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SITGES 2020 (DÍA 7). POST MORTEM, LA NUBE, MAREA ALTA


El horror húngaro de Post Mortem

Post Mortem, de Péter Bergendy
Post Mortem, de Péter Bergendy

 

Post Mortem, de Péter Bergendy

Sorprendente rareza la de esta (súper)producción húngara sobre un fotógrafo marcado por un trauma de guerra que se alía con una niña de inteligencia precoz para descubrir el misterio tras una serie de apariciones fantasmales en una aldea asolada por la gripe española a principios del siglo XX. Sorprendente por su tono añejo, a medio camino entre el terror y la aventura, más propio del cine de la Hammer que del cine de terror contemporáneo. Post Mortem hace de su inocencia y su orgullosa fascinación por el relato clásico y la imagen sin dobleces su mejor bandera. Es una película con bastantes defectos, como una trama algo hinchada, pero que funciona gracias a su mirada sincera, llena de curiosidad casi infantil, en la que el efecto especial es una puerta hacia lo sobrenatural y lo sobrenatural no tiene porque ser siempre sinónimo de lo maligno. Capaz de conjugar drama, terror, misterio y aventura, todo el rato moviéndose en la fina línea entre lo imaginativo y lo efectista, Post Mortem es una de las mayores sorpresas del festival, inesperada en el contexto cinematográfico actual, tan poco dado a creer en el poder de la narrativa convencional.

Pablo López

 

La nube, de Just Philippot

Si la mosca de Mandibules conquistó el festival en sus primeros días, hoy ha sido el turno del enjambre de langostas de La nube (La Nuée, Just Philippot). En ella vemos cómo una madre soltera (Suliane Brahim) con dos hijos se embarca en el negocio de criar langostas para vender su harina y poder sobrevivir económicamente. Todo comienza como un drama rural, con los niños siendo acosados por sus compañeros de colegio por vivir rodeados de bichos y la madre fracasando en su intento de sacar adelante el negocio, acuciada por las deudas e incapaz de hacer crecer su producción. Pero poco a poco la película va cambiando de género al de terror y catástrofes al descubrir su protagonista, fortuitamente, el alimento perfecto para que las langostas crezcan más rápido y se reproduzcan más: la sangre.


Con este aliciente casi vampírico de la madre en la búsqueda de sustento, y lo que tiene que sacrificar por el camino, La Nuée se transforma paulatinamente en la típica película de insectos asesinos, dejando cada vez más en segundo plano al drama. Los bichos tienen su propio subgénero dentro del terror, desde Cuando ruge la marabunta (Byron Haskin, 1954), en la que Charlton Heston se enfrentaba a una devastadora y gigangesca colonia de hormigas, hasta las avispas de Stung (Benni Diez), presentada en este festival en 2015, pasando por abejas (El enjambre, Irwin Allen, 1978), babosas (Slugs: Muerte viscosa, 1987, Juan Piquer Simón), arañas (Aracnofobia, Frank Marshall, 1990) y cucarachas (Mimic, Guillermo del Toro, 1997), son literalmente cientos las películas que tratan el tema. Y, lo cierto, es que todas más o menos transcurren igual, cambiando tan solo la especie antagonista. La Nuée no es una excepción, y una vez que se define como este tipo de filme (después de casi la mitad de metraje, y hablamos de unos largos 142 minutos), todo se vuelve familiar. Lo raro es que, quizá por haberla visto en el marco de Sitges, es precisamente en su tramo final cuando más destaca, con más acción, más terror y más fantástico. En este caso, ser paciente tiene su recompensa.

Fran Chico

 

Marea alta, de Verónica Chen

Lejos de ser una home invasion al uso de las que se podrían esperar en una cita como Sitges, Marea Alta se sitúa próxima al cine de Michael Haneke en la construcción de un clima inquietante y una perturbadora calma tensa. Su directora, Verónica Chen (Vagón fumador, Mujer conejo), presenta esta película como la primera de un «cuarteto de la costa», una serie de cuatro historias interconectadas, localizadas en la zona de Villa Gesell, destino vacacional y de segundas residencias de la clase media argentina.

Al inicio de la que nos ocupa, las amplias vistas del mar y las copas de los pinos llevan suavemente al exterior de una casa de arquitectura moderna.

Desde la presentación se expone ya lo que, a lo largo del metraje, va a estar constantemente referido desde los diálogos a las situaciones, detalles visuales y otros elementos: la cumbia de los albañiles de una obra en los jardines de la casa se contrapone al tema de moda con que Laura, dueña de la casa, apura una copa de vino bailando en su cocina.

Los conflictos por la diferencia de clases, sumada a la diferencia de género, se destapan cuando Laura se acuesta con Weisman (Jorge Sesán), capataz de los obreros que realizan la obra en la casa. Este acontecimiento parece disipar los límites que separan ambos mundos, vertiéndose el uno en el otro, lo que provoca desconfianza y desazón ante los desafíos y la excesiva confianza que empiezan a tomarse los obreros (Cristian Salguero y Héctor  Bordoni). A partir de ahí la historia avanza parsimoniosa, expositiva más que dramática, siempre desde el punto de vista de Laura (excepcional y omnipresente Gloria Carrá), cuyo personaje no está exento de ambigüedad y prejuicios.

La presencia de la naturaleza aísla y disipa el relato. La estructura acristalada de la casa conecta en todo momento exterior e interior; la proximidad del mar -que pasa de la calma a  ofrecer olas bruscas-, la tormenta nocturna y, por último, una luna llena, callada y resplandeciente, testigo secreto de impulsos lascivos y de pensamientos rayanos en la licantroginia.

Manuel M. López

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