JACKIE BROWN Y KILL BILL
Jackie Brown y Kill Bill: El alfa y el omega de la cinematografía tarantiniana
Dentro de la filmografía tarantiniana existen dos títulos fundamentales para entender tanto los orígenes del cine del autor como la evolución del mismo, con las luces y las sombras que eso ha conllevado. Dichos títulos son Jackie Brown y Kill Bill. Dos obras diametralmente opuestas en sus intenciones y en las formas, pero que conformaron el camino a la madurez del cineasta. La primera de ellas llegó el 25 de diciembre de 1997 y la segunda casi seis años después, dividida en dos entregas debido a su duración de más de cuatro horas y estrenados ambos volúmenes, con una diferencia de unos seis meses: la primera en octubre de 2003 y la segunda en abril de 2004. ¿Qué ocurrió para que el cineasta tardara más de un lustro en volver a las pantallas de cine? ¿Y por qué esa diferencia tan abismal entre ambas propuestas, sobre todo cuando Kill Bill era una vuelta, al menos en un primer vistazo, a las temáticas y al estilo de los inicios del cineasta tras una obra madura y crepuscular?
Jackie Brown partía de varios elementos lo suficientemente atractivos como para que Quentin Tarantino decidiera que fuera su tercer largometraje. Una novela de Elmore Leonard -uno de los grandes escritores noir de la literatura estadounidense- publicada en 1992 y titulada Rum Punch (Cóctel explosivo), la transformación de la protagonista de la novela original, caucásica en sus orígenes, para traer de vuelta no solo a uno de sus mitos eróticos de juventud, Pam Grier, sino también a otro de esos actores olvidados por el Hollywood de los 90, Robert Foster. Además de la arriesgada apuesta de darles el protagonismo a dos actores cuasi desconocidos para las audiencias de los multiplex de los 90 y ofrecer dos perfiles cercanos a los 50 años, Tarantino decidió dejar de lado sus estructuras capitulares y sus fragmentaciones temporales narrativas, para ofrecer un relato lineal. Un ejercicio de perfecta simbiosis, donde el gusto de Tarantino por las largas diatribas se apoyaba en unos personajes puramente leonardianos -un conjunto de hampones de medio pelo, tan peligrosos como entrañables- a los que Tarantino imbuía de una mirada crepuscular y madura, tan complementaria a sus iconos creados tanto en Reservoir Dogs (1992) como en Pulp Fiction (1994), pero situados en el otro lado del espejo.
Pero eso no significa que no se encuentren elementos reconocibles del tarantino style en este Jackie Brown. La diferencia estriba en que, si en sus dos trabajos precursores, sobre todo en Pulp Fiction, existía esa necesidad imperiosa de epatar y provocar a partir de la estilización de lo visual y la violencia, además de la fractura de la unidad narrativa de ecos godardianos bajo capas de memorabilia pop para entregar un artefacto posmoderno lo más cool posible, en Jackie Brown se apropia del tono y las intenciones del clasicismo hawksiano con aroma blaxploitation para demostrar que más allá de los fuegos artificiales, hay un cineasta que sabe narrar cronológicamente un relato, sin necesidad de sustentarse en artificios, a partir de un guión acerado y sublime, un reparto milimétricamente dirigido en el que destacan, aparte de Pam Grier y Robert Foster, un irreconocible Robert de Niro, completamente alejado de sus personajes y sus modos más reconocibles -demostrando de nuevo la habilidad de Tarantino para el casting y la elección de intérpretes, aportándoles nuevas capas interpretativas- y un Samuel L. Jackson tan letal como decadente.
Jackie Brown es un neo-noir con todos sus ingredientes reconocibles. Pero transformados bajo el prisma personalísimo de Quentin Tarantino. El cineasta traslada a plena luz del día un tipo de relato que se desenvuelve mejor en las sombras y los claroscuros, evitando a su vez los lugares y localizaciones comunes aceptadas universalmente sobre la ciudad de Los Ángeles, centrando el relato en la periferia. Todo para entregar un relato que se mueve entre el clásico heist y la humanización del arquetipo de la femme fatale, personificado en la figura de Jackie Brown, que junto al soundtrack de la cinta refuerza el tono y el estilo del blaxploitation de los 70 buscado por el realizador, seguidor de clásicos del subgénero como Cleopatra Jones (Jack Starret, 1974) o Foxy Brown (Jack Hill, 1974), interpretada esta última por Pam Grier. A lo que se le suma la decisión de Tarantino de dejar de lado el formato scope -algo que no volverá a ocurrir en el transcurso de su carrera- y decidir rodar el filme en un más modesto y menos espectacular formato 1:85:1, perfecto ejemplo de las intenciones más honestas de este, su trabajo más adulto.
