ANÁLISIS DE JUEGO DE TRONOS: TEMPORADA 8
Así suena una canción de hielo y fuego
Normalmente, hay dos grandes tipos de final en una ficción de larga duración. Primero están los que podríamos llamar “de la continuidad”. En estos la historia se acaba sin que pase nada irreparable, la vida de los personajes apunta a seguir de forma similar a como hemos estado viendo o, al menos, nos apuntan cómo será su camino futuro. La reacción a estos finales suele ser de decepción controlada. No pasa gran cosa, ni para bien ni para mal. Pongamos como ejemplo The Wire (David Simon, 2002-2008) o Seinfeld (Jerry Seinfeld y Larry David, 1989-1998). Por el contrario están los desenlaces climáticos, esos tras los que ya no puede haber ni un minuto de serie. Con esta estrategia vas a obtener odio y amor a partes iguales. Pensemos en Perdidos (J.J. Abrams, J. Lieber, D. Lindelof, C. Cuse, 2004-2010) o Cómo conocí a vuestra madre (Carter Bays y Craig Thomas, 2005-2014). Bien, pues la que es sin duda la producción serial más ambiciosa de la historia ha hecho los dos… a la vez.
El nivel de popularidad y fanatismo que ha arrastrado la adaptación serial de las novelas de George RR. Martin iba, como no podía ser de otra manera, a desembocar en el desenlace más discutido de la era Twitter. En el conflictivo capítulo final, partido por dos registros opuestos, se encuentran momentos de desenlace con otros continuistas, provocando una serie de reacciones encontradas que daría para escribir otro serial de ocho temporadas.
Recordemos que, históricamente, casi todo final de serie-fenómeno ha sido malinterpretado en su momento. Los mejores fueron tachados en su día casi de estafa criminal y, los más conservadores, de gran y merecido cierre a las historias. El paso del tiempo y la duración de convivencia con la obra crea en los fans la falsa sensación de que, como consumidores, la serie les debe algo a ellos, de que está a su servicio y ha de satisfacerlos. Esto, en muchas ocasiones, crea un arrastre de confusión valorativa donde la inherente subjetividad de la misma domina por completo el criterio del espectador. Llega el fan y desaparece el crítico. Por tanto, es difícil no creer que la opinión general de la temporada final de Juego de Tronos cambiará bastante con el paso de los años, ya sea para bien o para mal. Menos se moverá la valoración de toda la serie, asentada ya dentro de las grandes de la historia de la televisión. Además, por encima de ambas, quedará como el gran fenómeno audiovisual de la última década. Pero no estamos aquí para hablar de todo Juego de Tronos, sino de su última temporada en seis y muy distintos capítulos que podemos resumir en cuatro fases:
El amor
Los dos primeros capítulos de la temporada venían firmados por David Nutter, uno de los realizadores más habituales del serial (ausente las dos últimas temporadas por problemas de salud) y que, a pesar de tener en su currículum Las lluvias de Castemere (es decir, La boda roja), no cuenta con una personalidad reconocible en ninguno de sus episodios. Este “profesional de confianza” debía comenzar esta aventura final con Invernalia y Caballero de los siete reinos. Dos capítulos con los que David Benioff y D.B. Weiss, creadores y guionistas, parecían querer asentar al espectador para lo que estaba por venir.
Tras dos años de espera, el primer episodio comenzaba siguiendo a un niño correteando entre la nieve, en su lucha por vislumbrar entre las multitudes de más altura lo que estaba sucediendo. Quizás esta idea, la de comenzar negándole por unos minutos más tanto al niño de la imagen como al espectador ansioso, la posibilidad de ver lo que iba a suceder sea lo mejor de un capítulo que, a continuación, exhibiría todos y cada uno de los males creados en la séptima y peor temporada de la serie. Mientras, cada uno de los personajes aparecen para ser situados y unidos en la historia, todo falla.
Benioff y Weiss tuvieron a bien pensar que, tras dos años de espera, el comienzo debería anclar y colocar cada una de las piezas del tablero en su lugar. Probablemente no estaban equivocados. El problema es que el capítulo resultante es un devenir de saltos temporales y espaciales delirante que, junto a unos diálogos escasos, cortantes y ridículos, machacan cualquier atisbo de ritmo o emoción. La primera unión de Daenerys con Sansa, la revelación de Sam a Jon Nieve sobre su verdadera identidad y, sobre todo, la escena romántica en la cascada (-“Hace mucho frio para una chica del sur”-“pues caliente usted a su reina”-) son sobradas muestras de que los males que poblaron toda la penúltima temporada permanecen en Invernalia.
