GRACIAS A DIOS
Los límites del perdón
Encaramado en el mirador de la Basílica de Notre-Dame de Fourvière, desde donde se aprecia una estupenda panorámica de Lyon, un sacerdote ataviado para oficiar misa alza la custodia solar, el ostensorium -el receptáculo donde se coloca ceremonialmente la ostia tras la eucaristía- con el objeto de que los fieles, en este caso la ciudad entera, puedan contemplar el misterio de la transubstanciación de la carne de Cristo. Tras la escena inicial solemne de Gracias a Dios (Grâce à Dieu, 2019), el director francés François Ozon se sumerge en una historia sórdida de pedofilia escondida por la Iglesia Católica durante más de 30 años.
Es una película, pero todo lo que vemos pretende ser una referencia fiel a sucesos que consideramos “reales”. En el centro del contubernio está el padre Bernard Preynat, que actualmente está siendo juzgado en Francia, a raíz de más de 80 de denuncias por abuso infantil. Hoy siguiendo la pista estética de la recién fallecida Agnès Varda, de Jean Rouch o de Abbas Kiaoristami, el cine de autor coquetea a menudo con el documental expresamente ficcionado, puesto que, más allá de la intención del autor o autora, en todo documental hay una huella creativa y, en toda película con guion clásico, hay una continuidad con acontecimientos verificables. Gracias a Dios es un ejemplo de lo contrario, una ficción con pretensiones documentales o, incluso un paso más allá, una verdadera –y extraña- irrupción en el espacio periodístico. De hecho, Ozon, en un inicio quería hacer un documental sobre las víctimas de pederastia dentro de la Iglesia Católica en Francia durante los años 80 y 90. Uno supondría que, si al final se decidió por rodar una película, habría sido para centrarse en la figura del sacerdote siniestro, en su día a día, en sus manías, en la brutal hipocresía con la que un hombre puede pasar la vida entera diciendo sandeces sobre el amor cristiano y, al mismo tiempo, abusando de criaturas. Que Ozon habría intentado emplear la cámara para ahondar en las raíces del mal, para comprender, para rebuscar y expresar aquellos ingredientes del horror difíciles de capturar por el lenguaje verbal, y que se suelen desvanecer en los discursos mediáticos… Pues no. La narración oscila entre tres versiones de los crímenes del padre Breynat. Tres víctimas a las que les siguen atenazando los episodios macabros por los que pasaron en su infancia.
Cada uno de los personajes tipifica un estrato social y su presunta forma específica de reaccionar frente a la injusticia. El último en aparecer, Emmanuel Thomasin (Swan Arlaud), es la herida abierta, el sufrimiento encarnado. Nada en la vida le ha salido demasiado bien. Una familia quebrada, fracaso escolar, un poco bebedor, sin ningún objetivo claro, con una relación afectiva al borde de la violencia doméstica y, encima, epiléptico. Su cuerpo es literalmente la arena del dolor causado por el sacerdote perverso. Lo vemos convulsionando en el suelo cada vez que se reanuda el recuerdo del abuso. Es un personaje al límite, rebotado, responde impulsivamente, todo en él es algo exagerado. Por ejemplo, en una conversación con su abogada, Emmanuel le insiste en que mire bien las fotos de su polla torcida que, al parecer, se le quedó así al masturbarse del modo en que le había tocado Breynat. En medio, y no por casualidad, se sitúa François Debord (Denis Menochet), representante de la clase media laica francesa, algo acomplejado y con problemas leves, siempre subsanables, con su familia. Es quien mediatiza el caso, quien aprieta para llevarlo a los tribunales y el organizador de la asociación “La palabra liberada”.
