FESTIVAL DE SEVILLA 2020 – SECCIÓN OFICIAL
Cuatro vertientes y un punto y aparte
Si El año del descubrimiento hablaba entre otras muchas cosas del olvido nacional de un acontecimiento debido al machaque mediático de otros más “importantes” sería preciso hacer un ejercicio de reflexión similar acerca del 17 Festival de Sevilla. Entre el incesante bombardeo de información acerca de la pandemia provocada por el COVID-19 y las elecciones en la América de Donald Trump, no deberíamos olvidar que del 6 al 14 de noviembre del año 2020 tuvo lugar la edición más arriesgada del mejor festival de cine de España. No es por hacer alabanzas desmedidas, más bien esta premisa surge del deseo de expresar la gratitud que uno siente ante un equipo que ha dado todo y más para hacer del Festival de Sevilla algo presencial. Y ya no solo por mostrar las más de cincuenta películas en salas, como debería ser, sino de llevar a cabo la selección de “una de las mejores Secciones Oficiales del mundo”, como apuntaba mi compañero Álvaro de Luna hace un año. Desde la magia de Nunca volverá a nevar hasta la grandiosidad de Malmkrog, diecisiete títulos han sido la delicia de los que acudimos presencialmente al encuentro sevillano.

Sueño(s)
Comenzando por la magia de los sueños, en términos que rehúyen la factoría hollywoodiense o sencillamente recuperan estéticas literalmente fantásticas para lidiar con los problemas de hoy tenemos, para empezar Nunca volverá a nevar (Sniegu juz nigdy nie bedzie) de la aclamada directora polaca Ma?gorzata Szumowska quien junto a Micha? Englert elabora un film donde el uso excepcional de la música nos conduce a los mundos de Zenia, un masajista e hipnotista venido de Pripyat, una región radioactiva cercana a Chernobyl. Lleno de impotencia por la muerte de su madre y su incapacidad de devolverla a la vida a pesar de sus capacidades especiales, Zenia emigrará a Polonia para ejercer de masajista ambulante en un barrio residencial de clase alta lleno de secretos, misterios e historias que se mezclarán. Tomando lo que debe de Andrei Tarkovski (incluyendo un pequeño homenaje a su Stalker) para crear una obra única, de puesta en escena grácil y milimétrica y huyendo de la pretenciosidad, Szumowska vuelve a hacer gala del manejo de los espacios soñados y las atmósferas extravagantes. Partiendo de un manto de sensibilidad estética y escondiendo un interesante subtexto acerca de la inmigración y un extraño ecologismo, el film pregunta ¿se acabará la magia del mundo cuando, debido al calentamiento global, la última nevada caiga? Una cuestión que ronda en torno al devenir de un inmigrante soñador y que, también, propone Gagarine de Fanny Liatard y Jérémy Trouilh. Partiendo de la frase “somos los vecinos de la luna”, Gagarine da un giro a ese sueño americano infantil de ser astronauta. Los directores llevan la inocencia y el optimismo de un chaval que sueña con el espacio a un gueto de Francia en el que la figura de Yuri Gagarin subyace en el nombre del protagonista y en el edificio en el que vive, que está a punto de ser demolido. Uniendo la ciencia ficción, el romance y la atmósfera, entre plástica de un Spielberg y levemente crítica de un Nakache, la estética de videoclip y una reinvención del cine de ciencia ficción consiguen crear secuencias que aspiran muy alto.
