JESSICA HAUSNER. RETROSPECTIVA
El cine “abierto” de Jessica Hausner
El cine de Jessica Hausner (Viena, 1972) ha ido evolucionando. A primera vista, parece más fácil encontrar un hilo en sus intereses que en su manera de convertirlos en cine. En todas sus películas aparecen mujeres sumergidas en un escenario de represión sexual. Los condicionantes de su ahogo del deseo son tan distintos como sus efectos. Como también es cambiante la mirada que usa Hausner para adentrarnos en la asfixia de sus protagonistas.
Aferrémonos de momento a ese punto de partida para ir acercándonos a la obra y al estilo de la directora. En las heroínas de Hausner encontramos siempre una correspondencia entre su cuerpo y el entorno. Sus gestos comedidos y sus caras hieráticas están enmarcados por encuadres asépticos y ambientes claustrofóbicos. Esta impresión nos invade en el drama irónico de época Amour fou (2014), en el que Hausner mantiene un hermetismo formal que produce la sensación de estar frente a una concatenación de pinturas de la alta sociedad prusiana del s. XIX. La frialdad de los modales puritanos de la alta sociedad está esparcida en la disposición de los espacios y en los movimientos de unos cuerpos empeñados en constatar en todo momento que lo que está sucediendo no tiene nada que ver con el sexo. En ese ambiente sobran los acentos formales: la angustia de la protagonista y su atracción por el suicidio romántico resulta casi natural.
Y, en esencia, no se aleja de lo que Hausner ya hacía en Lovely Rita (2001), su ópera prima, sólo que entonces la protagonista adolescente estaba en un decorado mucho más gris: un colegio católico y el oscuro piso de sus padres amargados. ¿Qué le queda a un cuerpo atrapado? Los ojos, claro. De hecho, en Lovely Rita, Hausner usa una y otra vez un zoom rápido, que luego abandonará en sus películas posteriores, para pasar súbitamente de un plano medio a un primer plano que insiste en la mirada de la protagonista, la grieta por donde se adivina su deseo y sus reproches.
Donde vemos más contundentemente el lazo fatal entre el cuerpo y el entorno es en Lourdes (2009). Aquí la heroína, completamente inmovilizada, no por constricciones de tipo social sino por una esclerosis múltiple en un estadio avanzado, está de peregrinaje en Lourdes. Otra vez Hausner nos sumerge en un paraje sórdido: el complejo turístico que rodea el Santuario. Vemos el pabellón descomunal con columnas de hierro y hormigón donde se celebran las misas multitudinarias, las salas de espera que casi huelen a lejía, los equipos de voluntarios vestidos con uniforme de misión humanitaria, las vírgenes de plástico, los comedores públicos con plantas artificiales…Pero esta atmosfera frívola no ahoga el milagro que cura a la protagonista. La mejora repentina de su movilidad despierta la fascinación de la comunidad religiosa de un templo consagrado a la acción extraordinaria de Dios, pero nada habituada a que ocurra: la mujer-milagro se convierte en una prueba viviente de la piedad divina ante un corazón puro. Una fascinación que choca con el primer propósito de la mujer por fin autónoma: echarse un ligue de vacaciones. Aquí Hausner es más rotunda que nunca. Cuando al final del filme vemos a la protagonista, golpeada por las miradas recriminatorias de los devotos, sentarse de nuevo en su silla de ruedas tras haber intentado bailar con un voluntario con aires de militar de opereta, no importa tanto si se ha producido o no el prodigio, sino el hecho de que no va a servir de nada.
