SITGES 2020 (DÍA 1). SAINT MAUD, PENÍNSULA, L’ÉTAT SAUVAGE, VICIOUS FUN
El día de Saint Maud
Saint Maud, de Rose Glass
El debut de Rose Glass en el largometraje no podría ser más prometedor. La primera gran película de este Sitges 2020, Saint Maud, tiene mucho que ver con la mejor de la pasada edición, The Lodge (Severin Fiala y Veronika Franz, 2019): la culpa cristiana de una joven que ha pasado por una experiencia traumática, la distorsión de la realidad a través de un filtro religioso, la fina barrera que se produce en la ficción entre la enfermedad mental y el fenómeno sobrenatural y, sobre todo, la confusión permanente entre el «bien» y el «mal», el dolor y el placer, el fanatismo y la fe, la tortura y el éxtasis.
La protagonista, Maud (Morfydd Clark), una enfermera que ha sentido la llamada del Señor tras un desafortunado episodio en la sala de urgencias, trabaja ahora de asistenta privada. Sus nuevas creencias conservadoras, de las que somos partícipes al escuchar en off sus pensamientos, chocan con la personalidad abierta y liberal de la mujer que la ha contratado, una ex bailarina con cáncer terminal. Maud se obsesionará con «salvar» el alma de esta señora antes de que emprenda su viaje al más allá, hasta el punto de verse dominada por la obra de Dios. Una «posesión celestial» que, aunque ha sido anteriormente explorada en el cine de diversas maneras (por ejemplo, en Stigmata(Rupert Wainwright, 1999), o en Martyrs, de Pascal Laugier, que dejó una fuerte impresión en Sitges en 2008), nunca había sido tan terrorífica y tan perturbadora como en Saint Maud. La imaginería religiosa, siempre tan sugerente y macabra, y la interpretación de Clark dejan varios planos tan impactantes que será difícil borrarlos de nuestras retinas, aunque sea el primer día del festival y nos queden por delante 9 días de cine.
Fran Chico
Península, de Yeon Sang-ho
Ni rastro de Tren a Busan. Yeon Sang-ho se ha marcado un James Cameron, si entendemos Tren a Busan (2016) como Alien: El octavo pasajero (Ridley Scott, 1979) y Península (2020) como Aliens: El regreso (James Cameron, 1986). Un viraje del terror opresivo en ambientes cerrados a una ciudad con kilómetros de espacio abierto. Del desarrollo psicológico de personajes en una situación de extremo peligro al disparatado mundo post apocalíptico de Mad Max: Más allá de la cúpula del trueno (George Miller, 1985), La tierra de los muertos vivientes (George A. Romero, 2005) o incluso Super Mario Bros (Annabel Jankel, 1993). De resolver las adversidades con ingenio a armarse hasta los dientes como en las adaptaciones cinematográficas de Resident Evil y disparar a lo loco desde un todoterreno blindado conducido a toda velocidad por una niña de 14 años. Sang-ho ha roto con todo lo que proponía Tren a Busan, menos con los zombies. Y, si la juzgamos como eso, como una película de zombies y no como una secuela, está sobradamente a la altura.
En Seoul Station, precuela animada de Tren a Busan (o película que transcurre en el mismo universo, para ser más precisos) que se estrenó poco tiempo después que ésta, Sang-ho desvelaba en cierta manera sus intenciones. La ciudad como campo de batalla, barricadas de acero y metal (coches, camiones, farolas, contenedores) para contener hordas compuestas de cientos de zombies y el ser humano contribuyendo a su propio exterminio. En eso consiste Península: un ejercicio de acción, tiros y persecuciones repleto de CGI pensado para ser disfrutado en pantalla grande y queriendo ser un blockbuster surcoreano capaz de plantar cara en el mercado a los Resident Evil, Fast & Furious y Mad Max: Furia en la carretera. Y cumpliría por completo de no ser por sus evidentes carencias en el apartado de efectos digitales (esas persecuciones que parecen una cinemática de la PS2) y por su dilatado forzado y lacrimógeno desenlace, algo en lo que sigue reincidiendo la cinematografía comercial asiática.