Eso no significa que Tarantino abandone sus elementos, temáticas y símbolos recurrentes. Tenemos de nuevo la verborrea infinita, pero justificada para hacer avanzar el relato; encontramos el juego con la temporalidad, ejecutado con brillantez en los tres puntos de vista de la secuencia en el centro comercial y que da sentido a las dos horas y media de proyección, pero de nuevo con una intencionalidad narrativa más que estética; y por supuesto tenemos la iconografía recurrente del autor, capaz de entregar planos, secuencias y momentos instantáneamente icónicos -el plano en infinito travelling lateral que nos presenta al personaje de Jackie Brown en los créditos iniciales con los que arranca el filme; la vestimenta a base de Kangool de Ordel, el personaje interpretado por Samuel L. Jackson; o la recurrente filia hacia los pies como fetiche erótico y metáfora del acto sexual fuera de campo, en la secuencia de presentación del personaje de Bridget Fonda. Pero todo ello no entorpece el relato, no es caprichoso, sino que está integrado en un todo donde, al contrario que en la mayoría de la obra del cineasta, el conjunto es más importante que las partes.
Pero Jackie Brown no fue recibida como se merecía en su estreno en 1997. Ni siquiera el propio autor quedó contento con el resultado del largometraje. Quizá para crítica y público porque había una mezcla de hastío -la figura de Tarantino fue explotada hasta el infinito entre 1994 y 1997- y la audiencia esperaba una vuelta a los lugares comunes que hicieron de Pulp Fiction un icono y símbolo instantáneo del cine y la juventud cinéfila de los 90. Pero esta última era la obra de un joven autor que quería deslumbrar a toda costa. Jackie Brown es la obra de un autor maduro que no necesita demostrar nada, más allá del reto de saber contar una historia de la manera más sobria y directa posible. Y Jackie Brown lo consigue.
¿Qué habría ocurrido si Quentin Tarantino y Jackie Brown hubieran recibido en el momento de su estreno el aplauso y la taquilla unánime de su trabajo precedente? Seguramente estaríamos ante otro Tarantino y otra filmografía muy diferente y mucho más rica en matices. Pero lo que si sabemos es que, tras el fracaso relativo de su tercer largometraje, el director abandonó la sobreexposición mediática y los sets de rodaje durante seis años. El resultado fue un regreso por todo lo alto, a través de un artefacto que superficialmente hipermagnificaba el estilo y las formas que lo llevaron a ser la imagen de los 90: Kill Bill.
Kill Bill es la obra total de Quentin Tarantino, donde la capacidad lúdica del cine, basada en la cinética de sus formas, se hace presente de una manera absolutamente prodigiosa. El cineasta aúna todos los elementos provenientes de su amplia cinefilia previa -desde el spaguetti western hasta el cine de artes marciales, pasando por el anime– para entregar una experiencia plástica, donde una clásica historia, perpendicular al género rape&revenge, se convierte en un homenaje a la experiencia total de la historia cinéfila del cineasta y que quiere compartir con su audiencia. Y si Jackie Brown es una oda al fetiche femenino de su adolescencia, bajo las formas de Pam Grier, Kill Bill es su carta de amor y homenaje a la musa de su edad adulta, Uma Thurman. Si en Jackie Brown Tarantino era capaz de presentarnos al centro neurálgico de su relato para luego dejarlo fuera de campo a lo largo de los primeros cuarenta minutos de proyección, aquí la omnipresencia de La Novia/Beatrix Kiddo es total desde los primeros cinco minutos de un relato donde el rostro vapuleado de la actriz llena el largo e incómodo primer plano estático. A partir de ahí, Tarantino hiperestiliza un relato fragmentado de nuevo temporalmente en base a capítulos complementarios pero cuasi autónomos por si mismos, para dar forma a un puzle realzado formalmente por la dirección de fotografía de Robert Richardson. Casualmente, colaborador de Oliver Stone desde JFK: Caso Abierto (1991) y artífice también del trabajo fotográfico de Asesinos natos (1994), la obra basada parcialmente en un guion de Quentin Tarantino y que este denigró públicamente en el momento de su estreno, que casualmente coincidió por escasos meses con la llegada de Pulp Fiction. Algo debió de gustarle de dicho largometraje, más allá de las heridas sin cicatrizar por su ego herido, para convertirle a partir de Kill Bill en la mirada de sus relatos hasta el día de hoy, exceptuando Death Proof (2007), donde la fotografía corrió de la mano del propio Tarantino.
El trabajo de iluminación de Richardson le aporta una impronta visual a la dupla killbillesca de la que carecían formalmente sus trabajos precedentes, lo que exacerba dos aspectos fundamentales para entender el disfrute visceral que significa Kill Bill: la hiperestilización de una nueva iconografía tarantiniana -que en su interior acumula elementos tan reconocibles para el público iniciado, como el uniforme de Bruce Lee en Juego con la muerte (Robert Clouse, 1973); la importancia trascendental en la narrativa de Sonny Chiba (icono del cine japonés); la reintroducción y reinterpretación de la máscara de Kato, el sirviente de El avispón verde; la aparición de nuevos iconos del cine japonés como la Gogo Shubari proveniente de Battle Royale (Kinji Fukasaku, 2000); o la estética y el punto de partida argumental salido de Lady Snowblood, ya sea el manga de Kazuo Koike o su adaptación cinematográfica dirigida por Toshiya Fujita en 1973. Pero Tarantino no reimagina o adapta toda esta multiplicidad de referentes de manera evidente y directa, sino que la fusiona, la integra, la satiriza y la homenajea con la misma intensidad que Uma Thurman dilapida y descuartiza enemigos a lo largo y ancho del metraje.