Que la densidad de los libros se fuese abandonando, en pos de un relato más unidireccional conforme la serie perdía personajes y se acercaba al final de sus tramas, no tenía por qué ser malo si se hacía bien. Por eso, cuando creíamos que el camino elegido era el del fan service para consumir en la pantalla de un smartphone, el de las escenas escritas en forma de tuits, llegó Un caballero de los siete reinos. Y respiramos. Las secuencias se alargaron, los personajes volvieron a hablar, a tener carisma. En definitiva, a importarnos. El capítulo dos es uno de esos en los que “no pasa nada”. Los que ahora se quejan de rapidez, antes lo hubiesen llamado, despectivamente, “de transición”. Un capítulo coronado con la canción Jenny Of Oldstones que insuflaba a las piezas del tablero una vida que sabíamos que en breve podrían perder. Este fue el último momento de descanso, el último capítulo humano y humanista de una serie que siempre ha estado en el alambre de ser arrollada por su propia grandeza. Solo desentonaba un momento. Aquel en el que Jon le confiesa a Daenerys su identidad y que, creíamos, esta simple y vagamente ausente de respuesta, cortado por el sonido del aviso de la guerra que se aproxima. Era, no obstante, una pista falsa. Cuando pensábamos que nos estaban preparando para la batalla contra los caminantes blancos, en realidad nos estaban comenzando a dirigir hacia el cambio de Daenerys, verdadero protagonista del final de la serie.
La batalla
Puede que el nombre que se asocie siempre a Juego de Tronos sea el de sus showrunners y el de su creador literario. Sin embargo, en todos los momentos en los que Juego de Tronos ha alcanzado la excelencia cinematográfica en la puesta en escena, ha destacado por ser algo más que diálogo y dinero, ha tenido personalidad visual y unidad narrativa o ha dado ese algo más que se le demanda, vemos la firma de Miguel Sapochnick. Como cualquier otro realizador televisivo, Sapochnick depende en gran medida del capítulo que le encomiendan para poder desarrollarse. Aunque comenzó con el 5×07 (El regalo), enseguida le llegó la oportunidad de llevar el imaginario de las batallas de la serie a otro nivel con el 5×09, conocido como Casa Austera y que fue la primera gran batalla contra los caminantes blancos.
La descripción del terreno y las defensas primero, después la espera y el desarrollo en fases de la lucha y el cierre final con una deslumbrante, contundente y metafórica imagen final, son las señas de la casa que el cineasta inglés repetiría desde entonces en cada batalla. Hablamos del autor de los, hasta ahora, dos mejores capítulos de la serie, el 6×09 y el 6×10, también conocidos como La Batalla de los bastardos y Vientos de invierno. Aunque ya en este último demostraba que su estilo no se limitaba a las batallas y que era capaz de resolver visualmente, más allá del diálogo, los mayores acontecimientos narrativos de la serie (recordemos el simple corte que une al bebé de Lyanna Stark con la cara de Jon Nieve, siendo coronado Rey en el Norte, como gran revelación de su verdadera identidad), lo cierto es que Juego de tronos le reservó en esta temporada final las dos batallas. Sí, pero también los dos capítulos más grandes y ambiciosos de un serial que ha desgastado estos dos adjetivos. Había que resolver dos cosas en este final, y lo había que hacer de forma espectacular. Uno era el asalto a Desembarco del Rey, que no llegaría hasta el capítulo 5. El primero, sin embargo, era la lucha contra los caminantes blancos.
Juego de tronos tenía una narrativa tan inmensa y rica que podíamos decir que su desenlace se tuvo que partir en dos grandes bloques, y este era el primero del que nos íbamos a despedir. Sabedores de que hay espectadores que se desconectan ante la aparición de elementos fantásticos como de que los hay que rechazan el más puro debate de lecturas geopolíticas y dinámicas de poder de la serie, la temporada final decidió darles un clímax final a cada uno. En La larga noche llegaría la cumbre del primero, del bien contra el mal, de los muertos contra los vivos, de la oscuridad contra la luz. Después, ya vendría el Juego de tronos que da título a la serie y que la armó en la mayoría de sus primeras cuatro temporadas. Esas en las que el enemigo de pesadilla que llegaría finalmente en esta capítulo ocupaba escasos segundos de toda una temporada, o aparecía simplemente en el ya mítico lema de Winter is coming.
