HAPPY END
Museo Haneke
Michael Haneke ha consagrado la elipsis a lo largo de toda su filmografía como uno de los elementos claves sobre los que hacer orbitar su lenguaje cinematográfico. Y, no solo es una cuestión formal, sino que además, como si fuera un lejano satélite, siempre da vueltas a las mismas obsesiones temáticas: la decadencia de la burguesía europea, el drama doméstico, los usos de la tecnología, la violencia, la vejación, el suicidio, la muerte. Siempre la muerte al final del camino, pero no como un acontecimiento natural, sino como reflejo aciago y nihilista de la crueldad humana. Elíptico, en Happy End el cineasta austriaco juega con el espectador en una película que rechaza la convención narrativa; apuesta por ocultar los hechos que mueven a sus personajes para crear una desnortada percepción de lo que sucede ante nuestros ojos. No vemos los intentos de suicidio, no vemos la mordedura de un perro, no vemos la infidelidad, no escuchamos lo que dicen al otro lado del teléfono ni sabemos quién está al otro lado del chat; lo que vemos y sentimos es la ruina interior de una vida hecha de apariencias. Así, tras omitir información, Haneke contempla el desmoronamiento de una familia burguesa de Calais; una familia maniquí.
Sumido en sus obsesiones, el cineasta austriaco consigue edificar en Happy End un museo de sí mismo en el que aplica, con menor temperamento, los vicios y virtudes por los que es sobradamente reconocido. La película se abre al espectador a través de una toma directa en vertical desde el iPhone de la pequeña de 13 años de la familia Laurent, Eve (Fantine Harduin), que realiza una “historia” en Instagram o Snapchat en la que graba y describe los rutinarios y banales últimos días de su madre. De estas secuencias grabadas desde el dispositivo móvil, Haneke pasa a mostrar la caída de un muro en una obra –la empresa de la familia retratada es una constructora–, y lo hace a través de una cámara de seguridad que registra la realidad 24 horas al día. La miscelánea de formatos con que se expresa el cineasta recuerda a El vídeo de Benny (1992), a 71 fragmentos de una cronología del azar (1994), o a Caché (2005). Haneke invita desde el comienzo de la película a ese consciente ejercicio de observación que es el cine, y lo hace desde su distante y quirúrgica concepción del lenguaje.
En un momento dado del film, se escucha en fuera de campo: “El teólogo es alguien que busca en un cuarto oscuro, de paredes negras, a un gato negro que dicen que existe”. La frase nos sirve para denotar el estado de la butaca que, desde la confusión, tarda más tiempo del deseado en reconocer quién es quién dentro de una familia oscura, desordenada y compleja. Haneke evita dar datos precisos en esta peculiar “telenovela” a la francesa y, como contrapartida, quedan sobre el tablero unos personajes más abocetados que definidos. El espectador deambula por el metraje a ciegas, como en acto de fe, esperando a que encajen las piezas de este puzle roto. No sólo es elíptico, sino que Haneke se ha vuelto más críptico que nunca, aunque por el camino desenfunda, más allá de la ironía del título tal como hiciera en Funny Games (1997), una extraña dosis de humor negro.
Por lo general, el cine del director siempre ha sido inquietante, y Happy End inquieta sin ninguna duda. Pero lo curioso es que inquiete por la disonancia que existe entre en la precisión cirujana de sus planos y la difusa trama autorreferencial que plantea. A lo largo del metraje salpica de anteriores ideas el filme: queda el recuerdo de La pianista (2001) en los oscuros deseos sexuales de una música profesional; la pureza desatada de la infancia de Eve como en La cinta blanca (2009); la caída de una familia de clase alta como en El séptimo continente (1989); el trasiego de una historia coral con el racismo y la migración como telón de fondo a la manera de Código desconocido (2000); y una suerte de secuela de Amour (2012) mediante la confesión del patriarca de la familia, un magnífico Jean-Louis Trintignant, interpretando a George Laurent, un anciano ansioso por poner fin a su vida, tal como hiciera con su enferma esposa.
Con tanto, Haneke se queda en la superficie en una obra museo que acaba por ser una copia descafeinada de sus mejores éxitos. No es baladí que una de las mejores escenas, ya llegando al final sardónico de la película, recuerde más al alumno que al maestro, pues recuerda a la majestuosa cena animal de The Square (2017), de Ruben Östlund, y saca los colores a la falta de nuevas visiones en la obra de este talentoso cineasta.
Happy End (Austria, Francia, Alemania, 2017)
Dirección: Michael Haneke / Guión: Michael Haneke / Producción: Les Films du Losang, X Filme Creative Pool, Wega-Film, France 3 Cinéma, Westdeutscher Rundfunk, Arte France, StudioCanal – Canal+, Centre National de la Cinématographie/ Diseño de producción: Olivier Radot / Montaje: Monika Willi / Fotografía: Christian Berger / Reparto: Isabelle Huppert, Jean-Louis Trintignant, Mathieu Kassovitz, Fantine Harduin, Toby Jones, Franz Rogowski, Aurélia Petit, Laura Verlinde, Hille Perl, Dominique Beneshard.