EUPHORIA PART 1: RUE. TROUBLE DON’T LAST ALWAYS
Reactualizando a Edward Hopper
La iconografía del american way of life ha intentado (y conseguido) representar el diner como ese lugar idílico donde la sociedad americana en general y la juventud en particular queda congelada en el tiempo en un momento concreto de la historia americana (los años 50), con su superficie y apariencia tan luminosa y confortable. Desde los tebeos de Archie y su Pop’s Diner -el diner donde Archie (acompañado de su amigo Jughead) se enfrentaba a la difícil decisión de elegir entre la virginal Betty y la voluptuosa Verónica alternado burguers con queso y milkshakes- pasando por trabajos donde la nostalgia y la idealización jugaban una gran baza para representar esa supuesta Arcadia feliz: American Graffiti (1973) de George Lucas, Grease (1978) de Randal Kleiser o Regreso al futuro (1985) de Robert Zemeckis. El diner era el espacio donde los puros, castos y libres adolescentes norteamericanos -y por ende, la juventud occidental- se refugiaban de los males de la contemporaneidad, ya fuera el terror nuclear, el peligro rojo o la sexualidad “impura”.
Esa artificiosa tarea de idealización aséptica de la adolescencia y de la realidad se impuso también en representaciones más contemporáneas de la juventud, como por ejemplo en el serial Sensación de vivir (1990-2000) donde a partir de la mirada moralizante y conservadora de adultos tan reaccionarios como Darren Star o Aaron Spelling –showrunner y productor, respectivamente de la teleserie- alertaban de los males del libertinaje de la juventud occidental, intentando aplacar sus miedos, deseos e inseguridades (el sexo en la era del SIDA, el uso lúdico del alcohol y las drogas de diseño, el peligro de las armas) con una capa de naftalina y caramelo, desde la barra del Peach Pit, el diner que servía de base de operaciones para Brandon, Brenda y cía. Pero todo ello con la misma intención anestesiante de las obras previamente citadas. No con una intención comprensiva y de escucha atenta intergeneracional, sino intentando encajar a dichos adolescentes en una especie de ilusión bañada en formol del sueño americano de sus antecesores. Un sueño frágil y envenenado en su interior que sojuzgaba sin matices las consecuencias de los actos de sus jóvenes protagonistas, pero que en ningún momento pretendía (ni se planteaba) buscar las causas que provocaban los problemas y los miedos anteriormente citados. Miedos y problemas que eran fruto, casualmente, de la capa de irrealidad proveniente de ese mundo candoroso e idealizado que en realidad nunca existió y que los mass media cauterizaron en las mentes de varias generaciones.
En paralelo, autores como Edward Hopper buscaron mirar y analizar dicha iconografía y darle la vuelta, revelando su verdadero interior y sugiriendo en el proceso las causas que lo provocaban. Y casualidades de la vida, entre todos los elementos que conforman el sueño americano, el diner aparece como motivo simbólico fundamental de esa crítica, en el que quizá es la obra más reconocible del pintor estadounidense: Nighthawks. Un trabajo creado en 1942 que representaba el ambiente nocturno de un clásico diner americano en una ciudad anónima de los Estados Unidos de América. En su interior, cuatro individuos. Una pareja formada por un hombre y una mujer, donde la incomunicación que se percibe entre ellos, es capaz de traspasar esa cristalera desde donde la mirada de Hopper, y por ende la del espectador que observa el cuadro, les vigilan y espían desde una distancia prudencial. A unos pocos metros de ellos, un hombre, de aspecto desolado y derrotado, da la espalda al lienzo, ensimismado en sus pensamientos. Si el diner, como hemos mencionado anteriormente, era el lugar donde aislarse y protegerse de los males del exterior -un lugar de reunión y socialización- aquí Hopper lo convierte en todo lo contrario. Los ocupantes del diner traen consigo y envenenan el ambiente, del dolor del alma que llevan en su interior, transformando el ambiente y el ecosistema interior del local.
Ambas temáticas y conflictos, la mirada moralizante hacia la juventud, frente a un tipo de mirada comprensiva y compasiva y la dualidad del diner entre la magnificación idealizada y su representación en negativo, confluyen en el primero de los dos episodios de Euphoria que sirven como puente entre la primera y segunda temporada del serial creado y dirigido por Sam Levinson. Si ya en su primera temporada Levinson rompía -a través de unas formas que aunaban con verdadera pericia las set pieces scorsesianas y andersonianas con la lisergia salvaje de Oliver Stone o Baz Luhrman- la manera de mirar y analizar los problemas de la juventud contemporánea, aquí reduce el ruido y la furia en un impasse narrativo que sucede íntegramente en el interior de un diner que remite directamente a las intenciones formales y conceptuales del Nighthawks de Edward Hopper, que representaba el miedo y la desolación de la sociedad americana inmersa en el ataque a Pearl Harbor y la intervención norteamericana en la 2º Guerra Mundial.
