IBAFF 2018 – SECCIÓN OFICIAL DE LARGOMETRAJES
Explorando el vacío
Tras dos años sin responsable de programación visible y una selección oficial irregular cuya mezcla de títulos exhibía cierta dispersión de la personalidad adquirida en las pasadas ediciones, el Festival internacional de cine de Murcia IBAFF (Internacional Ben Arabi Film Festival) afrontaba su novena edición con la intención de recuperar el pulso de cara a su décimo aniversario. Con Enric Albero (miembro del consejo de redacción de Caimán cuadernos de cine) por primera vez al frente de la selección; 19 cortometrajes, 12 largos e incluso una serie competían, pero sobre todo convivían, en la gran sala de la Filmoteca Regional Paco Rabal.
Nota: puedes leer nuestra crónica de la Sección Oficial de cortometraje aquí.
Sección oficial de largometrajes
En una selección tan diversa como compacta, si hubo un rasgo común este pudo extraerse de la mayoría de presentaciones previas de Enric Albero: “Un thriller sin personajes”, “un relato familiar sobre la ausencia”, “una búsqueda”, “un vacío”, “una película en la que podría parecer que no pasa nada pero”… Precisamente es ese “pero”, que solía acompañar a la frase inicial de la presentación, lo que marca tanto la intención como la personalidad de la selección. Una serie de películas que intentan avanzar, ya sea adhiriéndose a un género o borrándose de cualquier adscripción, mediante la sustracción de lo que no sabíamos que sobraba. Mejor aún, de lo que solo es importante cuando no está. Avanzar yendo en dirección contraria o cómo diría Ricky Martin, “un pasito pa’lante, un pasito pa’atrás”.
Es precisamente con la galardonada como Mejor Película de este IBAFF 2018, la georgiana Let The Summer Never Come Again (Alexandre Koberidze), con la que la frase del puertorriqueño pasa de ser un chiste de crónica barata a una descripción precisa. Rodada con la cámara de un teléfono móvil (no un smartphone), el primer largometraje (202 minutos nada menos) de Koberidze aborda el retrato de la ciudad de Tiblisi a partir de los encuentros entre un campesino emigrado a la ciudad y un militar. Eso parece, al menos dentro de ese festival del pixelado digital que el jurado oficial acertó a definir como imagen de “alta indefinición”.
Así, de pronto, lo que podría haber sido una película “fea” en la que no pasa mucho y, lo que pasa, apenas se ve o se oye, se transforma en un viaje de direcciones continuamente sorprendentes en torno a la imposibilidad de capturar la realidad y, con ella, la imagen precisa; un relato sobre la desaparición de lo real en el que la distorsión del pixel se disuelve hasta lo abstracto. Un reto mayúsculo para el espectador activo que, como planteó en 1929 El hombre de la cámara (Dziga Vertov), utiliza la totalidad del dispositivo fílmico para interrogarnos tanto desde dentro como desde fuera del mismo, exhibiéndonos sus límites sin pudor alguno, sobre las infinitas formas que tiene el cine de afrontar su encuentro con la realidad. El aliento fílmico de lo que antes que Vertov realizó Walter Ruttmann en Berlín, sinfonía de una ciudad (1927) también aparece de forma más convencional en la argentina Una ciudad de provincia, de Rodrigo Moreno. Las tiendas de barrio, la competición deportiva entre pueblos o las fiestas en discotecas de verano son los espacios por donde se mueve la cámara del realizador de Buenos Aires en una obra cuyo principal interés está en reflejar el aire, la atmósfera tranquila y la brisa veraniega de un pequeño pueblo sin importancia. Pero, ¿qué es la importancia?
Con la ausencia de conflicto es con lo que juega Baronesa, multipremiada cinta brasileña dirigida por Juliana Antunes que persigue el retrato de convivencia de dos mujeres de una favela de Minas Gerais. Risas y fraternidad alrededor de conversaciones en torno a drogas, violaciones, armas y guerra conforman un relato donde el “costumbrismo” de la zona sirve para dotar de tensión al relato en contrapunto con el amenazante fuera de campo. Conflicto que propicia un giro extraordinario (da igual si real o ficcional) en donde la violencia directa hace su aparición. Sin duda, uno de los momentos cumbre del cine reciente, de helor absoluto, que precede a un cierre capaz de volver a la calma y al reposo a través de la mirada fija en el futuro, por siempre disoluto, de sus protagonistas. Nunca ver a un bebe durmiendo ha sido tan descorazonador.
