MÁRGENES 2018: SECCIÓN ESCÁNER
Sentir es un acto de resistencia
La idea la propuso Meritxell Colell en el coloquio posterior a Con el viento: “sentir es un acto de resistencia”, probablemente más que los discursos intelectuales. Es una idea afortunada para la nueva sección a concurso, dedicada al cine español, que el Festival Márgenes ha inaugurado con el debut de Meritxell Colell: sentir y resistir han sido los dos ejes principales en que se situaron las películas de la sección Escáner, que se presentó bajo el lema “cine español sin etiquetas”.
A través de una historia de regreso al hogar tras una larga ausencia, en la que la protagonista debe aprender a reinsertarse en el entorno en que creció y hacerse cargo de su herencia, y con una fuerte impronta documental, Con el viento nos muestra una forma de vida rural en vías de desaparecer. La muerte del padre de la protagonista propicia la reunión de tres generaciones de mujeres en la casa del pueblo, que la viuda ha decidido vender porque ya no tiene sentido conservarla; igual que decide tirar unos zuecos porque ya no necesita de su función, aunque acaben siendo rescatados por su nieta que les atribuye un nuevo significado en tanto recuerdo de sus raíces. La película de Colell captura así los ritmos, los rituales, los objetos, los lugares, los rostros, la luz y el viento de un mundo en el momento de su desaparición convirtiéndose a su vez en documento y memoria.
También trabaja con la memoria Cantares de una revolución, de Ramón Lluís Bande, pero en este caso el aliento revolucionario proviene de un pasado que es revivificado por la película: la revolución de Asturias de 1934. Con un dispositivo esquemático que puede pecar de reiterativo, en la película Nacho Vegas recorre los escenarios más relevantes de la Comuna Asturiana devolviéndoles desde el presente su pasado a través de los cantares y testimonios de entonces reencarnados por nuevos rostros y voces jóvenes.
Mucho más discursiva resulta Estrella errante, de Alberto Gracia, que fue definida entre otras muchas maneras por su director como el encuentro de dos alteregos tras una ruptura trágica en la que han perdido el alma, pero que apunta a muchos otros frentes: la distinta naturaleza de la imagen televisiva y cinematográfica, la búsqueda de una identidad imposible, el consumo de las imágenes como drogas, el rock and roll, la sociedad contemporánea como un escenario apocalíptico habitado por zombis, etc. Para ello Estrella errante se desarticula hasta lo incomprensible en una lucha con el lenguaje cinematográfico que no concibe nada más allá de él. Su mayor virtud: que produce una sensación de misterio por su propia forma, como si esta desarticulación del lenguaje y de la historia surgiera de un núcleo inaprensible. O tal vez sea simple solipsismo y afectación.
Gimcheoul, la última película de Jorge Suárez-Quiñones Rivas, también trata de la figura del doble y de la búsqueda y disolución de la identidad, pero de una manera mucho más concreta, sensorial y sutil; y de paso ofrece un retrato personalísimo de Corea desde sus luces, texturas, sonidos y colores y los pequeños detalles de la ciudad. Pertenece a un cine experimental volcado en las sensaciones en lugar de en el discurso. Para ser una película sobre la identidad, Gimcheoul se siente extremadamente libre fundiendo géneros cinematográficos y los límites del relato, del espacio y del tiempo. Suárez-Quiñones se entrega a la búsqueda de resonancias entre tiempos, lugares y generaciones distintas; trabaja con cuerpos y sonidos, sobreimpresiones y fundidos y, muy especialmente, con un tiempo en éxtasis que le permite suspender las relaciones causales (p.e. el raccord) en beneficio de una sensibilidad, es decir, del latido de una subjetividad que es el lugar de encuentro de todas estas resonancias. Si sentir es un acto de resistencia, Gimcheoul es la cura a todos los vicios del mundo contemporáneo que Estrella errante refleja.