Entre viajes y descubrimientos de una vida pasada surge La vida era eso, una película que se plantea en todo momento cómo mostrar lo que se dice sin llegar a decidirse entre la forma o el texto. David Martín de los Santos genera un encuentro de dos mujeres de distintas edades que, por un motivo u otro, han terminado fuera de España. Sus conversaciones en la sala de un hospital las llevarán a crear un vínculo que trascenderá lo anecdótico, pero ¿por qué empeñarse en relacionar planos en la distancia y no en el acto? Una pregunta que surge varias veces y sobre todo al llegar el final del film pues, más allá de lo dramático y de la recuperación de la juventud perdida, la película se debe mucho a un único personaje, el de Petra Martínez, que carga con lo que las imágenes no pueden. Algo que también sucede con Ammonite de Francis Lee, a la que ni la veterana Kate Winselt ni el primor del cine indie americano en el que parece haberse convertido Saorise Ronan salvan del más desproporcionado de los tedios. Aquí el sueño de unión de dos mujeres en la Inglaterra del siglo XIX se verá ampliado a un continuo juego de planos simbólicos, de manos y miradas repetitivas que harán la delicia de aquellos a los que les guste la sensualidad educada. Quizá Ammonite sea una consecuencia de la fama adquirida por la película de Céline Sciamma, Retrato de una mujer en llamas (Portrait de la jeune fille en feu) del año pasado o una mera coincidencia. Pero sea como sea arroja mucha luz sobre un nuevo tipo de “ola” que se basa en recrear historias convencionales mediante estéticas y lenguajes de sobra conocidos pero cambiando el amor heterosexual por el homosexual. Un drama entre recatado y en ocasiones (pocas) fogoso, pero muy seco a pesar de situarse en la orilla del mar. Todo lo contrario al romance, también acuático, que Christian Petzold nos brinda en Ondina (Undine).
La nueva película del director de la Escuela de Berlín es una adaptación a la modernidad de la mitología de la ninfa Ondina. Petzold mezcla imágenes de maquetas del Berlín dividido por el Muro y cierto realismo onírico para dibujar un romance basado en choques y encontronazos narrativos. Maquetas que reintegran espacios antiguos y modernos que, según la protagonista, niegan la posibilidad de progreso arquitectónico y también artístico y que nos sirven como base para comprender los recovecos del film. Petzold compone una historia de amor devocional mediante el reclamo totémico y el juego persecutorio que confluyen entorno a un lago que alberga misterios en sus profundidades. Detrás de su teoría se esconde algo muy potente que consigue hacer olvidar la profesionalidad artística del alemán para ver más allá de sus construcciones hichtcockianas.

Historia(s)
Las apariencias engañan y en El año del descubrimiento, la película que más ha dado que hablar en España este año (no es para menos), la quema del parlamento en Cartagena sugiere mucho más de lo que sus tres horas abarcan. En esta película la Política (con mayúsculas) y la lucha obrera chocan con el sistema democrático de la España de la Transición, cuando el PSOE traicionó al pueblo en la región de Murcia y comenzó la reconversión industrial de la mano de Felipe González. Los tiempos cambian deprisa y los conceptos antiguos de socialismo, liberalismo o sindicalismo ya no parecen servir para definir el ahora. Entre el pasado y el presente, la película de Luis López Carrasco se pregunta preguntando a los lugareños en un bar (sitio de debate español por antonomasia) y a las personas de peso que estuvieron allí ese 3 de febrero del 92 qué pasó. Y mientras se intenta dar una respuesta, poco a poco vamos viendo que la Historia es un ciclo. La pantalla dividida desgaja distintas versiones y recuerdos de la España del ayer y del hoy para arrojar también algo de luz a la innovación formal en el cine nacional. De su forma nace su concepto y de su propuesta intelectual surge su sencillez en las formas de Luis López Carrasco; algo con lo que también cuenta Karen de María Pérez Sanz. Su puesta en escena que bebe de la de Howard Hawks y, en parte, de la de Ingmar Bergman nos retrotrae a un pasado no tan lejano mediante la inmovilidad de dos personas en el paisaje africano. Reinterpretando una imagen reverencial pero también obsoleta, Pérez Sanz se acerca a un momento clave de la vida de Karen Blixen, autora del libro Memorias de África. Una linealidad existente resulta estimulante al mismo tiempo que ponzoñosa debido al extraño choque entre el hieratismo formal y el naturalismo de los diálogos. Pero, al margen de que la película sea consecuente con una tradición muy concreta de hacer cine, sugiere un punto de vista verdaderamente interesante. Justamente lo contrario que sucede con la nueva película de Andrey Knochalovsky, ¡Queridos camaradas! (Dorogie tovarishchi!), que rescata la insurrección de Novocherkassk; una huelga en pleno país comunista.
