LA CAÍDA DEL IMPERIO AMERICANO
A veces la providencia
En una cafetería corriente en Montreal, Pierre-Paul, cabizbajo, mira su ensalada sin mucho apetito. Delante, su novia le pregunta por qué, siendo como es tan listo, no es el rector de una universidad o el director de un banco. Entonces Pierre-Paul se enfrasca en una perorata en la que menciona desde Dostoievski, al que acusa de ludópata voraz, a Althuser, que asesinó a su mujer, o a Sartre, que fue estalinista e incluso a Donald Trump, todos metidos, según él, en el mismo saco de la idiotez. Moraleja: el éxito está reservado para los imbéciles. Insiste: las personas realmente buenas e inteligentes viven aisladas en casitas de campo o en pisitos humildes en ciudades donde llevan vidas ordinarias. El joven protagonista es uno de ellos, claro, doctor en filosofía y repartidor en una empresa de mensajería. A su novia no parece convencerle toda esa cháchara. Le gustaría poder ir de vacaciones con su hijo y, tras más de un año de relación, se pregunta por qué Pierre-Paul nunca le ha dicho que está enamorado. Él responde citando a Wittgenstein, diciendo que no hay que decir algo sin saber su significado. Con los ojos llorosos se despiden, se ha terminado.
Tras esta escena desesperanzadora que da inicio a La caída del imperio americano (Denys Arcand, 2018), una serie de acontecimientos extraordinarios harán cambiar la vida de Pierre-Paul. Durante su itinerario de trabajo habitual, llevando paquetes con su furgoneta por Montreal, Pierre-Paul es testigo de un atraco que termina con un tiroteo espantoso. Hay dos cadáveres. Uno de los ladrones huye herido y las bolsas con el dinero se quedan tiradas en medio de la calle. Pierre-Paul ve que no hay nadie más, duda unos instantes y luego mete el botín en la furgoneta. A partir de ahí, el resto de la película consiste en un complicado plan para conseguir blanquear esa enorme cantidad de billetes. El dinero pertenece a unos gánsters irlandeses que, para recuperarlo, no tienen reparo en torturar o asesinar. A su vez, está la policía, algo ridícula, llegando siempre un pasito tarde a todo, pero sin dejar de apretar. Por su parte, Pierre-Paul monta una extravagante compañía formada por un estafador recién salido de la cárcel, un asesor fiscal especialista en evadir impuestos, una puta de lujo (que se hace llamar Aspasia, como la cortesana de Pericles, y que se enamora de la ingenuidad erudita del protagonista), un atracador (el que había escapado herido) y su expareja. El plan es meter el dinero en un paraíso fiscal, convirtiéndolo en un fondo monetario dedicado a ayudas humanitarias, y usarlo para financiar una organización religiosa caritativa que auxilia a los sintecho de Montreal.
En ocasiones, hay sucesos que irrumpen en nuestra percepción circular y monótona de los acontecimientos. A veces nos pasan cosas. Y lo hacen de un modo que de ninguna manera podía ser previsto. Jules, en Pulp Fiction (Quentin Tarantino, 1994), tras sobrevivir a un tiroteo, no duda en llamarlo milagro. Pierre-Paul, como contaba en la primera escena antes descrita, ha perdido la esperanza (la fe no parece interesarle en ningún momento) pero conserva su sentido caritativo. Ese pesimismo ontológico es contestado por los acontecimientos: la fortuna, el amor. La historia no escapa del mensaje religioso, que ya formaba parte de los intereses de Denys Arcand en otras de sus películas como Jesus de Montreal (1989) o Las invasiones bárbaras (2003).
Algunas iglesias milagreras, evangelistas, pentecostales, predican que, con fe verdadera, la gracia puede recibirse en la vida terrenal. La angustia que acompaña a la incertidumbre sobre si cada cual se encuentra entre los elegidos para la salvación, solo puede combatirse amando al prójimo. Esta película es un grito de esperanza. Con menos pedantería innecesaria que en otros de sus trabajos, Denys Arcand muestra el insaciable monstruo financiero internacional y sus víctimas. Las imágenes finales son una secuencia de primeros planos de inuit mirando fijamente a la cámara. Antes, en una conversación, escuchamos que las ciudades canadienses se están llenando de indios e inuits sin hogar que merodean melancólicamente por las calles. Allá adonde vayamos, nos encontramos con los mismos demonios; precariedad, desarraigo y soledad. La película no presenta una revolución, pero es una llamada a la solidaridad y a la esperanza en la providencia en su mejor versión; no en la lucrativa personal, tan evanescente para la mayoría y tan evocada por esas iglesias milagreras y otros discursos del éxito y la realización personal. Ni tampoco en el sentido moralizante y represivo que acompaña a cualquier fundamentalismo. Más bien en la necesidad de acción conjunta, de aunar en un sentimiento complejo el potencial de vida.
La caída del imperio americano (La chute de l’empire américain, Canadá, 2018)
Dirección: Denys Arcand / Guion: Denys Arcand / Producción: Denise Robert para Cinémaginaire Inc. / Música: Louis Dufort y Mathieu Lussier / Fotografía: Van Royko / Montaje: Arthur Tarnowski / Dirección artística: Patrice Bengle / Reparto: Alexandre Landry, Maripier Morin, Rémy Girard, Pierre Curzi, Maxim Roy, Vincent Leclerc, Rose-Marie Perreault, Florence Longpré