D’A FILM FESTIVAL 2019 (II). Kent Jones, María Alché, Virgil Vernier…
La feminidad en crisis: entre la radiografía y lo alienígena
Las historias sobre “mujeres en crisis” han tenido desde siempre un sitio reservado en el pabellón del cine independiente. Ha habido mujeres ensimismadas, enajenadas o simplemente airadas, todas ellas encorsetadas dentro de unos parámetros sociales en los que no cabían. Muy frecuentemente, estas son madres, otras veces viudas y, desde hace poco, jóvenes empresarias como las de The Ground Beneath My Feet (Marie Kreutzer, 2018). Pero la cuestión es que hay un interés mantenido a lo largo del tiempo por el mundo interior que aflora cuando el género femenino entra en recesión: desde Gritos y susurros (Ingmar Bergman, 1972) hasta la más reciente madre! (Darren Aronofsky, 2017), parece que hay viajes hacia el interior de la psicología femenina para todos los gustos. A priori, esto nos dice dos cosas: una, se espera que tarde o temprano las mujeres tengan, todas, un periodo conflictivo en sus vidas; y dos, se entiende que una mujer esconde un mundo interior inexplorado, que solo sale a la luz en momentos de estrés. A esta faceta oculta, lugar de deseos reprimidos y sueños frustrados, se accede a través del ensimismamiento y la languidez del que hace muestra el género femenino en el imaginario colectivo, enlazando el acto de introspección a una mística más o menos literal, y con más o menos espacio para el experimento.
El D’A venía bien cargado de películas pertenecientes a ambos polos de la ecuación: desde el retrato humanista y poliédrico hasta el espíritu femenino como linde de otra dimensión. En el bando del realismo psicológico, por ejemplo, teníamos títulos como Diane, del crítico cinematográfico y director Kent Jones protagonizado por la maravillosa Mary Kay Place. Diane es una viuda en sus sesenta que se desvive por la gente de su alrededor: sus días empiezan con visitas reglamentarias a su prima, enferma grave en el hospital, y acaban en el comedor social del pueblo. Con un deje bergmaniano, Jones retrata a una madre que necesita llenar el espacio que su difunto marido y su hijo han dejado en su vida, convirtiéndose en una suerte de cuidadora postiza para quien la necesite. La mujer desea ayudar a los demás para luchar contra un pasado que le suministra, como si de un perverso camello emocional se tratara, dosis regulares de culpabilidad. Una imagen algo descarnada de la maternidad, que esconde bajo confortables gorros de punto de cruz un martirio autoimpuesto de forma un tanto consciente. Aunque lo que más me interesa en Diane es cómo Jones trata el tiempo en la tercera edad: quien lleva el compás de la cinta son las paulatinas muertes de sus amigos, que también presagian el final de la protagonista. Aquí, el cineasta decide enmarcar los fallecimientos en dolorosas elipsis, de forma que estos nos llegan de sopetón, casi con prisas. En medio, solo quedan los interminables trayectos de coche por las nevadas carreteras montañosas de los Estados Unidos, quizás como reflejo de la exploración errática por la mente de la conflictuada protagonista.
A medio camino entre la indagación psicológica y el viaje hacia el onirismo absoluto está el debut de María Alché, que antaño fue esa Niña santa de Lucrecia Martel. Si en Diane la pérdida es constante, en Familia sumergida solo hace falta una muerte para dinamitar los oscuros resortes de la mente de su protagonista, Marcela, a quien da vida Mercedes Morán. Al más puro estilo Martel, acreditada en el proyecto como asesora creativa, la cineasta vuelca todos los recursos a su alcance para reflejar el estado de profundo duelo de una cabeza de familia completamente alienada, en piloto automático después de la muerte de su hermana. Una mujer en crisis, pero solamente interior, pues de puertas afuera trata de mantener una compostura que se resquebraja por segundos. Así es que, en un gesto algo romántico, Alché traspasa el estado emocional de su personaje al entorno en el que vive: desde las tupidas cortinas que recubren las paredes hasta la increíble cantidad de plantas por metro cuadrado que hay en su interior, la casa de Marcela es selvática, demasiado abarrotada y tiene problemas de cañerías. Pero el caos mental de esta mujer, cumplidora y entregada a la vida familiar, solo se confirma verdaderamente cuando sus demonios interiores, personificados en la forma de decrépitos parientes, invadan su entorno de forma bastante literal.
Si la película de Alché es algo punki, en el extremo más alienígena del retrato interior femenino se encuentra la visión de Virgil Vernier en Sophia Antipolis, un violento relato sobre el estado de las cosas en la Francia actual (de ahí que esté enmarcado en el paraíso tecnológico de la Riviera francesa). La suya es una recopilación de historias que curiosamente encuentra en dos de sus protagonistas a mujeres tremendamente tipificadas por el imaginario genérico. Por un lado, está una señora vietnamita de mediana edad que, teniendo la vida resuelta gracias a los fondos de su marido muerto, pasa los días matando el tiempo como puede. Un día, por aburrimiento o quizás por gracia de alguna suerte de revelación interior, es reclutada por un culto que predica oscuras visiones sobre el inminente fin del mundo. Es entonces cuando los espacios ligados intrínsecamente a nuestra concepción lánguida y expectante de la mujer en crisis adquieren un tamiz más inquietante. El mar, concebido habitualmente como lugar de introspección y pacífico encuentro con el mundo interior se tiñe de rojo oscuro, siendo paisaje y testigo de un tétrico relato sobre la llegada del Apocalipsis. Mientras tanto, una adolescente se presenta a una clínica para operarse los pechos. Al cabo de unos días esta aparece muerta, quemada en un garaje. Así, la figura de esta niña que quiso crecer demasiado rápido pasa a ser una presencia fantasmal que recorre las calles de una ciudad donde ciertamente algo anda muy mal. Las mujeres, según Vernier, son la puerta de traspaso a un mundo oculto, que acaba infiltrándose en nuestra cotidianidad más higiénica y avanzada por los resquicios de una sociedad que se resquebraja por su propia naturaleza (de ahí, el papel de esa suerte de Jinetes del Apocalipsis que son los integrantes del grupo de justicieros urbanos a la caza de vagabundos e inmigrantes). Lejos del complejo retrato psicológico, lo suyo es más una profecía de carácter algo ambivalente: ¿Reivindica la necesidad de una mirada ulterior hacia un mundo caduco o simplemente repite el estereotipo sentimental que ha encasillado el género femenino desde tiempos antiguos?