internacionalmente en Locarno. A su vez, La flor se compone de 6 capítulos distribuidos de manera desigual entre las partes. ¿Entonces es una serie, no? Suele preguntar la gente cuando le cuentas toda esta estructura. Pues no, su propuesta narrativa va mucho más allá y sus intenciones se acercan más a las del cine experimental. Sí, su principal experimento es precisamente la longitud de su metraje. Pero vayamos poco a poco, sin prisa, como ha hecho su creador, el argentino Mariano Llinás, durante los 10 años de rodaje de la susodicha obra.
¿Qué es la Flor?
Si hubiese que definir qué es en una frase, podríamos decir que La flor es una película sobre la disolución de la narrativa, desde la clásica y genérica hasta la experimental y más allá, a través del paso de los minutos. Si el cine es, valga la redundancia, una flor, Mariano Llinás nos muestra como se le caen los pétalos. En las presentaciones su autor estaba especialmente preocupado por los spoilers, por lo que intentaremos no ir mucho más allá (bastante, pero no mucho) de lo que él querría que dijéramos. Sin embargo, hay que decir que es el propio cineasta, de cuerpo presente, quien aparece varias veces a lo largo del metraje para guiarnos por el mismo. La principal aparición de la voz grave y contundente, de la presencia imponente y mordaz, del cineasta sucede al principio y nos explica, de un plumazo, la estructura de toda la película. Todo se basa en el dibujo a base de las flechas que forman la flor del cartel. Estas son, más o menos, sus palabras:
- Hay seis capítulos. Los cuatro primeros empiezan, pero no acaban. El 5 empieza y acaba, como un cuento. El último arranca ya comenzado y lo acaba todo.
- La primera es una historia de serie B con fantasía, como las que antes hacían como churros los americanos y ahora ya parecen no saber hacer. La segunda es un drama romántico, muy musical y con una trama paralela de misterio. La tercera es de espías. La cuarta ni yo sé decirles de qué va. La quinta se basa en una antigua película francesa, y la última es de unas cautivas cruzando un desierto, como las películas de viajes de caravanas del western.
- El común de todas las historias son las cuatro actrices protagonistas, así que podríamos decir que la película es de, por y para ellas cuatro.
Los pétalos de La Flor
El primer spoiler (necesario) que vamos a decir es que eso de que las cuatro “aparecen” en todas las historias no llega a cumplirse. Pero comencemos, cómo no, por el principio. Los dos primeros pétalos, esos que empiezan y no acaban, son historias clásicas. El género está incluso exagerado pero sin llegar a caer en la parodia humorística. Llinás paladea con gusto los lugares comunes del género, la narración es rápida, sobrecargada de sucesos, giros y golpes de efecto. La cámara se gusta, hay planos secuencia, grandes y largos diálogos en los que sus intérpretes se lucen, así como primeros planos de ellas, a las que vemos desde todos los ángulos. Las historias, como nos habían avanzado, no acaban pero en cierta manera sentimos que sí. Todo era un juego y que no nos resuelvan el misterio que sirve de descarado McGuffin argumental es lo de menos. Hay crescendos, hay clímax y, por muchos elementos que aparezcan (momias, enfermedades, sectas de locos o, incluso, una pareja sucedánea de Pimpinela) nada es estrictamente paródico. Todo está llevado a su extremo, pero no está retorcido para mostrar sus fracturas sino clavado para exponer su eficacia. Desde el público sentimos que queremos género, queremos Hollywood clásico, los sesenta y los ochenta; aplaudimos en grupo con el final de una canción arrebatadoramente hortera como si de un gol se tratara. Joder, por esto nos gusta el cine, ¿por qué ya no hacen las películas así? O, más bien ¿por qué no todas las películas son, o al menos quieren ser, así?