El principal problema del cine reciente de un autor tan prolífico como Knchalovsky es su utilización del espacio desmedido para conformar cuadros bonitos pero carentes de significación formal. Pues el suyo es un cine extremadamente didáctico que, desde Paraíso (Rai, 2016) ha supuesto una clonación de un cine histórico comercial, pero añadiendo sutiles cambios en su estética. Grandilocuencia, profundidad exagerada tanto en el campo como en las interpretaciones y una propensión a bucear en la trama repetidas veces para obtener las mismas conclusiones son algunos de los ingredientes que ¡Queridos camaradas! recupera para mayor desgracia de un guion tan desmedido que incluso tiene un fallo garrafal. Y es que la tendencia del ruso a subrayar las contradicciones del pensamiento soviético tras la era de Stalin o lo irónico de la guerra resulta ya demasiado aburrido.
Como los líderes del partido en Novocherkassk y los proletarios, como Nerón y los cristianos. La cosa va de persecuciones e insurrecciones. En Quo Vadis, Aida? de Jasmila Zbanic, las guerras yugoslavas se abarcan desde un conflicto que fue descrito como la masacre de Srebrenica. Aida es traductora de la ONU y se encarga de dar a conocer a los cientos de personas hacinadas en torno a las vallas del campamento de Naciones Unidas las instrucciones y decisiones de los soldados. El film recuerda bastante a En tierra de nadie (No Man’s Land) de Danis Tanovic, una película también bosnia que habla a su vez de la incompetencia de la ONU en el conflicto yugoslavo. La devastación de la guerra moderna que juega con la pobreza y el hambre para dejar que los regímenes militares destaquen todavía más entre las víctimas del bando perdedor. La obra de Zbanic se sitúa en la franja de un cine bélico que se está poniendo de moda en el este de Europa así como de un drama interno (el de la familia de Aida, que está al otro lado de la verja) que termina por prestarse a la (i)resolución de conflictos mediante el diálogo, terminado en fatal destino para las personas que miran, esperan y rezan sin poder hacer nada ante su exterminio.

Guerra(s)
Février de Kamen Kalev, una de las mejores películas de la Sección Oficial del Festival de Sevilla, se divide en tres edades y tres tiempos distintos. La vida de un hombre a los ocho, dieciocho y ochenta en Bulgaria se percibe de forma contemplativa y otorga a la cinta un precioso y pausado tiempo para desarrollarse. Lejos de las premisas que parecen regir el mundo de hoy y que sin duda se promulgan en el cine más conocido, aquellas como “vive deprisa, muere joven” o “la vida son dos días”, “carpe diem” etc. el film de Kalev se proclama como un inteligente y no menos apasionante retrato del crecimiento de un hombre de campo. “Pasado”, “Servicio militar” y “Febrero” son los tres capítulos en los que se divide el film y los momentos esenciales en la vida de Petar, el protagonista, que nació pastor y morirá pastor. Pastor que se dedica a contemplar y a fundirse en el paisaje, pastor que se acerca a Santo Tomás de Aquino en cuanto contempla y da a los demás lo contemplado. Pastor que de chico tiene una visión especial de las cosas que lo rodean y puede ver más allá de lo tangible, más allá del velo de este mundo. Pero esa visión no se da a entender como algo mágico, sobrenatural o espectacular, sino como algo muy soterrado y que cuesta discernir. Por eso la película se toma su tiempo en describir visualmente un sentimiento de pertenencia a la tierra ligado a la vida en el campo. Mediante incisos musicales de guitarra acústica y piano que siempre son los mismos se dibuja un continuum temporal en el que nada es al azar, aunque así lo parezca. La consagración del estilo como muestra de un palpito vital que se adhiere al significado del nombre de Petar. La “piedra” en forma de águila que, en dos planos alejados en el metraje pero que reverberan en el recuerdo (pues la película juega con el tiempo diegético para crear memoria real), se convierte en ave vivaz que surca el cielo del mundo. Ese mundo que parece llegar a su fin y renacer pero que, sin embargo, permanece callado; al igual que en Notturno.
