FILMADRID 2017: FOCO JOÃO PEDRO RODRIGUES

En una tercera edición de Filmadrid en la que los llamados «Focos» tuvieron más relevancia que nunca (este año el número llegó a nada menos que cuatro), el primero de todos ellos, el elegido para arrancar las retrospectivas y, en definitiva, las reivindicaciones, apuestas y homenajes del festival, fue el de João Pedro Rodrigues. Con una selección de cinco de sus obras (dos de ellas co-dirigidas con su habitual colaborador João Rui Guerra da Mata) el cineasta portugués traía al cine Doré su radical pasión y arrebatado melodrama. Una obra, reconocida en los más prestigiosos festivales como Cannes o Locarno, en continuo crecimiento en la que las identidades se transforman junto con un relato al servicio de los devenires de una historia libre y atrevida en donde el exceso no teme existir.

La primera de todas ellas fue O fantasma (2000), primer largometraje de Rodrigues, que narra la historia de un joven basurero en las noches de Lisboa. Repleta de encuentros sexuales, el protagonista se mueve en un mundo oscuro donde el asfalto y la bruma urbana parecen incitar a lo salvaje, al instinto. Así, lo que apunta hacia una historia de cruising nocturno en torno a un personaje asocial se transforma en una obra en la que el realismo del retrato social (el director insistió antes de la proyección en el carácter documental de su película) se junta con la atmósfera de lo fantástico. De un modo similar a la reciente Salvaje (Nicolette Krebitz, 2016), Rodrigues crea un relato de imagen circular y narrativa ambulante en donde el laberinto es tanto físico (las calles nocturnas) como mental (el instinto y la identidad sexual).

La fisicidad de los cuerpos que se tocan y se agreden, del espíritu que desaparece en la noche y la palpable suciedad y sudor del trabajo, todo ello son señas del director portugués desde su primera película hasta su trabajo más reciente, O Ornitologo (2016). De forma acertada, la programación del festival enfrentó en continuidad la primera y la última obra del cineasta lisboeta en donde el trabajo, el instinto, lo fantástico y lo espiritual vuelva a ser el tema central de una filmografía en la que, sin embargo, la ciudad y su noche, salvaje, han ido perdiendo peso en favor de una naturaleza antes anhelada y ahora, desde el principio conseguida. Su protagonista se trata esta vez de un joven ornitólogo en plena observación natural que acabará perdido en un bosque interminable (situado en la frontera con España) por el que divagará constantemente intentando volver  a la civilización, como si de un Ulises moderno se tratase. Así, de igual forma que en O fantasma, lo que empieza como un suceso rutinario deriva en un retrato espiritual en donde los encuentros (dos turistas chinas perdidas, un pastor sordomudo o unas amazonas), tanto los soñados como los reales, parecen fusionarse en una sola existencia. Poco a poco, y con una sutil elegancia que oculta pero no borra la fisicidad y crudeza de su primera obra, Rodrigues invade su realidad sobrepasándola mediante lo extraordinario y desprejuiciado de su narrativa, ajena a las fronteras y los muros, y alérgica a las respuesta que no se explican solo con la presencia de la duda. Con un final que hace recordar a Pajaritos y Pajarracos (Pier Paolo Pasolini, 1966) a la misma vez que cita la presencia del gran santo de Portugal, San Antonio, el director pone el temporal punto final a una filmografía en la que el espíritu invade lo tangible mientras la civilización, como la ciudad de Lisboa, se va diluyendo en un mar embravecido por los deseos más intensos y la más desvergonzada celebración de la pasión irracional.