Entonces llega la tercera parte, la de los espías. De nuevo las cuatro protagonistas aparecen en una misión que se complica y que, recordemos, no acaba. Pero aquí pasa algo que no pasaba antes: de repente, la historia se interrumpe. Llinás no quiere confundir, así que aparece para explicarlo. Estamos (señala) en la mitad de la tercera historia, el tercer pétalo, y ahora vamos a ver la historia que ha llevado a cada una de las cuatro protagonistas hasta la situación en la que está. Después de eso, seguirá la historia principal. Vamos, que “la peli de espías” acaba durando casi seis horas por sí sola y, dentro de su historia principal, contiene cuatro películas individuales para cada una de las protagonistas. El círculo perfecto de la historia clásica se resquebraja. Lo que antes nos parecía bien que comenzase, cómo no, por el principio, ahora nos muestra que ese mismo inicio es el final de otra historia. Que fuera de la redondez de un relato clásico hay otros muchos que lo hacen crecer. Que a veces es mejor expandirse hacia los lados que avanzar en línea recta hacia un final que, avisados estamos, nos va a ser negado. Joder, pues este cine también me gusta, pensamos. Quizás, si estas seis horas hubiesen sido dos historias “canónicas” de hora y media basadas en los mismos, aunque de probada efectividad, lugares comunes de los géneros, ya me habría empezado a cansar. Es decir, hemos entrado de repente en la modernidad y, aunque podríamos decir que hemos dejado atrás los años sesenta, en realidad Llinás no ha hecho más que seguir lo que hizo el más visionario de todos los cineastas, D. W. Griffith, cuando modificó las reglas del juego que el mismo había grabado con piedra en El nacimiento de una nación (1915) para crear Intolerancia (1916).
El final antes del final
De acuerdo, hasta entonces lo que nos ha enseñado Mariano Llinás de la narrativa cinematográfica y su necesidad de avance ya nos lo había mostrado Griffith y, aunque no está nada mal, el americano lo hizo hace cien años. Nos quedan casi 5 horas por delante y 40 minutos son de créditos (avisamos de ello tal y como hace su director). Empezamos a pensar en qué más puede quedarnos (por mucho que sepamos que no nos quedan nada más que otro pétalo, el capullo y el tallo de La Flor). Ahora viene esa historia que ni Llinás dice saber de qué va y, si hemos estado atentos a cómo se va diluyendo el relato, sabríamos que esto, más que una vagancia descriptiva de su creador, va precisamente de que aquí es cuando desaparece el “qué” y solo queda el “cómo”. A estas alturas hemos visto a las cuatro protagonistas ser científicas, chamanes, cantantes, funcionarias, guerrilleras, estudiantes y asesinas. Las hemos visto hablar en castellano con acento peninsular, cubano, colombiano y argentino; en catalán, francés, italiano y ruso. En definitiva, que ya las hemos visto en su totalidad. Si pensábamos en un principio que esto iba a ser una especie de Boyhood de cuatro intérpretes (que no cuatro personajes, ya que estos sí que cambian) a lo largo de diez años, la formula se ha agotado al sexto año. No hay más.
Es imposible explicar lo que sucede en este cuarto capítulo sin decir, literalmente, todo lo que ocurre minuto a minuto. Incluso así, sobre el papel, parecería una locura sin pies ni cabeza, cuando en la película tiene todo el sentido. Solo diremos que aparece un álter ego de Llinás, que discute con sus cuatro actrices sobre la película La araña, que llevan seis años rodando. Nadie sabe ya qué hacer, las actrices comienzan otra historia, una fantástica sobre unos árboles misteriosos y, sin que nos digan nada, pensamos “qué pesadez, otra vez esto”. Pero entonces, aparece el director de La araña (guiño, guiño) y concluye con su equipo que la formula ya está agotada, que ellas ya están agotadas. El cineasta solo quiere grabar árboles. Sí, árboles. Llinás ha descubierto que su arte, incluso el del cine, también puede exceder su límite de antropocentrismo. La historia aquí ya no es que esté fraccionada, es que es una muñeca rusa. Desde los títulos de crédito de este capítulo, que empieza queriendo huir de la figura humana, aparecen brujas volando en escoba y la mayoría de dioses griegos del Olimpo. Lo que importa es que todo implosiona, se limpia como un agujero negro cuya gravedad ha atraído a tantas historias que se tragan unas a otras. Sin embargo, la narración de Llinás sigue siendo, en su fragmentación, clara y diáfana. Es, en definitiva, como una clase de cine, de Historia del cine, condensada. Las más de 14 horas ya no nos parecen tantas, ¿verdad?