Al igual que en el cuadro de Hopper, el diner es representado como una suerte de limbo imbuido de melancolía que supura el dolor de Rue la protagonista del serial y de este relato. Una Rue, que en el final de su primera temporada, quedaba abandonada por su novia y atormentada por su descenso a los infiernos fruto de las drogas de diseño. Como única compañía de Rue en la soledad del diner se encuentra Ali, un ex-politoxicómano rehabilitado de 55 años que ahora ayuda a salir del pozo de la adicción a jóvenes como Rue. De un brochazo, Levinson introduce y reinterpreta ambas iconografías -la del serial teen y la representación del diner– en las formas de su serial. Un serial que motivado por la epidemia de COVID-19 ha tenido que reinventarse y crear este primero (de dos) epílogos de la primera temporada, o prólogo de la próxima segunda temporada.
Pero Levinson sabe sacar fuerza de dichas imposiciones. Un episodio con casting y localizaciones reducidas, cuyo fantasmagórico set sirve tanto como metáfora del aislamiento social de la pandemia, como de espejo contemporáneo del cuadro de Hopper. Y el objetivo de Levinson lo captura de la misma manera. Un lugar hermético, refugio de un mundo hostil y peligroso cuyos interiores parecen envasados al vacío. Un lugar que al igual que en el cuadro de Hopper es observado, en sus primeros compases, desde la mirada voyeur pero a su vez respetuosa, tanto del espectador como de Levinson, a partir del cristal que separa el mundo exterior del interior. Con planos generales que sutilmente se van convirtiendo en planos medios y de ahí a planos generales. Una danza de sutilezas, alejado totalmente del virtuosismo formal de su primera temporada -en especial el episodio de la feria o el clímax musical psicotrópico con el que cerraba la temporada- pero igualmente efectivo.
La cámara de Levinson reproduce y recrea el tumulto interior de la conversación entre Rue y Alí. La cámara se aleja, sitúa en perpendicular el rostro de Rue, a partir de la confianza o falta de ella, entre Rue y su interlocutor. Los planos se acercan y alejan en función del ritmo interno y externo de la narración y el tumulto emocional de la antiheroína del serial. Y cuando el clímax emocional rompe las barreras creadas por Rue y el dolor y la verdad exhala por su voz y sus poros, Levinson no aleja ni corta el primer plano de su rostro, que pasa de la máscara nihilista a la inocencia rota infantil sin corte de plano. Sin olvidar por supuesto los contraplanos introducidos con precisión quirúrgica del personaje de Alí. Todo ello precedido por un interludio donde los personajes se separan, los dos mundos se distancian -representado por un tan virtuoso como brillante plano que escinde las dos realidades- y los espejos y los reflejos, sutilmente introducidos a lo largo del metraje, se convierten en los protagonistas del mismo.
Todo ese juego formal, tan sutil como medido, de nuevo le sirve a Levinson para continuar su análisis tan feroz en sus formas como compasivo en su fondo, en su aproximación a los demonios de la juventud. Una juventud ahogada en otro universo pecera -la tecnología móvil- que sirve, al igual que las adicciones de su protagonista, para evadirse y huir de una realidad que a las ya representadas en su primera temporada -con el 11-S, la América de Trump y la crisis social, económica y del alma de la sociedad americana- se le suma un suceso imprevisto pero que sirve de epílogo de estas dos últimas décadas, la pandemia de COVID-19. Como bien le dice Alí a Rue en los minutos finales del capítulo autoconclusivo: “Vivimos en tiempos oscuros”. Y lo único que queda para sobrellevarlos es lo sencillo, aquello que el ruido y la furia del consumismo y los mass media intentan ahogar. Dos personas conversando,escuchándose y apoyándose de manera humilde, sin juicios y con empatía.
Euphoria Part 1: Rue. Trouble Don’t Last Always (EEUU, 2020)
Dirección: Sam Levinson / Guion: Sam Levinson / Edición: Nikola Boyanov, Julio Pérez IV / Producción: Sam Levinson, Drake, Gary Lennon, Ron Leshem, Daphna Levin / Fotografía: Marcell Rév / Reparto: Zendaya, Colman Domingo, Hunter Schafer, Marsha Gambles
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