SITGES 2020 (DÍA 3). MANDIBULES, ARCHENEMY, BABY
Mandibules devora la jornada
Mandibules, de Quentin Dupieux
El director francés Quentin Dupieux ya obtuvo el año pasado una buena acogida en Sitges con La chaqueta de piel de ciervo (Le daim), que protagonizó Jean Dujardin. Este año vuelve a presentar una cinta tan divertida como aparentemente intrascendente, entregada a ese tipo de humor tan personal, entre lo absurdo y macabro.
La pareja protagonista es sin duda un remedo de aquella formada por Jim Carrey y Jeff Daniels como los faltos de luces Lloyd y Harry de Dos tontos muy tontos (Peter y Bobby Farrelly, 1994); Manu (Grégoire Ludig) y Jean Gab (David Marsais) son dos parias sin demasiadas ideas que se encuentran por casualidad con una mosca de un tamaño anormalmente grande que deciden adoptar cuando acaban de convencerse de que el bicho podría ser su gallina de los huevos de oro.
A partir de ahí se desarrolla una atípica comedia de enredos, con gags tan toscos como espontáneos, realizados con sencillez y un especial tempo, que funcionan de la mejor manera gracias a la química y naturalidad del dúo protagonista. El arco argumental tampoco se complica mucho más y ello invita a abandonarse a las peripecias de Manu y Jean Gab sin más pretensiones que torcer media sonrisa o esperar la carcajada con la misma naturalidad que los dos amigos realizan su peculiar saludo el grito de «¡Toro!».
A pesar comportarse como verdaderos cínicos, mentirosos y aprovechados, son capaces de despertar toda la simpatía del espectador, tal vez porque, como los grandes dúos cómicos o de personajes de ficción -desde Asterix y Obelix a los compadres de El mundo es suyo (Alfonso Sánchez, 2018), conservan la suficiente inocencia como para valorar que, al menos, se tienen el uno al otro.
Puede que el personaje interpretado por Adèle Exarchopoulos (que manifiesta una peculiar forma de hablar debido a una lesión) chirríe un poco, pero contribuye a enrarecer todavía más la historia y la actriz se desenvuelve como pez en el agua en el tono exagerado que requiere la comedia.
Manuel M. López
Archenemy, de Adam Egypt Mortimer
En lo que, según el mismo director, es una expansión de su universo cinemático de tomar actores musculados y atractivos e involucrarles en proyectos un poco extraños (como el Patrick Schwarzenegger de Daniel Isn’t Real), Adam Egypt Mortimer cuenta en Archenemy con la presencia de Joe Manganiello (True Blood, Magic Mike) en el papel de Max Fist, un superhéroe de vuelta de todo. Con una introducción en animación algo rústica, se nos descubre un universo de tonos rosa/púrpura/azulado de nombre Chromium (que parece, a nivel visual, primo hermano del futurista y distópico mundo conceptual que Lady Gaga creó para su último álbum Chromatica), de donde proviene el personaje, ahora un vesánico drogodependiente varado en nuestro planeta. Según cuenta a todo quien quiere escucharle a cambio de un vaso de whisky, terminó en la Tierra tras cruzar un portal interdimensional, huyendo de su archienemiga. El realizador, que también firma el guión, es plenamente consciente de lo alocada que suena todo, y juega constantemente entre ficción y realidad. El hecho de que sólo accedamos a ese posible pasado de Max a través de la animación, que regresa constantemente a pantalla -quizás demasiado-, contribuye a esa desconfianza hacia la veracidad de sus capacidades extraterrenales. Sin embargo, para Hamster, el inadaptado adolescente que encuentra en Max Fist la historia perfecta para abrirse paso en el mundo de la influencia en internet, todo es cierto hasta que se demuestre lo contrario. Él y su hermana se verán envueltos en una trama de bandas y traficantes que les exigirá tener que confiar en la palabra de Max, lo que acabará resultando en una especie de delirio colectivo de cine de acción y superhéroes. En resumen, es una película que destila una energía “un-poco-cutre-un-poco-cool”, que puede resultar interesante durante un buen rato, pero lamentablemente no se sostiene los 90 minutos de metraje.
Júlia Gaitano
Baby, de Juanma Bajo Ulloa
El sexto largometraje de ficción de Juanma Bajo Ulloa, Baby, olvida el fiasco de Rey Gitano (2015) y nos recuerda al joven director que ganó la Concha de Oro con 24 años en 1991 con Alas de mariposa. Producida con el apoyo del proyecto Fantastic 7, presentado el año pasado por el Festival de Sitges en el Marché du Film de Cannes, Baby nos presenta una fábula en forma de macabro cuento fantástico (la película comienza con un libro abriéndose y termina con éste cerrándose) sobre la maternidad, la supervivencia y la superación personal. Rodada sin diálogos, la historia nos muestra a una joven heroinómana (Rosie Day) que se ve obligada a vender a su bebé recién nacido ante su situación de miseria. Sin embargo, la muchacha se arrepiente y decide recuperarlo, descubriendo que la mujer a la que se lo vendió (Harriet Samson Harris) es una especie de bruja de relato gótico: vive en una casa tenebrosa en medio del bosque con dos hijas, una de ellas es maltratada y la otra tremendamente consentida.
La influencia de Hansel y Gretel y de Alicia en el País de las Maravillas está ahí, pero Bajo Ulloa construye un universo natural propio en el que la fauna y la flora forman un ecosistema maligno (a excepción del caballo blanco, otro elemento de cuento) al más puro estilo Anticristo (Lars Von Trier, 2009). Con ella comparte además los planos preciosistas y oníricos de la naturaleza al compás de una banda sonora de corte clásico, en este caso maravillosamente compuesta por Koldo Uriarte y Bingen Mendizábal. Pero, una vez que la protagonista se cuela en la casa para liberar a su bebé, la película se convierte en un remedo repetitivo de filmes de home invasion como No respires (Fede Álvarez, 2016), en los que la víctima se encuentra encerrada con los villanos. Ahí la historia va perdiendo fuelle narrativo, aunque no ocurre lo mismo con los simbolismos. Baby es una película abierta a varias interpretaciones. Por ejemplo, se presenta al mismo tiempo un coming of age maternal (y recordemos que a las madres no les suele ir bien en el cine de terror) y una posible denuncia de la gestación subrogada. Pero una de ellas puede pasar más desapercibida, y es sobre la religión católica. La vecina que «ayuda» a la protagonista proporcionándola el teléfono de la compra-niños porta visiblemente un crucifijo, mientras que en la casa del bosque hay una habitación con estampas, velas y un pequeño altar a Cristo. Toda esta parafernalia sirve como hipócrita fachada samaritana, aunque sí que tiene una utilidad real para la joven madre, que es la de usar uno de los crucifijos como palanca para abrir la ventana por la que quiere escapar. Un pequeño recordatorio de que, en los cuentos infantiles, los personajes suelen ser inocentes como un bebé al principio, pero terminan derrotando a su amenaza utilizando el ingenio.