Alberto Hernando
La sección Escáner del VIII Festival Márgenes incluyó en su selección de 9 películas, 3 obras inferiores a una hora, eso a lo que solemos llamar cortos y mediometrajes, y las agrupó juntas en una sola sesión que, en total, sumaba solo 77 minutos. Hace tiempo que el prejuicio que diferenciaba los cortos de las “películas de verdad” es un simple residuo. No obstante, en la mayoría de selecciones se siguen creando “secciones gueto” para estas películas de menos de una hora porque, se sobreentiende, no pueden competir de igual a igual con sus hermanas mayores. Los que lo hacen, argumentan que las condiciones de programación y, lógicamente, de distribución tan diferentes requieren de esta diferenciación. Festivales como Márgenes o Filmadrid, sin embargo, argumentan que hay pequeñas obras capaces de mirar a la cara a cualquier largometraje y que, siendo sinceros, las posibilidades de distribución de unas y otras obras, más allá del circuito de festivales, son igual de inexistentes.
De hecho, las dos películas más destacadas, con permiso de Gimcheoul, fueron dos obras de corta duración, una de ellas reconocida con el Premio a la Mejor Película de la Sección Escáner y la otra premiada anteriormente en Locarno y San Sebastián. Me refiero a La casa de Julio Iglesias, de Natallia Maríjn (13 min), y Los que desean, de Elena López Riera (24 min). Natalia Marín, conocida por sus anteriores trabajos con el Colectivos Los hijos, utiliza una animación abstracta en la que un fluido semejante al metal fundido se desliza sobre un fondo blanco. Mientras, la voz en off expone unos datos inmobiliarios que van desde la casa de Julio Iglesias en Miami hasta un proyecto de urbanismo chino, pasando por el tamaño medio de los domicilios en España. El resultado es una reflexión ácida, humorística, ágil y sencilla (que no simple) sobre la situación económica, los prejuicios y tópicos internacionales y el desequilibrio económico y social de nuestra sociedad.
Pero sin duda, el cortometraje que brilló con más fuerza fue el de Elena López Riera. Premiado en Locarno y San Sebastián. En él, la cineasta oriolana sigue explorando la tradición rural de su zona con fuerza, mirada crítica y atracción salvaje como ya hiciera en Pueblo (2015) y Las vísceras (2016). Esta vez posa su atención en las carreras de palomos y las diversas reglas del código deportivo de este tradicional deporte huertano en el que la hembra es perseguida por coloreados machos. El resultado es una observación caótica pero hipnótica de este colorido deporte rezumante de testosterona, animal y humana.
Menos acertado, como si los minutos fuesen una losa en vez de una ventaja, es Simsko Sunce y sus 38 minutos. Dirigido por Pilar Palomero y tras pasar por los festivales de Sarajevo, Lima independiente y Alcine, la película narra la desubicación urbana de dos ancianos a la espera de una intervención médica a la mujer. La intención de la autora es vaciar y silenciar la narrativa, las emociones y los gestos en busca de un minimalismo que consigue, sí, pero en pos de un mediometraje inerte de cualquier atisbo de interés más allá de su planteamiento de puesta en escena altamente sobreexplotado. Otro ejemplo festivalero con sello Europa del Este que nos hace preguntarnos si la enorme influencia de Béla Tarr ha acabado resultando contraproducente.
Por el mismo camino podría trascurrir Trote, el primer largometraje del gallego Xacio Baño tras una exitosa carrera en el cortometraje. No obstante, a esta historia ambientada en el paisaje rural gallego sobre la recomposición de una familia tras la muerte de la madre, sí le acompaña un inquietante y sutil manejo del misterio en base a la escasa habilidad comunicativa de los personajes. Una incapacidad para entender y entenderse que parece en espera de una explosión salvaje, sexual y afectiva, mientras se celebra la tradicional rapa das bestas.
Mucho más ligero y muy alejado del cine de cuidado milimétrico a lo que nos tiene acostumbrados, Lois Patiño entrega un jovial divertimiento musical y ocioso con O espíritu de Pucho Boedo. El autor de Costa da Morte (2013) o Noite Sem Distância (2015) acompaña al grupo gallego Novedades Carminha a un chalet de Sevilla mientras crean su versión de A Santiago voy, del cantante de Los Tamara, Pucho Boedo. El resultado asume sin vergüenza su carácter de vídeo casero, de grabación de fin de semana con los amigos, para encontrar en el azar de lo no planificado la expresión de modernización de la cultura; de homenaje al espíritu de Pucho Boedo, a la música gallega y al grupo protagonista que desde un principio tenía el objetivo de ser. A Béla Tarr siempre le faltará una buena fiesta en la piscina.
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