Nos repitieron hasta la saciedad que “la noche es larga y alberga horrores” y, cómo no, los horrores llegaron en plena oscuridad nocturna. Sapochnick nos sitúa con un plano secuencia desde el interior de las murallas de Invernalia hasta sus defensas más exteriores. Iluminados por el fuego de Melisandre, los Dothraki parecen convertirse en luciérnagas en la oscuridad apagándose poco a poco. Esta, una de las imágenes de mayor contundencia narrativa que recuerdo en televisión, antecede a la auténtica estampida de las hordas de no-muertos que, más que ejército, parecen una plaga. Desde la línea Dothraki hasta set pieces individuales de la lucha de los protagonistas ya en el interior de la muralla (mención especial a la aparición del puro cine de terror en la escena de Arya en la biblioteca), desde la oscuridad hasta la lumbre del fuego y la ceniza, la batalla por la luz irá avanzando hasta su desenlace. Será en un clímax estirado hasta lo inaguantable por la cámara lenta que Sapochnick pidió, según sus propias palabras, poder incluir al no estar está permitida en el libro de estilo de la serie y que volvería a utilizar para dilatar la visión del horror del capítulo cinco.
Cuando todos creíamos que el destino del camino de Arya era matar a la ocupante del Trono de Hierro y el de Jon al Rey de la Noche, los creadores, más que engañarnos, nos demostraron que todo eran suposiciones y que el destino se forma con lo que es y no con lo que debería ser. Arya mató al Rey de la Noche, y con esto dio final a su evolución como asesina de poderes casi sobrehumanos, matando a quien nadie más podía matar. A Jon el destino le tenía reservado una muerte más terrenal, también una más dura y embarrada, como él y su camino.
Tras esta orquestación climática de terror bélico, llegaba el día y con él, el capítulo que no por nada se llamaba La larga noche, finalizaba. También, aunque doliese, la mitad de la serie ya tenía el lazo echado.
El odio
Volvía Nutter y lo hacía con Los últimos Starks, el capítulo que más acusó la premura de acciones de unos creadores decididos a no negar a ninguna secuencia su carácter de grandeza. De nuevo, nos encontramos con unos diálogos que reflejaban a unos personajes que, aunque afectados sin duda por la batalla y sus fallecidos, no tenían más que un par de líneas para desarrollar su nuevo camino. A esto se sumaba la, de nuevo, desmedida ambición por acumular “minutos de oro” en cada momento y con cada personaje. Así, de la petición de matrimonio de Gendry, pasábamos a la primera vez de Brienne, a la revelación identitaria de Jon a sus hermanas, a la muerte de un dragón o a la captura y decapitación de Missandei.
Vamos, más que un capítulo, esto era una compilación de highligths narrativos que conseguían neutralizarse entre ellos. No obstante, aunque por separado diluían su fuerza dentro de semejante torrente, todos contribuían a reforzar un desenlace que recorría en este capítulo el mismo camino que en todo el resto de la serie, el discutido final de Daenerys Targaryen. Retratada siempre como una líder justa, sus actos de crueldad y violencia, así como su sed de poder como único objetivo vital, habían pasado desapercibidos a ojos del espectador (por si acaso, Tyrion y Varys nos lo recordarían unas cuantas veces). Camuflados bajo el exterminio de la maldad y el continuo éxito de sus conquistas, la serie escondió a la vista hasta ahora la incógnita sobre cómo reaccionaría este personaje clave cuando está siendo vencido y abandonado, pese a creer firmemente en su destinada victoria. Su rostro de satisfacción al ver como abrasaban con metal fundido el rostro de su hermano mayor en la primera temporada regresaba con fuerza de cara a un capítulo cinco en el que volvía, cómo no, Sapochnick a los mandos.
Y, de nuevo, todo se ordenaba y los tiempos volvían a funcionar. El primer tercio de capítulo lo ocupan la ejecución de Varys y las reuniones de Daenerys con Gusano Gris, Tyrion y Jon. Es decir, la narración volvía a la calma para adentrarse en los ojos, rostros y significativas palabras de un personaje fundamental que tiene en estos minutos su mayor espacio de justificación interpretativa para hacer comprender el estado de su personaje. Para el resto, la batalla, ya había dicho que volvía Sapochnick… Vemos todas las defensas de la ciudad y su colocación pero con una diferencia, esta vez estamos dentro de los que creíamos el enemigo. De hecho, se repite el travelling ascendente tras las cabezas de los soldados que descubría al enemigo asentado frente a nosotros en La batalla de los bastardos. Pero ahora, ese enemigo es el ejército de Jon Nieve y Daenerys Targaryen. Por su lado, la aparición del dragón, como un terremoto invencible, viene tras un silencioso duelo al sol westeriano contra Euron y su flota. Lo que creíamos batalla parece la ola de Lo imposible (J. A. Bayona, 2012), pero con fuego en vez de agua.