Alrededor de la ausencia de un personaje se enarbolan tanto La nuit où j’nagé (Damien Manivel, Kohei Igarashi) como 3/4 (Ilian Metev). La primera, una de las tres maravillas de la selección junto con la ganadora y Baronesa, es el tercer largometraje del director francés tras Un joven poeta (2014) y Le Parc (2016) en pasar por el IBAFF. Con cada presencia de Manivel cuesta más entender cómo su nombre no es más conocido ya en los grandes festivales europeos. Sin diálogos, la película muestra el desplazamiento por la ciudad de un niño solitario cuya ausencia, especialmente la paterna, se hace patente a través de su despreocupado, inocente y juguetón trayecto por la nevada ciudad. Junto con Kohei Igarashi, Manivel desarrolló la historia a partir del encuentro con este niño y su familia, creando un relato natural, ligero y vitalista que combina realismo, comicidad y retrato social haciendo imposible que no nos acordemos de Jacques Tati y el Yasujiro Ozu de He nacido pero… (1932). Si en la primera es la soledad del niño la que enciende la narración, en la búlgara 3/4 es precisamente la continua compañía entre la hija mayor, una aprendiz de pianista, su hermano y el despistado padre de estos, en ausencia total de la madre, la que lo conforma desde su propio título. Una película sobre la presión de la crianza, del paso a la madurez, del aprendizaje y de las dudas y cuyo mejor aporte acaba siendo un sorprendente uso de la elipsis (de nuevo la ausencia como golpe de efecto) en los momentos cumbre del relato.
Cuando la obra se centra en retratar lugares o imágenes podríamos pensar que es fácil jugar con la ausencia de personajes pero, ¿y en un thriller? La desaparición, de forma radical, es lo que plantea Aka Jihadi de Eric Baudelaire. Obra francesa que aborda la investigación de un joven francés que se une al Daesh y su viaje a Siria a través de la llamada “Teoría del paisaje” empleada por el cineasta japonés Masao Adachi en Aka Serial Killer (1969). A través de los espacios (desde Francia hasta Siria) y los sumarios de los interrogatorios de la policía se construye esta road movie policial sin diálogos ni personajes. Una película creada a partir de lo que, normalmente, solo es fondo y fuera de campo, y que es capaz de demostrar la capacidad que tiene el espectador para llenar el espacio ayudado solo por algo de información de contexto. Un camino cinematográfico que parte de las herramientas opuestas pero se encuentra más cercano que nunca en naturaleza a la buena literatura.
La mención especial de jurado fue para la suiza Those Who Are Fine, debut en el largometraje de Cyril Schäublin que, de nuevo, nos muestra otras formas de encarar una trama criminal. Estudiante de la escuela de cine de Beijing y alumno en Berlín de James Benning y Lav Díaz, Schäublin encierra a sus personajes en el espacio abierto del tejido urbano de Zúrich. Una lejanía aséptica, fría y distante, que parece ir en contra de cualquier manual de narración de intriga pero que sirve a su director para crear una extraña mezcla de comedia y realismo documental (la realización es tan lejana e impersonal que parecen cámaras de vigilancia) a través de esta historia de estafas bancarias a ancianas no exenta de crítica hacia el país de los bancos (y el chocolate).
Del país helvético también provenían dos películas que sirvieron para contraponer sus poderosas interpretaciones protagonistas dentro de una selección donde, salvo estas dos excepciones, el apartado de “reparto” estaba correctamente ausente de las fichas técnicas del programa del festival. Sarah Plays a Werewolf, dirigida por Katharina Wyss y protagonizada por Loane Balthasar, es un ejercicio de escrutinio y comprensión a través de delicadas insinuaciones y confusos gritos de auxilio. Sarah es una adolescente de mirada encendida y acciones contradictorias cuya crisis parece expresarse solo en las clases de teatro. Perteneciente a una familia burguesa, su efervescente mirada amenaza con el suicidio si no encuentra desesperadamente otro camino de salida a los abusos sexuales de su “culto y encantador” padre.
