ENTREVISTA CON JAVIER REBOLLO
Entre Cervantes y la vanguardia
Esta entrevista tuvo lugar hace un año en estas fechas, cuando la Revista Mutaciones era poco más que un proyecto. Aunque con retraso, la publicamos ahora con la seguridad de que el cine de Javier Rebollo es más moderno cada año que pasa.
A sugerencia suya nos reunimos en el bar Parrondo, frente al Cine Doré. No nos conocemos, pero Javier resulta accesible y cercano como si bastara el vínculo de la cinefilia compartida para generar la confianza. Como revelan sus películas, Rebollo es un entusiasta del arte de conversar, y también de las entrevistas mantenidas con calma y sin las servidumbres de promoción de una última película. Antes de entrar en su cine y en la evolución de su carrera como director, surge un momento de recursividad: hablamos de nuestras entrevistas favoritas. La larga conversación -que no entrevista, incide- de Larry McCaffery con David Foster Wallace, a quien ambos nos sentimos afines; o el intercambio entre Hitchcock y Truffaut donde el maestro del suspense supo redefinir magistralmente su imagen como director. «La entrevista literaria como un dar y darse se ha perdido, porque queremos parecer más inteligentes…». Y empezamos a hablar de su cine…
…o a hacer cine.
Se puede decir que el tuyo es un cine de encuentros: con unos objetos, con una persona o con un lugar. ¿Qué te interesa de esa idea del encuentro?
El azar. El encuentro es la chispa que, como en un motor de combustión, hace que suceda algo: un polaco se encuentra con un ama de casa que se ha fugado y él está en busca y captura (La mujer sin piano), el encuentro en el metro entre Lola Dueñas y Joan Dalmau en Camas separadas… Creo que el azar es muy importante en la vida, que está hecha de azares y predestinaciones, como decía Bresson.
En tus primeros cortos (El equipaje abierto [1999] y En camas separadas [2003]) el encuentro está muy mediado por los objetos, a menudo fotografías.
Todo eso tiene que ver con el arte contemporáneo, que para mí es muy importante. Desde el principio traté de llevarlo a los cortos, que parecen falsamente atrapados en una narración que quiero destruir todo el tiempo. Me interesan más el cuerpo y los objetos que la trama. Por eso los objetos tienen algo de clínicos, de expuestos en una vitrina, de archivo.
Esa atención a los objetos parte de una concepción muy analógica que se ha perdido. Si filmaras El equipaje abierto hoy, en lugar de una maleta debería haber un pendrive. ¿Cómo crees que lo digital ha cambiado no sólo el cine si no el mundo de objetos, fotografías y huellas que había en tus primeras películas?
El lienzo no hace al pintor. Cada herramienta la utilizas de manera diferente. Un pendrive puede contener una película y una pantalla un mundo. Lo que pasa es que mis primeros cortos son más atemporales y están desconectados de la actualidad. Eran más eternos. En mi inocencia quería hacer cosas desprovistas de ambiente y, como el mundo moderno me parecía feo, no quería que estuviese. Luego me he dado cuenta de todo lo contrario. Si una obra quiere pertenecer a su tiempo tiene que tener algo que apunte a la eternidad o que la ligue a toda la Historia -proyectar al futuro desde el pasado- y algo que la ligue a la actualidad. Por eso, a partir de La mujer sin piano (2009), la historia está incrustada en la más fea y rutinaria actualidad.
A partir de La mujer sin piano también desplazas la atención del registro de los objetos al encuentro con un lugar, como las calles de Madrid, donde hay algo casi surrealista.
Me encanta la palabra surreal. De nuevo está ligada al azar. Los lugares son tan importantes para la vanguardia como los objetos. Les doy la misma importancia. Siempre localizo antes de escribir. Antes de hacer La mujer sin piano, sin siquiera empezar a escribir, conocí la estación de autobuses y me instalé allí con la gente, con los desheredados. Los lugares son siempre los motores de la escritura, son lugares de paso.
Parecen no-lugares -una estación de autobús, una cama de hotel, la playa que no es una playa de El muerto y ser feliz (2013)-, pero también tienen una idiosincrasia muy particular, no podrían encontrarse en cualquier parte.
Es una paradoja muy bonita. En parte tiene que ver con la memoria vivida y la memoria soñada: ir a una playa de tu niñez para tratar de recuperar una nostalgia perdida, pero también realizar un viaje literario. El Turismo y la Globalización han matado el planeta y ya no es posible viajar si no es con una excusa. Pero sí existe el ir a trabajar a un sitio, el ir a filmarlo, a recorrer todos los bares del barrio nueve de Buenos Aires… Si haces el viaje de esa manera empiezan a pasar cosas. Allí está la memoria soñada: de repente decir “quiero conocer bien Argentina, que la he leído sólo a través de escritores a los que admiro”, y hacer esa película como pretexto, como motor de explosión para conocer esa ciudad.
La idea del viaje está en casi todas tus películas. Es una idea muy narrativa. Suele oponerse la narración a la vanguardia, pero en tu cine conviven ambas cosas. ¿Cómo se relacionan?
A mí el cine que me interesa es el que tiene un pie dentro y otro fuera. Me encanta la narración, la épica, la aventura… y me encanta la introspección en el arte contemporáneo, el registro; y yo confundo ambos. Por eso me gusta tanto el colectivo “Los hijos” (entre otras: El sol en el sol del membrillo [2008], Los materiales [2009], Circo [2010], Árboles [2013]). Sus películas tienen todo eso. Son tradicionales y también posmodernas.