La ambigüedad que usa Hausner para referirse al milagro, pues la trama permite al espectador o la espectadora que decida si el suceso es inexplicable o no, es quizá el elemento más característico en la filmografía de la directora. En las películas de Hausner, tanto el nudo que desencadena la acción como su resolución suele tener una doble lectura: o bien estamos verdaderamente en el terreno de lo fantástico, con sus monstruos y demás, o bien se trata de fabulaciones “fantasmáticas” de las protagonistas. Esta doble posibilidad se mantiene en una constante apertura por la indecisión expresa de la directora. Para entendernos, Hausner no toma la opción de saltar sin titubeos del marco narrativo a las fantasías de sus personajes, como hace David Lynch, por ejemplo, en Lost Highway (1997). Hausner se limita a insinuar la posibilidad de estar en ese terreno, sin aclararlo nunca, sin dejar de insinuar una alternativa, digamos, racional.
Por ejemplo, en Hotel (2004), su segundo largometraje, tenemos algunos de los ingredientes habituales de su cine; una mujer llega a un hotel en los Alpes donde es contratada como recepcionista-vigilante para sustituir a una chica que ha desaparecido. La ausencia de su predecesora sugiere la existencia de una bruja que habitaría los bosques, uno de los atractivos turísticos del lugar. Otra vez, Hausner insiste en planos más inquietantes que reveladores. Especialmente de los pasillos enmoquetados y vacíos del hotel y de la oscuridad misteriosa del bosque que lo rodea. A este clima inducido se le suma el comportamiento desagradable de sus compañeros de trabajo. El mal ambiente llega a su clímax cuando éstos la culpan por haber llevado a un chico a su habitación. En Hotel, pues, tenemos todos los elementos para poder hablar tanto de realismo mágico alpino como de crisis psicológica.
La apuesta de Hausner por la ambigüedad aún es más patente en su última película, Little Joe (2019). En Little Joe hay una fractura completa entre la forma y el fondo. La trama, aparentemente sosegada, se vuelve turbadora por la manera en que Hausner muestra los sucesos. En un invernadero experimental se ha descubierto una flor cuyo polen desprende una sustancia que hace feliz a quien la huele. Hasta ahí bien. La ingeniera que lleva el experimento floral -que por cierto lleva el pelo naranja y unas prendas de ropa la mar de chillonas, un juego de colores que deja ver el continuo diálogo que la directora entabla entre sus personajes y sus entornos, en este caso las flores de laboratorio- se encuentra en un momento de transición personal. Esta es la película más explícitamente psicológica de Hausner y, claro, aquí la represión sexual no viene de las tenazas del ambiente represivo y grosero, sino que es autoinducida por el superego de la protagonista, que se encuentra atrapada en un bloqueo emocional frente a las expectativas de su flor-creación. Esta vez, la veta extraordinaria, no aflora con los cambios súbitos en el comportamiento de los personajes que rodean a la protagonista, pues todos podrían tener una explicación más sensata que pensar que sus mentes están controladas por flores mutantes. Lo fantástico se filtra a través de la manera en que Hausner filma las plantas como si fuesen monstruos, mientras florecen iluminadas por una sofocante luz roja artificial, o la manera en que añade a las secuencias una música que te mantiene alarmado en todo momento.
En Little Joe, la proeza de Hausner no está en hacer una película del estilo “escoja usted su propia historia”, sino en la sutileza con que lo hace. Es la naturalidad con la que ves la película que puede estar reproduciendo dos tramas simultáneamente lo que hace interesante su cine y no su dimensión virtual interactiva. De hecho, destacar esta última no deja de ser un añadido algo innecesario, una redundancia en el cine de ficción: cualquiera puede imaginarse cómo sería la película que ha visto si ocurriese un milagro o pasase algo espantoso, pero, cuando entra en la sala, quiere ver cómo la autora o el autor toma una decisión narrativa. La posibilidad de escoger lo que ocurre solamente despierta una angustia gratuita en quien contempla el filme y que, en cualquier caso, ya sabe que se encuentra frente a una ficción que puede rechazar mentalmente, aunque no escoja nada. Ésa debía haber sido la sensación experimentada por la seguidora de Hausner que, en la entrevista que le hicieron en la retrospectiva que le preparó el Lincoln Center de Nueva York, le preguntaba “pero al final, en Lourdes, ¿hay o no hay milagro?”.
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