Normalmente, en los relatos bélicos de Sapochnick había situación, preparación, batalla y, previo al desenlace, un dramático arco de horror, violencia y muerte. Pero ahora toda esa batalla se librará en un rostro. El primer plano de Daenerys a lomos de su dragón, incendiada en ira, supone una revelación a la altura de la sentencia de Ned Stark a manos de Joffrey, el efímero descubrimiento de Catelyn Stark de la trampa en la boda roja o la última mirada de Margery Tyrell y el Gorrión Supremo antes de la explosión del Septo de Baelor por obra de Cersei Lannister. Pese a ser el más largo, espaciado, desarrollado y avisado de todos estos giros marca de la casa de la serie, lo cierto es que al contrario que estos, este actuaba como anticlímax. La destrucción de Daenerys sin oposición sustituía la esperada y épica batalla por un horror destructivo y repetitivo hasta asegurar sustituir su espectacular ejecución por cierta incomodidad ante la insistente tragedia. Drama que seguíamos de manera privilegiada a través de Arya en forma de planos secuencia por los logrados escenarios repletos de ceniza y a los que regresaba la cámara lenta, cual efecto alucinatorio y onírico que ya avanzaba el carácter escapista de la imagen final.
Pero antes del cierre, y al contrario que en el capítulo tres, recordemos que con este planteamiento no había tensión bélica que mantener, solo una destrucción de la que daba gusto alejarse frecuentemente. Las vías de escape nos proporcionaron la muerte ahogada en locura de grandeza de Euron, la batalla entre los hermanos Clegane (el único guiño a la épica del capítulo) o la muerte de Cersei. Esta última especialmente importante en tanto que los creadores rechazaron el insistente fan service para dotar a uno, sino al mejor personaje de la serie, de una muerte cargada de simbolismo, enterrándola por el derrumbe de la ciudad que reinaba junto a su único ser querido. A los que querían sangre o veían Juego de Tronos cual combate de la UFC habrá que decirles que este giro humano, de cariño y valoración de los creadores hacia sus personajes ya había brillado pocos minutos antes. Recordemos el momento en el que, para decepción de algunos espectadores más propios de una arena de gladiadores romana, el duro de Sandro Clegane enseñaba a la joven Arya a buscarse una vida más allá de la venganza que ya se había llevado toda su niñez por delante. De nuevo, humanidad.
Al final, cuando el polvo empieza a disiparse y llueve ceniza, la realización se reserva el recurso tan acertado como facilón de hacernos temer unos segundos por la vida de Arya Stark. Si en La larga noche era la muerte de Melisandre al amanecer lo elegido por Sapochnick para dar final al capítulo de la oscuridad, es precisamente un caballo blanco, impoluto, el que aparece en medio de la destrucción caótica para salvar a una joven que, aunque aún no estábamos seguros, acaba de volver, física y espiritualmente, al mundo de los vivos. No, no será Arya la que mate a Daenerys, pero eso ya vendría después.
Dos finales
La decisión por parte de David Benioff y D.B. Weiss de reservarse la dirección del capítulo final pese a su testimonial papel de realizadores (un episodio cada uno a lo largo de toda la serie) parecía dejar claro, además del comprensible volumen de su ego, que lo más importante para ambos en este cierre era, más allá de méritos de ritmo narrativo o visuales, la correcta ejecución de su guion y el cierre final de sus historias. Quizás por eso, el último capítulo arrastra una falta de unidad visual y narrativa que lo deja muy por debajo de sus compañeros de temporada, además de acusar un brutal cambio de registro que parece crear, al menos a nivel de ritmo y tono, dos finales.