No puedo responderte sin desarticularme, pero sí te digo que el desplazamiento es muy importante para el cine y para la vida. Al principio yo hacía muchos desplazamientos físicos pero cada vez creo más en los desplazamientos sin salir del cuarto. Cuando está encerrado, el personaje de Tiempo de Silencio (Luis Martín Santos, 1962) dice: “estoy preso, no puedo salir, pero todavía puedo pintar en la pared: soy libre”. En El muerto y ser feliz el personaje hace 6000 km pero para mí nunca salió del cuarto: cuando la enfermera le tapa los ojos en el banco ya es un cadáver, nunca se fue. Ahora que todos los caminos están marcados y es tan difícil perderse, según la idea tan bonita de Walter Benjamin pasear se convierte en algo revolucionario. Por eso en esta sociedad tan formalizada ahora reivindico el perderse, el exceso frente a tanto orden.
Es significativo que la dialéctica entre el registro del azar y la lógica narrativa te haya llevado de lo más concreto y estático de tus inicios a la narración mítica de El muerto y ser feliz y de allí a tus proyectos metaficcionales actuales como Yo tengo perspectiva (de la vida) (2014) o Pequeña historia (apócrifa)… (2016) ¿A dónde ir después? ¿Llegados a la metanarración, cómo escapar de ella?
Quedándose en la metanarración. Creo que David Foster Wallace tiene la respuesta en La broma infinita (1996), y propongo hacerle un pliegue con Cervantes. El Quijote es una puta metanarración, y no deja de ser una novela popular y una novela culta que contiene otras novelas. La novela tradicional me aburre, lo siento por Jane Austen, pero la que empieza a desconfiar de sí misma me apasiona y eso ya estaba en Cervantes. Pero con cuidado, porque no creo en el cinismo y el artefacto. Tarantino me interesa mucho pero no me gusta, me parece un cínico que está por encima de sus personajes.
¿Es posible no caer en el cinismo o el artefacto en una metanarración?
Hay trucos. Foster Wallace no corregía. Trabajaba durante horas y confiaba en su editor, que es un coautor. También se lo hacían a Carver, le cortaban sus cuentos y por eso son tan misteriosos. Y nadie lo diría, pero lo que hace Vila-Matas es posmodernismo totalmente.
Ahora trabajo en unos cortos muy personales que se ven muy poquito. Trabajo distinto en video que en 35mm Aunque la actitud es la misma, el estilo cambia. Yo tengo perspectiva (de la vida) no la hice yo, la hicimos 70 personas. Consejo a los cabreros (2015) fue un dispositivo muy bonito con el que trabajo ahora. Mi forma de conocer el mundo es el ojo -aunque también desconfío de la visión- así que acumulo muchas imágenes y doy una selección a un montador que admiro para que les dé forma. Yo no participio en nada porque son imágenes demasiado cercanas a mí. Eso es muy saludable.
Son también películas menos narrativas…
Consejo a los cabreros y Yo tengo perspectiva (de la vida) son muy parecidos a El muerto y ser feliz. Creo que ha habido un desencadenamiento de la cámara por culpa de Jonás Trueba, que me regaló una cámara mini-HD, que es como un móvil pero peor, y yo recorrí toda Argentina con esa camarita. Entonces me enamoré de esos movimientos tentaculares que me acompañaban y la cámara se ha desencadenado. Supone montar de manera distinta, construir el punto de vista de otra manera… yo ahora estoy muy suelto porque al principio, como no sabía nada, empecé con la cámara fija. Luego me di cuenta de que sí sabía filmar y ahora empiezo a descocarme.
¿Y Pequeña historia (apócrifa)…?
Pequeña historia (apócrifa)… la hice con una cámara de fotos con una óptica vieja. Es lo que me interesa trabajar: la huella en la propia elaboración.
Pero ya no es huella en el sentido baziniano.
No, no en el sentido de la momia; pero sí como huella velazqueña. Se escucha la voz del director, se ve el trazado. Como en Jackson Pollock; la primera vez que se usó la palabra happening fue con su manera de pintar. Eso es lo que me interesa trabajar ahora.
Eso nos devuelve al arte contemporáneo y la vanguardia. ¿No se pierde esa idea de estar con un pie dentro y otro fuera, entre lo popular y lo minoritario?
Claro, pero es que el cine ha madurado. Es una opinión del pensador marxista Arnorld Hauser: todo arte, cuando es joven, es un arte popular pero cuando va madurando o se pervierte o se especializa. Yo considero que el cine ha madurado tanto que se ha desconectado del público. A pesar de todo conectar con el público era la esquizofrenia de Foster Wallace. El problema es que es una cuestión de poder en la que por desgracia no tienes ningún poder, depende de ti, como autor, del Estado y de la educación y los cines… y ahora estamos en una sociedad líquida en la que todo esto no importa.
¿Y la subversión?
Es muy complicado ser caballo de Troya y subvertir desde dentro. Vila-Matas es genial, pero es un caso único. Yo quiero gustar al público y que vean mis películas. Si te fijas siempre he buscado actores que conectaran con el público: Lola Dueñas, Carmen Machi, José Sacristán…, no creo en el tipo encerrado en su torre de marfil. Por eso me gusta Foster Wallace, por eso me gustan Cervantes y Milan Kundera, aunque luego les malinterpreten a todos. Pero es una cuestión de poder.
Tampoco quita que, por mi familia y tradición, adore el arte contemporáneo. Hay mucho en él que puedo tomar para mis películas. Y también hago cine cuando doy lo mal llamado “clase” y que debería ser llamado “sesiones”. Yo también hago cine cuando hablo de cine o cuando escribo. He escrito un libro que para mí es una película, de hecho, se titula ¡Beba la Vanguardia! Una película dirigida por Javier Rebollo [se presentó el año pasado en Filmadrid 2017]. Porque yo siento que no sólo haces cine cuando haces cine, sino que escribir de cine, pensar de cine o hablar aquí contigo es una manera también de hacer cine.
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