EUPHORIA (T2)
TikToks of love
Al inicio del capítulo 4 (Lo real y lo imaginario), en el eclipse de la última temporada de Euphoria, cuando la construcción del caos se superpone a las buenas intenciones, Sam Levinson da quizás la metáfora perfecta para resumir esta serie, pero sobre todo para comprender el fenómeno viral y efímero que ha generado. A través de un amplio abanico de referentes romantizados, desde la celestial Venus de Boticcelli hasta la ultrasexualizada sesión de cerámica ultratúmbica de Ghost (Más allá del amor) (Jerry Zucker, 1990), Rue (Zendaya) y Jules (Hunter Schafer) encarnan todas las tipologías de amor. Bellezas aparte, cuando la narración aterriza de nuevo en el tétrico cuarto asistimos al momento exacto en el que Rue finge un patético orgasmo y la carta se da la vuelta. Resulta que va tan puesta de pastillas —o en su alegoría, imágenes aesthetic propias de tumblr— que es incapaz de sentir placer, poseer conciencia crítica o siquiera respetarse a sí misma. Rue está profundamente enamorada, no de Jules, sino de las drogas; el espectador está profundamente enamorado, no de Euphoria, sino de sus imágenes.
Felipe Rodríguez Torres señalaba que la primera temporada teorizaba acerca del trauma generacional que supuso el 11-S para la civilización occidental y su consecuente incapacidad para afrontar la realidad adulta tal y como es: una absoluta decepción. Sin embargo, esta continuación supera los contextos sociales, se desquita de introducir nuevas críticas al hiperconsumo, la banalización de las drogas o la desafección humana, para centrarse en la destrucción propia, interior y secreta del yo. Porque ahora, como declaraba su creador, cuando todo “debería sentirse como a las 5 a. m., mucho más allá del punto en el que todos deberían haberse ido a casa”, la implosión es inminente y la serie comienza sin ninguna timidez a reflexionar acerca de la deconstrucción.
Por un lado se encuentran los puentes que se cortan, los personajes que bien por sus carencias afectivas o bien por su ansia de sentir algo —aunque sea dolor— se dejan llevar por malas decisiones. Puede que con un punto retorcido, Cassie (Sydney Sweeney) y su amor prohibido supongan el máximo exponente de este masoquismo autodestructivo cuando, a pesar de que las lágrimas descienden con ardor e ira, un espejo atestado de rosas proyecta una belleza ilusa. Y aquí se induce el que quizás sea el mejor retrato de toda una generación, la imagen proyectada, visible y autoconsciente que reprime hasta ahogar el llanto culpable para mostrar una gran sonrisa fingida. Una generación en constante contradicción entre lo que se muestra y lo que se guarda, incapaz de aprehender el sentido último de sus acciones y focalizada siempre en acto presente. Una generación en estado latente de adolescencia.
En el sentido contrario, ascendiendo de los infiernos metanfetamínicos, se encuentra Rue y todo su entorno. En una huida hacia delante —condensada en el capítulo 5, Quédate quieta como un colibrí, y especialmente en su inconmensurable trabajo corporal como actriz— este personaje, por momentos omnisciente en una mecánica de narradora ya explorada en la anterior temporada, rebaña y consume la poca dignidad que le deja la depresión y observa, finalmente, que “la intención de querer ser una buena persona, es lo que hace que siga intentando ser una buena persona”.
Ambos personajes, enfrentados en un díptico, sirven para mostrar dos instantes del mismo camino y su conexión con la realidad. No obstante, esta oposición es, además de argumental, formal. Salvo en el reencuentro entre Rue y Jules, Levinson filma a su protagonista casi sin brillos de colores ni ángulos imposibles. Salvo en la fantasía, su universo se presenta sombrío y decadente. Por el contrario, Cassie folla en andamios rayados por la luna, recorre los pasillos aislada con desenfoques y vestida con espectaculares conjuntos e incluso se parte la cara bajo los focos irradiantes de un escenario. En otras palabras, quien se destruye, quien vive subordinada a su imaginación —anteriormente llamadas drogas, ahora denominadas “amor”—, percibe su yo bajo la estética sublimada de las redes sociales. Mientras, aquellos quienes, una vez tocado fondo, afrontan su vida tal y como es, aceptando por fin su drogadicción como enfermedad —suceso que se germinaba en el capítulo especial Rue. Trouble Don’t Last Always—, consiguen ver los grises, pardos y ocres que componen la paleta de su realidad.
Debido a esta redirección del discurso, atento a los aspectos intrínsecos de sus personajes, esta nueva temporada se percibe más apoyada en la coralidad que en la voz de su protagonista. Sin olvidar su universo, Levinson traslada esa romantización que sentía el espectador por la imagen hacia un eje más diverso, con figuras que identifiquen a la gran comunidad de fans. Y la susodicha pluralidad se refleja en el TimeLine. Euphoria no podría ser entendida bajo otra óptica que la de TikTok, una interminable yuxtaposición de tramas paralelas sin equidistancia que se detienen durante breves acontecimientos sin otro objetivo que complacer el apetito visual —y sexual— del espectador. Chispas de información, relatos que prenden y llamaradas esporádicas para no perder el interés.
Quizás por eso, algunas tramas de apariencia fundamental -la Rue empresaria- desaparezcan una vez se ha llegado a la siguiente pantalla. Pero quienes delatan aquí una vagueza narrativa o una representación vacua, amoral y superflua, se olvidan de que Levinson pretende diseccionar una generación fundamentalmente hedonista. Por ello, se arma con sus medios, extrae los moldes verticales y los ensancha hasta metarrepresentarlos sobre un teatro, hasta dibujar con ellos el propio vacío, la falta de límites morales y la fútil profundidad de los centennials. En otras palabras, unfollows.
Se podrá discrepar acerca de si la mirada de Levinson es acertada o prejuiciosa, sobre si sus personajes bordean más el melodrama adolescente de una vulgar soap opera que la tragedia simbólica de Tennessee Williams, o sobre si la descripción de los universos plagados de estupefacientes, alcohol y sexo donde nadie estudia ni trabaja, son percibidos a través de la aspiración social y no de la identificación emocional. Todos los debates quedan abiertos, causan furor, pero aquello de lo que se puede estar absolutamente seguro es que Euphoria, gracias a su estética preciosista, se ha convertido en un referente romantizado global más. Igual que Ghost en los noventa o Titanic en los 2000, esta nueva temporada sólo viene a confirmar lo que de por sí ya era un hecho: tanto su contenido como su contexto reafirman el amor audiovisual de una nueva generación, la Z, por su propio universo. Con implosión o sin ella, la pregunta queda lanzada, ¿Cómo superar este amor irracional?
Euphoria, T2 (EE.UU., 2019)
Dirección: Sam Levinson (creador), Pippa Bianco, Augustine Frizzell, Jennifer Morrison / Guion: Sam Levinson, Daphna Levin, Ron Leshem / Producción: Sam Levinson, Drake, Michael Carroll / Música: Labrinth / Fotografía: Marcell Rév, Rina Yang / Montaje: Julio Perez IV, Harry Yoon, Laura Zempel / Reparto: Zendaya, Hunter Schafer, Sydney Sweeney, Barbie Ferreira, Maude Apatow, Eric Dane, Alexa Demie, Jacob Elordi, Storm Reid.
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