Quizás hubiesen sido más los fans enfervorecidos que hubiesen clamado a los cielos contra HBO, Benioff y Weiss si el cierre de la serie se hubiese sucedido tras la muerte de Daenerys. En el documental de reciente estreno Juego de tronos: la última guardía (Jeanie Finlay) sobre la producción de esta última temporada, hay un fragmento correspondiente a la lectura del guion por parte de todo el reparto. Aunque solo nos dejan ver las, digamos, reacciones a los highlights de la temporada, es muy sorprendente que el “End of Games of Thrones” venga inmediatamente después de la lectura de la escena en la que Jon Nieve mata a Daenerys Targaryen. Que no se haga mención a la gran revelación de quién es finalmente el rey y, por tanto, “ganador” del juego de tronos no hace sino reforzar las sensaciones que desprende la segunda parte del capítulo. ¿Estamos ante un añadido para guardar mejor los muebles?
En la primera, asistimos a la observación de la barbarie cometida en Desembarco del Rey a través de los ojos de Tyrion y Jon. El paseo de la desolación acaba en el imponente discurso de una tirana totalitaria que hace referencia, ineludiblemente, a Hitler y El triunfo de la voluntad (Leni Riefenstahl, 1935). Tras la dimisión de Tyrion, se sucede una conversación entre este y Jon que, además de hacernos paladear el último gran acontecimiento dramático del serial, se situaría entre las mejores de toda la ficción si no fuese porque, en el insistente repaso y recuerdo de Tyrion de las señales de locura de Daenerys se adivina cierta desconfianza en la inteligencia del espectador que no existía en las primeras temporadas.
Tras esto, podríamos decir que llega el gran desenlace dramático. A través de los ojos y el discurso de la Reina Dragón de una Emilia Clarke, que nos regala en los últimos dos capítulos un nivel interpretativo de una diversidad y riqueza de matices muy por encima del exhibido en el resto de la serie (quizás ella y otros actores podrían haber matizado mejor a sus personajes si conociesen su destino con más antelación…), llegamos al mayor acto de amor y crueldad de esta última temporada. El asesinato arrepentido pero responsable de Jon sobre Daenerys es el sumun de esa mezcla de afecto y odio que ha desencadenado todas las disputas de la serie. Eso de matar para proteger a los que amas aquí venía por primera vez de la mano. Todo ello sumado a la destrucción del dichoso Trono de Hierro mediante las llamaradas de Drogón nos da una imagen final de tremenda contundencia. Un final incendiario pero lógico y en alto, que hubiese dejado muchas preguntas en el aire pero también un sabor de boca inmejorable. Uno de esos que, como decía en un principio, podríamos llamar “desenlace climático”.
Sin embargo, tras un breve fundido a negro, el capítulo entra en lo que llamábamos un final de continuidad. Nunca sabremos si fue esta la intención inicial o se forzó en pos de un cierre de historias más claro y masticado. Un desenlace atado y bien atado en miras de paliar la sensación de abandono del espectador, síndrome psicológico inherente a todos los finales de series de larga duración. Si lo pensamos punto por punto, el regreso de Jon Nieve al muro, la coronación de Sansa como Reina del Norte, la nueva ocupación de la inquieta Arya, la continuidad de Tyrion como Mano del Rey o, incluso, la designación de Bran como monarca de consenso, no pueden ser más lógicas. Pero ¿acaso alguna de ellas suma? ¿Aporta algo además de saciar la curiosidad enfermiza del espectador? Más allá de una interesante reflexión sobre la importancia de las historias en tres fragmentos (el discurso de Tyrion que corona a Bran, la reescritura de Brienne en el libro de caballeros sobre Jaime Lannister y la presentación de Sam de una incorrecta versión de Song of Ice and Fire) y de algún chiste tan afortunado como desubicado en relación a la primera mitad del episodio, lo cierto es que este final de cierre de envoltorio se antoja una decisión cobarde y desacertada.
¿Qué es Juego de tronos?
Quizás esta lucha y convivencia de aciertos y errores que tan hiperbólicamente expuestos se encuentran en su capítulo final sean el más fiel reflejo de la última temporada y, en gran medida, también de toda la ya mítica serie de la HBO (otra más). Podríamos decir que el final de Juego de tronos, su última temporada e incluso toda ella, ha sido ejemplo de lucha de la densidad contra la simpleza, de los autores contra la masa comercial, de un mundo propio contra un espectáculo global de masas, del desarrollo enfrentado a la sed de desenlaces, de la historia de los creadores contra los deseos de los fans, del ardor del fuego contra la conservación del hielo. Podemos decir que, en honor al título de la saga literaria de George R.R Martin (quien, no lo olvidemos, declaró que las claves del final de la serie son las suyas), hemos asistido a una auténtica canción de hielo y fuego.
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