SITGES 2020 (DÍA 9). COME TRUE, THE EDUCATION OF FREDRICK FITZELL
Las pesadillas cobran vida con Come True
Come True, de Anthony Scott Burns
Película canadiense de ciencia ficción con elementos de terror capaz de dividir a la audiencia por algunas soluciones estilísticas o argumentales y que quizá por eso mismo es ya uno de los títulos más populares y comentados del festival. En Come True, Sarah (Julia Sarah Stone), una adolescente con problemas de insomnio, se presta a formar parte de un experimento de estudio del sueño.
El director de Come True, Anthony Scott Burns, que ya jugó con relacionar lo tecnológico y lo sobrenatural en Our House (2018), lleva a cabo en esta película una inmersión en lo onírico, visualizado como un mundo misterioso y ceniciento, en una serie de piezas irreales e inmersivas, de una cuidada producción artística que podrían conectarse, tanto con la clásica visión surrealista daliniana como con la escultura y la instalación más contemporáneas, así como al cine de género.
Otra faceta interesante es la representación de la tecnología con intencionado estilo retro. Hay una clara referencia al cine de David Cronenberg en su sobriedad clínica y su hermetismo, y un gusto por el cable que puede recordar a Proyecto Brainstorm (1983), la oscura película sobre experimentos prohibidos de Douglas Trumbul, con alusiones explícitas a la vertiente paranoide de la obra de Philip K Dick en una película que alude a secretos temibles provenientes de un espacio neuronal profundo.
La estilosa narración de Burns se sostiene en un avance minimalista soportado por la música de sintetizadores, con una cadencia que al espectador recordará a It Follows (David Robert Mitchell, 2014), con, hay que reconocerlo, algunos altibajos o giros forzados en el guión, como los que atañen a la relación de la protagonista con el personaje de Landon Liboiron (Verdad o reto, 2018), amén de un arriesgado desenlace; pero con momentos destacables como la bella secuencia expuesta en monitores monocromos, elipsis onírica reconstruida a base de un laminado catódico.
Manuel M. López
The education of Fredrick Fitzell, de Christopher MacBride
Todos los años en el festival de Sitges hay alguna propuesta «mindfuck«, de volarte la cabeza (o al menos intentarlo) a través de paradojas temporales, de percepción extrasensorial o de realidades alternativas más allá de nuestra limitada comprensión. Películas que juegan con la lógica, muchas veces presentando distintas líneas narrativas en las que el espacio-tiempo y las dimensiones paralelas se entremezclan creando confusión, primero, y luego una aparente sensación de resolución universal a respuestas transcendentales del ser humano. Nos referimos a casos como Donnie Darko (Richard Kelly, 2001), Las vidas posibles de Mr. Nobody (Jaco Van Dormael, 2005) o La fuente de la vida (Darren Aranofsky, 2006), filmes que alcanzaron un culto casi inmediato y que se cuelan habitualmente, con mayor o menor justicia, en la listas de «mejores películas» de gran cantidad de perfiles en redes sociales. The education of Fredrick Fitzell, el segundo largometraje de Christopher MacBride, toma el estilo de todas ellas e intenta hacerse un nombre en este club por sí misma.
Fredrick Fitzell (Dylan O’Brien) está en un punto de su vida en el que tiene que afrontar el paso definitivo a la vida adulta socialmente convencional y aceptada: comprometerse con su novia de siempre, asentarse en un trabajo aburrido que rompe con sus inquietudes artísticas y aprender a decir a adiós a su madre, enferma terminal. Sin embargo, un encuentro fortuito con un vagabundo le trae recuerdos de su juventud, de una misteriosa chica (Mayka Monroe) que parece haber olvidado y de una droga, mercurio, que casi acaba con su futuro. Poco a poco le irán llegando imágenes de la noche que todo cambió, y comenzará a investigar qué es lo ocurrió descubriendo que su percepción de la realidad tal y como la conocemos puede estar equivocada. Alucinaciones y estados alterados de conciencia se dan la mano en un trabajo excepcional, sobre todo, de montaje (Matt Lyon) y guion (el propio MacBride), con efectos visuales sencillos pero muy llamativos y efectivos que refuerzan esa idea del tiempo como ilusión a explorar. Si hay que ponerle algún pero, sería su última media hora, donde intentar dar otra vuelta de tuerca a un concepto que ya estaba resuelto y acaba por estirar demasiado el tema, repitiendo elementos y matizando otros que habían sido bien resueltos.