Por último (aunque en la película sea el primero en salir) está Alexandre Guerin (Melvin Paupoud), la víctima que rompe el silencio amargo. Alexandre ama a Cristo. Trabaja de banquero y es el padre de una familia bien, con esposa, cinco hijos y una harmonía irrespirable. Pese al perfil Opus Dei, Ozon decide hacer de Alexandre un personaje conservador pero más bien honesto, dulce con su familia y tenaz en hacer justicia. Él pone la primera denuncia contra el padre Breynat. Aun así, antes, ha hecho un gran esfuerzo por encontrar una solución desde el interior de la diócesis, por lavar los trapos sucios dentro de la casa. Aquí la película se teje de modo epistolar, a través del cruce de las voces en off, del propio Alexandre, de la psicóloga de la diócesis y del cardenal Barbarin. La petición de Alexandre es clara: que se le retiren las funciones pastorales, que se aparte de la parroquia a Breynat (el tipo seguía ocupándose de niños), y que se haga público su abuso. La contraoferta de la diócesis es ridícula: que el abusador ruegue el perdón de corazón. Un ruego que ni siquiera se llega a dar. Pero, de todos modos, ¿cómo se puede perdonar algo así? Me gustaría detenerme un poco en esto del perdón, un tema que ya tocó Ozon en Franz.
Uno de los atractivos del amor cristiano, caritas en latín o el ágape en griego, es que se trata de un sentimiento que va más allá del merecimiento o el orden moral. Se rige por esa vieja máxima de haz el bien y no mires a quién. El ágape no pide justicia, lo vemos en Quo Vadis, cuando el oficial romano, después de haber perseguido y haber cometido atrocidades contra la comunidad de primeros cristianos, en vez de ser objeto de venganza, que sería lo normal, es recibido con un abrazo, con lo cual, entiende que ahí hay una fuerza especial, nueva. El cristiano pone la otra mejilla. El pastor celebra más el arrepentimiento de una oveja descarriada que el buen comportamiento de las otras noventa y nueve. ¿Dónde está el sentido social de un cristianismo que se nos antoja tan enigmático como los relatos sobre la arbitrariedad aparente de los maestros zen? El designo divino, inescrutable, es movimiento, no hay orden moral, sencillamente sucede. El asunto evocado por la película es que la Iglesia se ha atribuido la misma inescrutabilidad divina frente al dolor ajeno, una atribución que, entre los mortales se convierte en insensibilidad, si no en crimen, cuando ese dolor llega al umbral, cuando se ceba en los débiles. Además de ser una flagrante transgresión del mandato de los Evangelios, cuando una institución devenida parasitaria transige y promueve escandalosamente la impunidad de los malvados, ante la indiferencia, igualmente escandalosa, de una justicia que se pretende laica -¿y ciega?- desde hace más de 200 años. Pero, este clamor no necesitaba –o apenas- de la película de Ozón, que nada aporta sobre las claves de esta conjura. Otra cosa es que la película pueda aprovechar la indignación popular.
Las personas que deciden creer, si es que se puede decidir algo así, lo hacen para buscar una explicación y una salida al dolor. Hay otras vías de alivio del dolor, no cabe duda, más terrenales e inmediatamente efectivas, pero, cuando es el corazón quien busca abrigo, cuando todo consuelo es poco, la compasión religiosa puede ser difícil de rechazar. La paradoja es grotesca: ¿cómo aquellos a los que supuestamente se encomendó la misión de refugio al afligido han podido ser la fuente de tanto daño? La pregunta final, suspendida en el aire, que le hace uno de sus hijos a Alexandre: “¿Y todavía crees en Dios?”, nos deja una duda: tal vez la misma que transpira su dirección, la que nos escamotea a un tiempo las razones del mal y la necesidad de perdonar, absorta en conseguir un aplauso cautivo, la que convierte el sacrificio inicial en un mero ornamento, lejos de todo indicio revelador hitchcockniano de una acción final, sea sublimadora o maldita. Yo respondería: “¿Seremos capaces de querernos sin él?”. No, desde luego, con engaños y prestidigitación.
Gracias a Dios (Grâce à Dieu, Francia, 2019)
Dirección: François Ozon / Guion: François Ozon / Producción: Eric Altmayer y Nicolas Altmayer para Mandarin Production y Scope Pictures / Fotografía: Manuel Dacosse / Montaje: Ron Pataner / Música: Evgueni Galperine, Sacha Galperine Diseño de producción: Greg Berry / Reparto: Melvil Poupaud, Denis Menochet, Swann Arlaud, Eric Caravaca, François Marthouret, Bernard Verley, Josiane Balasko