En el segundo día del Foco llegó Odete (2005), uno de los pocos retratos femeninos de Rodrigues, en el que una empleada de supermercado dice haberse quedado embarazada del hijo homosexual de su vecina, recién fallecido. Estaríamos de nuevo ante un melodrama clásico si no fuese porque el devenir de los personajes acostumbra, en el mundo del cineasta portugués, a romper los esquemas del espectador desde el principio y a caminar por derroteros radicales, extremos y contrarios que, finalmente, consiguen quedar unificados. De esta forma, en Odete, la necrofilia y el embarazo psicológico parecen síntomas comunes del relato de una estafa por parte de la joven y enloquecida Odete a su acomodada vecina. Sin embargo, valga el melodrama como anclaje para la sublimación de las pasiones y la justificación por parte de estas de cualquier acción de los personajes, es en el devenir sentimental de Odete y su relación “transgénero” con el novio de su imaginario fecundador fallecido lo que lleva al segundo largometraje de João  Pedro Rodrigues a convertirse en un melodrama arrebatadoramente libre sobre la posibilidad de cumplir los deseos imposibles.

Odete solo sería el punto de partida para el siguiente melodrama de Rodrigues, Morir como un hombre (2009). Cinta que, sin duda, se sitúa entre las mejores cintas del género de este siglo y, tanto por temática como por atrevimiento, imaginativa y resultados, saca a relucir las canas del cineasta español más evidentemente comparable a João Pedro Rodrigues, Pedro Almodóvar. La historia sitúa a Tonia, un maduro travesti al borde de la retirada, en un punto extremo de su vida. Su edad y la competencia en su club, la drogadicción de su joven novio y la violencia homofóbica de su hijo presionan al protagonista a un precipicio vital. Con una ternura hacia sus disfuncionales personajes capaz de evocar al mejor Fassbinder, Morir como un hombre es un relato nostálgico y melancólico que logra convertir ambos estados en positivismo tráfico y felicidad, en el sentido más romántico de la palabra, a través de un mujer cuyo cuerpo se descompone en su camino a ser un hombre. Conceptos como la edad, el arte, el amor, la familia y la soledad aparecen como bases de una película en constante huida hacia delante. Una apertura, desde el camerino del club lisboeta a la belleza de la costa marina, que significa la conquista del exterior (el mundo físico, la sociedad) desde el interior (el instinto, la naturaleza, el espíritu) que João  Pedro Rodrigues ha ido realizando hasta, como veíamos, su concreción, casi total, en O Ornitólogo.

Todavía hubo tiempo para mostrar en este Foco otros dos trabajos, esta vez co-dirigidos junto con João Rui Guerra da Mata, natural de la excolonia portuguesa de Macao (actualmente parte de China). En ambos, el interés por la cultura China y un relato donde la evidencia de los dispositivos habituales de la ficción se encuentran diluidos dentro de un dispositivo más complejo suponen los dos principales aderezos y cambios de esta coautoría. El primero de ellos es un mediometraje que retrata el despertar diario del Mercado Rojo de Macao. De modo similar a la fisicidad rutinaria de los procesos de matanza en El cerdo (Jean Eustache, 1950), Alvorada Vermelha (2011) se centra en los procesos manuales, casi mecanizados, de todos los trabajadores y su relación con los animales. Ahogos, cortes sobre especímenes aún vivos y palpitaciones moribundas componen las imágenes tal y como llenan las lonjas de un lugar tan tradicional como anacrónico. Todo un preámbulo de extrañeza realista para invitar al radical viaje que supone La última vez que vi Macao (2012). Sin duda, la obra más única de la retrospectiva al autor portugués y su colaborador. La película parte del cine-ensayo  (narrado por sus dos directores) sobre los recuerdos y el redescubrimiento de la pequeña península asiática para derivar en un relato policial acerca de la desaparición de una travesti llamada Candy. Exclusivamente mediante imágenes vaciadas de personajes y la banda de sonido se construye una historia de cine negro en continuo fuera de campo visual. Una extrañeza que cristaliza la duda y la desubicación de una ciudad misteriosa en la que, como el propio Guerra da Mata dice, ya no se puede orientar. Quizás antes tampoco.

Quedando fuera la mayoría de sus cortometrajes, el Foco realizado por Filmadrid fue suficiente para reivindicar y poner de manifiesto la profunda capacidad sensitiva de un cineasta capaz de aunar realismo con maniqueísmo en un torrente de fuerza y excesos, siempre destinados a explorar el alma humana y traerla al mundo físico de lo visible, lo cinematográfico.

Rafael S. Casademont

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