GASPAR NOÉ: EL CINEASTA COMO PROVOCADOR
O la responsabilidad de la transgresión
Es difícil hablar sobre la provocación, y más difícil es todavía hacerlo de los provocadores, pues su mensaje puede quedar atrapado en la superficie de su creación. Provocar entraña ese riesgo: no conseguir que el receptor traspase los elementos que le violentan, le desagradan o le perturban. Además, es fácil confundir la finalidad última del autor con un mero ejercicio egocéntrico que tan solo busca llamar la atención. Tal es el caso de muchos de ellos. Otros, sin embargo, parecen ver algo más allá. No soy un efusivo partidario de sacudir con violencia y agresividad al espectador, pero es posible que, a veces, haga falta. Y para ello creo que es mejor que sean cineastas como Gaspar Noé quienes estén detrás de la cámara. Cineastas que aunque polémicos y rodeados de enemigos buscan alcanzar ciertos estados, sensaciones que en el fondo lo único que pretenden es enriquecer y abrir reflexiones y pensamientos.
Varias son las citas que decoran la última película del director de origen argentino, Lux Æterna, y curiosamente la menos interesante de ellas es la primera, la que abre el filme. No se debe esto a qué Fiodor Dostoïevski no sea interesante, ni mucho menos, sino a que sus palabras se relacionan tan solo con la obra que vamos a ver: «Todos gozáis de buena salud, pero ni os imagináis la felicidad suprema que siente un epiléptico un segundo antes de la crisis. Toda la felicidad recibida a lo largo de una vida no la cambiaría por nada del mundo ante esto». En cambio, las citas siguientes de la película traspasan la pantalla para convertirse en algo más grande, algo aplicable no solo a la película de Gaspar Noé sino también a su cine, al cine en sí, al arte y a la vida.
Un primer cartel nos cuenta que en el rodaje de Dies Irae de Carl Theodor Dreyer la actriz que hacía de bruja estuvo colgada de la escalera en la cual iba a ser quemada durante dos horas reales, de ahí el poder de su interpretación. Con ello Noé parece adelantarnos que es partidario de tomar medidas extremas para lograr resultados extremos. Lo real se contagia a lo ficticio y lo llena de su fuerza. Un segundo cartel que cita a Rainer Werner Fassbinder así lo confirma: «Cuando la presión sube demasiado me transformo en un dictador».
El fin justifica los medios, tal es el lema de la provocación que abandera Gaspar Noé. O al menos ese debería serlo ya que si no hay fin, no hay justificación, y con ello lo único que quedaría sería un gran y terrible vacío. En cuanto a los medios utilizados, entre ellos existen una vasta cantidad de elementos desde la propia historia de la obra hasta el trabajo con actores y el resto del equipo o el lenguaje de cámara. Pero, ¿realmente todo vale cuando se considera que el objetivo es algo superior? ¿O debería haber ciertos límites aunque estos fueran auto-impuestos o negociados con aquellos a quienes afectan? ¿Justifica el arte el exceso o el abuso? Son preguntas que no tienen una única respuesta, preguntas abiertas y difíciles de responder para muchos de nosotros.
Algunos, como Noé, parecen tener las cosas claras, y son capaces incluso de mostrar la violación de una mujer en pantalla (Irreversible, 2002). Polémica escena mil veces citada, analizada, cuestionada, atacada o defendida. Pero si atendemos a las formas nos encontramos con una cámara que no se mueve, que no estetiza, que tan solo muestra de manera cruda y directa un terrible abuso sexual. El cineasta deja la cámara en el suelo y se marcha, dejando la escena a su aire, libre.
De nuevo, ¿significa enseñar esto ser morboso o pornográfico? Es posible que pueda haber algo de ello, pero también puede ser otro camino para contar las cosas, para dialogar con el público. No todas las visiones son la misma y no todas tienen porqué respetar los cánones sociales que hemos creado a lo largo de los años. Y es que la historia nos ha demostrado que las costumbres o las convenciones también se equivocan, se cambian y se superan, sea de la manera que sea.