Se muestran escenas apagadas de Oriente Medio, se recurre primero a la ausencia de la palabra como medio conductor por una noche llena de escenas fugaces que tienen algo en común: el sonido de los bombardeos y las ametralladoras a lo lejos. El ISIS, el autodenominado Estado Islámico y sus terrores se propagan entre las escenas devastadoras de una guerra que, como la noche, no acaba nunca. Toda la desgracia que se aborda en planos muy alejados espacialmente entre ellos, pero cercanos en el tiempo; fijos y estáticos para mayor gloria de una puesta en escena sólida pero demasiado reiterativa, acaba por repetirse hasta el exceso en su poética de la oscuridad. Las palabras sustituyen después a las imágenes mientras el sinsentido de la guerra y la muerte acompañan a la palabra “patria”. Un día a día (o noche a noche) con mucha fuerza visual y conceptual cuyo único inconveniente sea quizá la extrema tristeza y desesperanza que Gianfranco Rosi vuelca en un vórtice fotográfico.
La desgracia, esta vez individual, se recoge en la vida de Fanny, una mujer que vive junto a su puritano marido y su hijo en un condado no metropolitano de la Inglaterra del siglo XVII. Su monótona vida se verá sacudida por la aparición de dos jóvenes libertarios que huyen de unos perseguidores y se ocultan en su casa. Fanny Lye Deliver’d, la tercera película de Thomas Clay, es una película (la única en 35mm de la sección) que parte de una interesante pero fallida reivindicación feminista para detenerse en los excesos que la liberación sexual provoca. La familia de Fanny es de confesión puritana en el gobierno de Oliver Cromwell mientras que Thomas y Rebecca, la joven pareja de extraños, profesan un libertinaje propio del naturalismo pagano, pero con una ideología que no desdeña el cristianismo. Entre lo superficial y efectista de su forma y también de su propuesta pseudo-progresista todo conducirá irremediablemente a un lugar común, aunque no falto de carisma. Entre lo ridículo y lo exagerado, lo intrigante y lo mezquino, esta interesante pero banal película se moverá entre el humor, la violencia, el sexo y la verborrea ideológica para llevar lo cool de estos tiempos al terreno del “intenso” panfleto reivindicativo. Todo lo contrario de lo que sucede en la bárbara DAU. Natasha de Ilya Khrzhanovsky y Jekaterina Oertel. En ella, una cantina en la Rusia estalinista será el epicentro del exceso y la verdadera pulsión libertina en un estado opresivo. Entre el alcohol que brota a borbotones y la incesante conversación de Olga y Natasha, amén de otros personajes, una ola de incómodo aprisionamiento bañará un espacio lleno de irritación y dolor. DAU. Natasha se proclama excesiva pero brillante por momentos, reconstruyendo en su segunda mitad el terror y la tensión propios de un snuff reflexivo. Además, la dicotomía que sugiere en torno a las figuras de los actores y sus personajes se verá mezclada en un interesantísimo juego ficción/realidad que quedará supeditado a la puesta en escena.

Tecnología(s)
El medio cinematográfico y algunas de las posibilidades que puede ofrecer se aborda en los últimos films que trataremos. Aquellos que hablan de la tecnología de forma diegética y extradiegética, comenzando por Siberia, lo nuevo de Abel Ferrara.