Fran Chico
L’État Sauvage, de David Perrault
En un momento del filme del francés David Perrault le preguntan a Esther (Alice Isaaz), la arrebatada y contestataria protagonista: “What are you trying to prove?” (“¿Qué intentas demostrar?”) Esta misma cuestión debería plantearse la propia película, que existe, en todos los sentidos, tan de cara al público que olvida concebir una noción coherente y sólida de sí misma. En L’État Sauvage (Savage State), el realizador francés cuenta las andanzas de una familia francesa que intenta huir de Nueva Orleans hacia Francia en plena Guerra de Secesión, dibujando un disconforme acercamiento al wéstern desde una marcada perspectiva feminista. Quizás demasiado marcada, aunque la intención se aprecie honesta y constructiva. Eso es, en los momentos en los que no pierde el norte y, generando el efecto contrario al deseado, termina reproduciendo arquetipos de mujeres en contexto adverso: la fría mujer celosa, la amante callada y comprensiva, las tres hijas: la responsable, la sumisa, la rebelde…. Por suerte, a medida que el filme va avanzando, y gracias a consistentes interpretaciones por parte de su reparto, algunas de las figuras principales irán mostrando más capas de sí mismas, abandonando una cierta insustancialidad inicial.
El personaje de Layla (Armelle Abibou), la criada confidente, introduce una nueva faceta más ligada a lo fantástico, con la aparición de tímidos rituales vudú orleannianos. Esta propuesta, que no se recogerá con toda la potencia que merece hasta el final, es quizás una de las más sugerentes y desaprovechadas del largometraje. En cambio, Perrault apuesta claramente por los dramas interpersonales, romances y despechos que chocan con esa intención empoderante que se intuye en el trasfondo de L’État Sauvage. En el ámbito de lo visual, también encontramos algún paso en falso, principalmente causado por una exagerada estilización, constante. Estudiadísimos movimientos de cámara, escrupulosos travelling, artificiosas iluminaciones y afectados ralentís que, por excesivos en cantidad, pierden fuerza en instantes en los que resultarían, en realidad, clave. En su conjunto, la película presenta una visión muy personal de algo ya explorado, aunque no por ello menos estimulante, pero queda la sensación de que, en el momento de jugar sus cartas, no termina de optimizar la tirada.
Júlia Gaitano
Vicious Fun, de Cody Calahan
Nueva incorporación (y llevamos unas mil en los últimos cinco años) al grupo de deconstrucciones posmodernas del cine de los 80, en este caso jugando con la vertiente slasher y el terror cómico. Por suerte, la propuesta de Cody Calahan no se obsesiona con el (aburridísimo) humor autoconsciente y es capaz de ir más allá de su catálogo de referencias nostálgicas y/o irónicas (táchese al gusto) gracias a una premisa tan simple como simpática, un tipo vulgar que se encuentra por error en medio de un grupo de asesinos en serie, y una absoluta falta de pretensiones.
Aunque no le habría venido mal un poco de poda en montaje, la película defiende con honestidad y ligereza su lógica de videojuego, sus personajes prototípicos (gran reparto general) y un planteamiento visual que imita con ingenio diferentes estéticas del cine estadounidense de los 80. Queda lejos de esas películas-fiesta que parecen ser sus referentes (Noche de miedo, de Tom Holland, o Golpe en la pequeña China, de John Carpenter, por poner solo dos de los muchos ejemplos posibles), pero también de plomizos ejercicios nostálgicos como Turbo Kid (François Simard, Anouk Whissell y Yoann-Karl Whissell, 2015) o toda Stranger Things (Matt y Ross Duffer, 2016 – ), productos cuya única distinción es aquella que han podido robar de obras realmente genuinas. Además, Vicious Fun sirve también como nueva prueba del buen estado del género en Canadá, una cinematografía que en los últimos años ha demostrado ser un excelente campo de cultivo para creadores con sentido del humor y personalidad propia. En resumen, una buena manera de inaugurar la sección Panorama Fantástic, recuperando ese espíritu juguetón y gamberro que tan bien sienta dentro de la habitual seriedad e “importancia” de los festivales de cine (un mal del que ni siquiera Sitges se libra).
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