Existen y han existido cineastas cuya forma de comunicar es agresiva, cruel y terrible. Y esas mismas maneras son con las que luego son juzgados, en general, por el público y la crítica. Pero la transgresión y la provocación no están siempre vacías, ni tienen porqué responder a un ejercicio de auto-satisfacción. En ocasiones son el mejor camino que encuentran ciertas personas para hablar con otras, para tratar de enriquecer y ser enriquecidos. Y no es Noé el único, le acompañan otros como Pier Paolo Pasolini, Maurice Pialat o Carlos Reygadas, por citar unos pocos.
La responsabilidad de la transgresión radica pues en un objetivo superior. Lo transgresor podrá no ser compartido, incluso podrá ser criticado y juzgado, pero al menos hay una razón, una meta. Si esta no existe, se cae en el morbo, en el ego, en lo vano. Es lo que defendía Jacques Rivette en su texto «De la abyección», y lo que Serge Daney definía en su «El travelling de Kapo» como «el otro sentido de la palabra inocente: no tanto el no culpable sino aquel que, filmando el Mal, no piensa mal». Ello separa a unos cineastas de otros, si bien luego se les quiere meter en la misma caja por sus maneras o contenidos supuestamente inmorales.
Y no solo ello, sino que a pesar de que deba ser el cineasta quien asuma la responsabilidad de su creación, esta no le pertenece por entero a él. Los espectadores deben también aprender a ver, a valorar, a pensar. Estos no son inferiores a los artistas, de hecho son quienes completan sus obras, una parte necesaria y poderosa. La mirada se educa, pero es uno mismo quien decide, o debería decidir, qué hacer con esa educación.
Se cita también en Lux Aeterna la siguiente frase de Jean Luc Godard: «Hoy en día, la mayoría de los cineastas son muertos vivientes y sus filmes son como ellos». Algunos diálogos de la obra que hablan del cine como arte y el cine como entretenimiento completan la anterior reflexión. De nuevo surge el tema de la educación de la mirada, y es que, ¿si aquellos que deben ayudar a llenar están vacíos, cuál es el resultado? Ahí esta la verdadera pornografía y no en el cine de Noé.
Hoy en día las nuevas tecnologías han hecho más fácil la creación y el consumo de imágenes. Esa simplificación de la imagen es contagiosa, y se transmite no solo a algunos espectadores sino también a ciertos cineastas. Así, se acaba dando al público lo que quiere, pero no lo que necesita. No hay pensamiento, no hay consciencia, no hay elección. Uno no sabe que su mirada está siendo educada, y tampoco sabe que es él mismo quien puede elegir que hace con esa educación.
El debate va más allá del cine como arte y el cine como entretenimiento. No es la preferencia o la prevalencia de uno sobre otro lo que se exige, sino que lo que se pide es que haya un conocimiento de ambas opciones, que haya una reflexión. Por supuesto que siempre habrá entretenimiento, pero en él debería haber también pasión, no solo lucro, y también elección. Hoy en día no es así.
Termina la serie de citas que hace Gaspar Noé en Lux Aeterna con la siguiente: «El cineasta es el hombre que debe imprimir su sello en una película que pretende ser una obra de arte», Carl Theodor Dreyer. Sus palabras recalcan la responsabilidad de quien hace cine, de quien hace arte. Unas palabras muy vinculadas a lo que predicaba el maestro ruso Andrei Tarkovsky.
¿Y qué es lo que diferencia a Gaspar Noé de Tarkovsky? El medio, pero no el fin. Ambos tienen un objetivo superior, si bien sus maneras de tratar de alcanzarlo son bien diferentes. Y, ¿significa eso que Tarkovsky es superior moralmente a Noé? La respuesta, a pesar de que lleve divagando sobre ella a lo largo de todo el texto, ya no depende de mí.
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