Partiendo de la base de una incógnita increíblemente bien llevada, este (como ) autobiográfico film del estadounidense afincado en Roma propone una visión del páramo siberiano como purgatorio espiritual. En un bar en medio de ninguna parte, un Willem Dafoe casi infinito en su interpretación servirá lingotazos a los transeúntes que van llegando. Poco a poco el ambiente realista sufrirá una serie de rupturas que irán desde la aparición de viejos fantasmas hasta el arranque de viajes insospechados a lo largo y ancho del globo. Todo ello sin caer en la explicación de lo inexplicable y teniendo en cuenta la radicalidad de los últimos films de Ferrara. Rompiendo los pocos esquemas que le quedan y adentrándose en terrenos no aptos para todos los gustos, pero realmente increíbles Ferrara perderá la razón en y de un mundo personal y a la vez universal. Pesimista en el texto y optimista en la forma, Siberia se opone en esencia a la película de Benoît Delépine y Gustave Kervern, pues Borrar el historial (Effacer l’historique) posee una forma tremendamente pesimista (y necesaria) para con el mundo digital que ha dominado nuestra existencia pero se queda corta en cuanto a forma se refiere. En clave de comedia y mezclando lo naif con un gran trasfondo crítico, la película cae en tópicos demasiado imperdonables como para renegarlos en pro de momentos cómicos tan ágiles y frescos como la escena final. En Borrar el historial tres amigos, dos mujeres y un hombre, se enfrentarán a los problemas cotidianos de un mundo virtual e informatizado, en el que puedes suscribirte a un portal de mensajería gratuita por tan solo treinta céntimos; en el que es tan raro encontrar a gente leyendo en el bus que directamente preguntas de qué libro se trata y tu asombro aumenta cuando la respuesta es “Qué móvil comprar”… El drama de los smartphones también se aborda, de manera mucho más seria, llegando incluso a términos de crudeza truculenta, en Sweat donde una barbie del fitness polaca descubre que tiene un acosador virtual que se convierte en un voyeur frente a su puerta. Pero, lejos de conformarse con hacer la típica película de acoso en la era cibernética, Magnus von Horn opta por dar la vuelta al panorama y replantearse quién es verdaderamente la víctima. El discurso vitalista y sentimental que la joven Sylwia repite en sus entrenamientos públicos se oscurece al adentrarse en los territorios del descontrol en redes sociales y el choque con una realidad de la que se había olvidado por completo. La división cada vez más líquida entre dos mundos se explora mediante rápidas ráfagas y planos cortos que se sitúan a la altura de los movimientos gimnásticos de la protagonista para acabar demostrando que el bienestar físico no conduce a la felicidad.
Rusia, sustantivo
Más allá de la Sección Oficial (incluyéndola), ha habido muchos títulos dentro de la programación del Festival de Sevilla que hablan de Rusia de una u otra forma. Por razones de calidad y diversidad, el cine de este país consigue calar hondo en los pensamientos de programadores, críticos y cinéfilos sin dejar de producir lecturas abiertas. El rumano Cristi Puiu hace justamente eso en Malmkrog, la obra que ganó el Giraldillo de Oro y se coloca como una de las revelaciones de todo el festival.
Con una maestría indómita, Puiu introduce teoría compleja a modo de diálogo continuo mediante leves movimientos de cámara y planos que quedan fijos en diferentes puntos, dando visiones de conjunto o específicas de los cinco interlocutores. Nikolai, Olga, Edouard, Madeleine e Ingrida son el reflejo del Señor Z, el Príncipe, el Político, la Señora y el General de la obra de Vladimir Soloviov, Los tres diálogos y el relato del Anticristo, en que se basa. Tratando temas como Europa, Rusia, la guerra, la fe, la religión o la muerte, los nobles se situarán en un espacio sin tiempo aparente pero que aun así puede definirse. El juego intelectual al que Puiu somete a los personajes se concibe como la demostración de que una buena argumentación lo es todo. Pues el que mejor expone tiene más credibilidad, a pesar de sus convicciones. En Malmkrog prima la sencillez formal para dotar a la conversación de una trascendencia que no se aleja de lo entendible. No hay elucubración ni tomadura de pelo arrogante al margen de que haya que tener una serie de conocimientos sobre los temas tratados si se quiere bucear de verdad en la discusión. Pero para eso están los libros. La lectura que nos invita a hacer un film como Malmkrog no es sino la culminación de su grandeza, pues lejos de adoctrinar invita a conocer por uno mismo. A responder las mil y una preguntas que te vienen a la cabeza durante y después de su glorioso visionado.