Aún más barroca y adentrándose en el terreno del cine fantástico, la pubertad y el deseo de popularidad de una adolescente, encarnada por Luna Wendler, se canalizan en Blue My Mind, de Lisa Brühlmann, a través de una transformación literalmente carnal, que acaba conformando una mezcla punkie entre La forma del agua (Guillermo del toro, 2017) y La sirenita (John Musker y Ron Clements, 1989) que hubiera sido filmada por Sean Baker.
En Drif (Helena Whittmann, Alemania) la narración, una historia de dos mujeres que se separan, se diluye ante nuestros ojos sin prisa ni aparente necesidad de volver. El viaje en mar de una de ellas es aprovechado para, de nuevo, invocar al vacío de la narración clásica causa-efecto y centrar la imagen en unas vistas del mar que, al contrario de lo que cabría aventurar, resultan excitantes y tremendamente bellas, especialmente la nocturna, donde los reflejos de la iluminación crean una gran variedad de formas y sombras en movimiento. Finalmente, la película cierra con un plano secuencia que juega, mediante un zoom que se siente infinito, con la ilusión de vacío ante el océano que separa a los personajes.
En contra, aparece la presencia protagónica de dimensiones casi planetarias de Southern Belle (Nicolas Peduzzi). Seguimiento, con aires de reportaje televisivo (cámara en mano, imagen manifiestamente digital y diálogos hacia el objetivo), a la figura de una joven multimillonaria que navega contra su acomodada condición a través de todos los tópicos males de la América profunda y republicana de Texas (Drogas, armas, alcohol…). Taelor, que así se llama la susodicha, parece contener en sí toda la verdad que tapan productos tan cercanos y a la vez tan opuestos como Keeping Up with the Kardashians (2007-).
Para el final han quedado los dos documentales de corte más convencional, sin que esto sea necesariamente un punto en su contra. No lo es porque El señor Liberto y los pequeños placeres, el homenaje de su directora (Ana Serret Ituarte) hacia su padre enfermo de Alzheimer requería un respeto y tacto exquisito y una dosificación del melodrama milimétrica que, finalmente, tiene. El uso de la maravillosa colección de películas caseras de su propia infancia acaba por componer un ejercicio de desnudez e intimidad que hace sentirse al espectador partícipe y empático, pero nunca un intruso morboso. De la misma forma, la obra más emparentada con la programación de los dos años anteriores (Homeland: Iraq Year Zero -Abbas Fahdel- y The War Show -Andreas Dalsgaard y Obaidah Zytoon- ganaron las dos últimas ediciones respectivamente) fue sin duda 7 Pardeh. De nuevo, otra especie de road movie en la que su directora, la iraní afincada en Francia Sepideh Farsi, recorre Afganistán. Parece sencillo, pero apreciar todo el conflicto de la zona desde una perspectiva árabe y femenina, hablando con naturalidad y cercanía con el pueblo afgano de terrorismo o religión como quien habla de verdad entre amigos, entre iguales, es una ventana a la realidad más amplia y brillante que la nos puede mostrar cualquier programa de la televisión.
Curiosamente, el Premio del público lo ganó la serie incluida en la sección de largometrajes, Mira lo que has hecho T1 de Berto Romero (ya os hablamos de ella aquí). No cabe duda de que no se puede excluir a las series de los festivales de cine pero habría que plantearse por qué mezclar largometrajes y series cuando no se hace con los cortos, de los que nadie duda de su carácter cinematográfico ¿Series y largometrajes son lo mismo pero los cortos son otra cosa? Quizás hacer una sección única, como hacen festivales de corte similar al IBAFF como FILMADRID o Márgenes, sea un camino más coherente.
Sea como fuese, lo cierto es que la serie, cuya calidad no desmerece a la selección, es un punto discordante en una selección por lo demás compacta y de rotunda personalidad. Largometrajes con un conjunto de características comunes como son la capacidad para explorar el vacío en contra de la narraciones y los géneros clásicos, la visión femenina (y/o de la feminidad) o el reflejo de los problemas geopolíticos a nivel global. Rasgos que se hacen aún más valiosos por las diferencias que hacen única cada propuesta. ¿Y es que, no es precisamente esa rabiosa personalidad individual, ese compromiso sincero de una obra, que no conocíamos ni esperábamos ver, por la búsqueda de nuevos caminos que ayuden al cine a seguir persiguiendo de cerca a la vida, la razón de ser de un festival de cine?
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