De repente, cuando acaba la historia más interna de esta montaña de capas narrativas, una especie de cuento de las memorias perdidas de Giacomo Casanova, filmada en un set descaradamente teatral (hemos pasado de Griffith a Rita Azevedo Gomes en un tris), llega el giro magistral de La Flor. La narrativa se reencuentra consigo misma pero fuera por completo de donde estaba antes. Aparece el making of, el detrás de las escenas del rodaje que nos ha llevado por medio mundo, de la estepa siberiana a la selva amazónica, de las momias aztecas a la Guerra Fría. Allí, cómo no, están ellas de nuevo, las actrices Pilar Gamboa, Elisa Carricajo, Laura Paredes y Valeria Correa, dándolo todo por un director con el que se han comprometido durante una década de infinito rodaje. Suena el Concierto para piano Nº 2 en Sol mayor. II Adagio assai de Maurice Ravel (gracias a Gabriel Doménech por el apunte) y, con él, poco a poco, de la realidad del rodaje se pasa hacia el homenaje poético a esos cuatro cuerpos. Esos rostros que han sido todo en la ficción y, por tanto, ya solo pueden ser todo en la realidad. Ellas, como descubre Llinás, acaban dando sentido (literalmente) a los árboles. Ya solo queda el puro disfrute de la imagen, del momento capturado, de esa “muerte trabajando” que decía Jean Cocteau que era el cine en su más pura esencia. Del artificio hemos pasado a la verdad más pura, al cogito ergo sum del cine. Podría acabar aquí pero, recordemos, aún quedan dos capítulos. Sin embargo, con este final, que es el final de todos los finales, sabemos que algo ha acabado. Quizás hemos confundido la flor con sus pétalos. Bueno, pues ya no queda ninguno, nos queda el corazón y el tallo. La película ya está desnuda.
De La Flor a El Cine
¿Qué hacer cuando ya se ha llegado al final? ¿Qué hay más allá del todo que no sea la nada? La primera manera que encuentra La flor de continuar tras haberlo hecho todo es irse de sí misma. El quinto capítulo es, sin desvelar mucho, un remake/homenaje al mediometraje más hermoso jamás filmado, Una partida de campo (1936) de Jean Renoir, en el cual ninguna de las cuatro actrices que vertebran La flor aparecen. Pero Llinás no se detiene en la mera recreación sino que ataca desde dos partes, es decir, la disolución narrativa continúa incluso en el homenaje. Por un lado están las imágenes mudas que recrean e imitan las de la película de Renoir. Por el otro, unas imágenes que miran al cielo mientras aparece el audio de la película de Renoir. Es decir, imágenes copia sin su sonido frente a sonido real que no se encuentra con la copia. Se entiende mejor si se ve y se oye (aunque no suceden las dos cosas a la vez), pero quedémonos con la idea de que Llinás, fuera ya de su película, busca realizar una copia exacta de la obra adorada mediante la unión voluntariamente errónea de sus partes. Retroceder yendo hacia delante.
La cosa se ha puesto difícil. Sencillamente ya no queda nada ni dentro ni fuera de La flor ni del cine para acabar. Y recordemos, este último relato viene ya empezado pero acaba, a sí mismo y a todo. Por eso es interesante que justo el único relato sin comienzo sea un principio. ¿Qué hay más precursor del cine y de su imaginario que el Oeste? ¿Qué representa más el comienzo que el embarazo? Volvamos a esos tiempos en los que se atravesaba un desierto desconocido para hallar, al fin y por sorpresa, un valle. Por eso, el final de Llinás a su flor no es más que las cuatro mujeres, dos de ellas embarazadas, atravesando un desierto hasta el preciso instante en que llegan a su destino, el comienzo de una vida nueva que podríamos llamar “cine”. Pero, ¿cómo vemos todo esto? De los planos cercanos y claros de las primeras películas habíamos pasado a la desaparición del personaje de las actrices hasta, incluso, una historia externa donde ninguna de ellas salía. Ahora vemos una imagen borrosa, sepia, como de celuloide quemado o mal expuesto, de cámara sucia o empañada. Como si el cine se hubiese inventado a medias y de forma defectuosa. Tampoco hay sonido, los diálogos son intertítulos más propios del cine mudo y que, más que asemejarse a las cuatro mujeres cuya silueta muestran las imágenes, dicen remitir a unas memorias de la época.
Así, como si viésemos nacer la imagen cinematográfica cual descubrimiento de los colonos del cine mudo, acaba La flor. Eso sí, faltan los créditos que, como Llinás cuenta en la presentación, “un famoso crítico argentino dijo que eran lo mejor de la película”. Si habéis leído hasta aquí habréis visto que, aunque no era mi intención, no he podido evitar contar bastante de la película. Los créditos, sin embargo, solo tienen sentido tras haber vivido, en esos momentos, 854 minutos en la sala. Los cuarenta restantes son el final y el descanso merecido para los que, al otro lado de la pared iluminada, cual paradoja temporal (joróbate Christopher Nolan), han estado 5256000 minutos. La flor, como el cine, es tiempo a través de historias, y no al revés.
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