Una intensidad y una fuerza que supone el principio y el fin de la propuesta. Un ejercicio formalista que, bajo su apariencia de descontrol creativo, demuestra de nuevo las habilidades adquiridas por el director en su trayectoria. Pero aquí no quiere, al contrario que en Jackie Brown, ser sutil y humilde, sino que quiere devolver de nuevo a su trabajo de ese aura mítica e icónica. Quiere volver a ser de nuevo el enfant terrible del cine de Hollywood, e incluso demostrar a Oliver Stone, casi una década después, que él está mucho más capacitado que el director de su guion original para entregar un festival de ultraviolencia que en ningún momento olvida su espíritu lúdico y la capacidad de diversión sin discursos monolíticos. Pero aunque Tarantino no quiera, esa capa de melancolía y elemento crepuscular va introduciéndose levemente en la epidermis del celuloide. Un elemento que se hace totalmente evidente en el segundo volumen, lugar de las palabras, tras su orgiástico, cinético y frenético primer volumen. En ella, Tarantino deja a un lado -exceptuando en el segmento del entrenamiento de Pai Mei o el enfrentamiento con una recuperada y perversa Daryl Hanna- la influencia oriental, para acercarse y honrar el cine no solo de Sergio Leone, sino también de Sergio Corbucci o Ducio Tessari, representado en uno de los mejores momentos de las dos obras: la conversación entre David Carradine y Michael Madsen. Es en esa secuencia donde la cinta se da la vuelta como un calcetín y el Tarantino adolescente se encuentra con el Tarantino adulto, donde el universo de Pulp Fiction se encuentra con el de Jackie Brown.
Elemento que se refuerza en el clímax del filme y lugar de desencuentro entre los admiradores del cine del director de Knoxville. El esperado y dilatado encuentro entre Beatrix Kiddo y Bill no se resuelve de la manera esperada o preconizada por el conjunto del metraje. Todo lo contrario. Podríamos considerarlo un anticlímax. Porque el enfrentamiento es puramente dialéctico y recubierto de una nostalgia trágica, dejando de lado las adrenalínicas set pieces de acción que han hecho viajar al espectador por todos y cada uno de los subgéneros de la serie b. Ahora, en el momento de la venganza final, director, cinta y personajes deciden ir en contra de las expectativas del espectador. Y los dos arquetipos máximos del filme, la heroína y el villano sin rostro, se muestran humanos, falibles y sensibles. Un ejercicio cercano al de la presentación de los personajes de Jules Winnfield y Vincent Vega en Pulp Fiction, pero realizado de manera inversa. Si estos últimos son presentados en la ficción a partir de un diálogo trivial acerca de la marihuana, las diferencias de nomenclatura sobre las hamburguesas y el alcohol entre Estados Unidos y Europa, o la importancia sexual de un masaje de pies, para luego enseñar al espectador que aquellos tipos afables y con los que irías a tomarte unas cervezas son dos asesinos a sueldo despiadados, en Kill Bill el proceso ocurre de manera contraria. Primero hemos conocido a los arquetipos, a los iconos, a los símbolos mil y una vez representados en la cultura popular, ya sea cine, novelas pulp de diez céntimos, seriales televisivos o comic books. Ahora Tarantino nos muestra quién se esconde bajo esas capas de estilización. Y la puesta en escena se relaja, las luces contrastadas de las más de tres horas precedentes se suavizan, convirtiéndose la puesta en escena en una suerte de comedia romántica o cine familiar de tonos pastel que esconden un caramelo envenenado acerca de la muerte del amor tóxico.
Es por ello que Kill Bill sirve para dos funciones: la primera, devolver la categoría perdida de pope de la cinefilia posmoderna a un Tarantino herido de muerte por la incomprensión de su trabajo precedente, entregándoles una nueva remesa de poderosa iconografía para saciar su sed mitómana. Y en segundo lugar, y mucho más importante, hacer coincidir y coexistir las dos mitades de un autor en eterno conflicto: la mirada arrogante y espectacularizada del adolescente y la introspección crepuscular de un individuo adulto. Estos dos trabajos, en especial el segundo de ellos, ofrecieron el conjunto total de aquello que Tarantino podía ofrecer al cine contemporáneo. El gran problema de todo esto, es que poco más le quedaba por ofrecer, más allá de seguir removiendo la coctelera multirreferencial.
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