EN LA PLAYA DE CHESIL
Entre Mozart y Berry
A estas alturas pocas personas desconocen a Ian McEwan. El novelista es conocido por la forma episódica de sus historias, contadas a través de flashbacks que condicionan el presente de sus personajes. También por su tono agridulce, ese que busca eficazmente la lágrima de sus lectores. Estas características en conjunto crean una narración muy visual que, desde hace años, ha llamado la atención del cine. Son muchas las obras de McEwan adaptadas para la gran pantalla, El jardín de cemento (Andrew Birkin, 1993) o Expiación: más allá de la pasión (Joe Wright, 2008), por citar las más conocidas. En la playa de Chesil, que guioniza él mismo, vuelve a señalar la relevancia que el pasado desempeña en el presente, también las diferencias visibles y ocultas entre una pareja, todo desde una perspectiva casi adolescente y un tema tabú en los años 60: el sexo.
Antes de casarse, Florence y Edward son dos jóvenes de clases sociales diferentes. Ella, pese a su fuerte carácter y espíritu rebelde, viene de una familia acomodada y estricta. Le gusta la música clásica. Él, inteligente y extrovertido, también de carácter fuerte y buen corazón, intenta escapar de un hogar donde el ambiente desesperanzador es constante. Se decanta por el rock and roll y el blues. McEwan cuenta la historia de ambos partiendo de su luna de miel en la pedregosa playa de Chesil. A través del comportamiento nervioso e inocente de los amantes durante su primera vez, el pasado empieza a manifestarse y empezamos a conocerlos, a darnos cuenta de cómo la inexperiencia, la desinformación respecto al sexo y el haber crecido en un entorno limitado los ha llevado hasta allí. Las imágenes son exquisitamente delicadas, tiernas y elegantes, un ejercicio empático desarrollado por el director, Dominic Cooke, y que hacen que la película sea un viaje extraordinario y conmovedor hacia unos desgarradores años 60.
La playa de Chesil es el punto de partida donde todos los problemas, inquietudes y torpezas de los jóvenes se acumulan, al igual que los grandes chinarros de su orilla, esos chinarros cuyo peso y acumulación los vuelve inamovibles para un mar en calma que podría borrar el pasado de la pareja de no haberse formado sobre unos pilares tan sólidos e infranqueables. Cooke utiliza estas metáforas y la misma cámara para mostrar la distancia que pese a la cercanía corpórea separa a Florence y Edward. Saoirse Ronan y Billy Howle, que dan vida a los jóvenes enamorados, empatizan con sus personajes dejando que el drama fluya. La química entre ambos asusta, los dos están comprometidos con el hecho de mostrar al mundo que una época opresiva y desinformada crea inseguridades y terror en el ser humano. Porque conocer y querer a una persona no es desnudarse frente a ella, es poder hablar de cualquier cosa y, por qué no, ponerle tu canción favorita.
Y es sólo eso, ponerle a alguien tu canción favorita llega a ser un acto íntimo y de generosidad. En un momento de la película, con intención de desnudarse (no físicamente), Florence se sitúa detrás de Edward y comparte con él el Quinteto en D Major de Mozart. El chelo empieza a sonar. “Atento a la octava”. En música, una octava se compone de ocho intervalos que separan a la misma nota. Siendo tan similares, pero con sus diferencias, estando hechos el uno para el otro, los jóvenes no saben que algo más que una octava o la música “dinámica” de un tal Berry los separa, creando barreras en una relación perfecta en la época equivocada.
En la playa de Chesil (On Chesil Beach, Reino Unido, 2018)
Dirección: Dominic Cooke / Guion: Ian McEwan, basado en su propia novela / Producción: Elizabeth Karlsen y Stephen Woolley para BBC Films y Number 9 Films / Fotografía: Sean Bobbitt / Montaje: Nick Fenton / Música: Dan Jones / Dirección artística: Susannah Brough / Diseño de producción: Suzie Davies / Reparto: Saoirse Ronan, Billy Howle, Emily Watson, Anne-Marie Duff, Samuel West, Adrian Scarborough, Bebe Cave, David Olawale Ayinde, Philip Labey, Christopher Bowen, Ty Hurley, Bernardo Santos
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