A. ZVIÁGUINTSEV (III): ‘ELENA’ Y ‘LEVIATÁN’. EL VIRAJE POLÍTICO
El distanciamiento del heredero
La tercera película de Andrei Zviáguintsev rompe de manera discreta con la tendencia icónica de sus dos obras iniciales. Son varios los códigos que empiezan a transformarse en Elena (2011) y Leviatán (2014), y que hacen que la influencia tarkovskiana —de la que hemos tratado en los dos anteriores artículos— dé paso a nuevas inquietudes que, sin abandonar las tramas familiares irán dibujando lienzos intimistas que apuntan a toda una sociedad. En la última imagen de El destierro (2007), varias señoras labraban el campo mientras cantaban, recogiendo el testigo de la película que tras un giro de guion, por primera vez, entregaba los últimos minutos del film a la figura femenina. Se preparaba el camino así a Elena, una película protagonizada íntegramente por una mujer mayor que, tendrá que asumir el cargo de sacar adelante a su pobre familia.
Frente a la actividad femenina prácticamente nula de El regreso (2003), en Elena Zviáguintsev propone un salto exponencial en cuanto a la cuestión de género que, sin embargo, no irá acorde cualitativamente. Siendo difícil superar las expectativas generadas después de un comienzo de carrera magistral, el ruso arriesga a desligarse de tan marcada estética —basada en los silencios y el poder visual— para explorar alternativas que le hagan crecer como cineasta. Quizá Elena no esté a la altura de sus primeros films, pero su función dentro de su corta filmografía es la de gestar la base de sus próximas proezas: Leviatán y Sin amor (2017). Si bien es verdad que en estas últimas el relato colectivo se impone, de manera brusca a la evolutiva posición frente a la cámara de la figura femenina, no es menos cierto que le deben a Elena gran parte de su carga sociopolítica en la que la burocracia institucional, la desigualdad de clase o la supervivencia en un sistema podrido maltrata y exprime a sus habitantes más necesitados.
La acción de la tercera película de Zviáguintsev ya no se sitúa en amplios parajes rurales aislados de toda presencia humana, sino que por primera vez la ciudad se convierte en el escenario perfecto donde plasmar el caos en el que envuelve la protagonista. En el giro de guion final de El destierro, cuando Zviaguintsev se desplaza de localización y cambia el protagonismo masculino por el de su compañera, un flashback mostraba a Vera recibiendo la noticia de su embarazo, cometiendo un fallido intento de suicidio y divagando vestida de rojo sobre su posición social la soledad y el abandono extremo, el hundimiento existencial, la herencia tanto política como humana y las motivaciones de sus actos.
Se tratan de los mismos problemas a los que Elena deberá hacer frente en nombre de una clase y posición social ninguneada, y que le conducen a envenenar a su pareja —quien intenta recuperarse del infarto sufrido en el gimnasio— para hacerse con una herencia que no le corresponde, tras declarar Vladimir que la mantendrá al margen a favor de su hija con la que casi no tiene contacto. El asesinato será el único modo de que la protagonista salve su núcleo familiar más cercano, para que las clases sociales bajas no se pudran en el caos salvaje de un sistema capitalista esclavista que, tras la caída del muro de la vergüenza, parece retroceder a las oscuras décadas anteriores en homenaje a esa recurrente frase que dejó escrita el italiano Giuseppe Tomasi di Lampedusa en su libro El Gatopardo (1958): “Cambiar todo para que nada cambie”.
Si declarar la guerra en solitario a un viejo ricachón puede resultar catastrófico para Elena, Zviáguintsev aprieta aún más la tuerca en Leviatán. Retomando de nuevo la atmósfera fría, lluviosa y apagada de sus primeras películas, el cineasta combina su estilizada maquinaria formalista y el cuidado por el paisaje para denunciar el sistema alienador y burocrático que se encargará de destruir la unidad de los personajes en su cuarto film. Inspirado en el monstruo marino —vinculado con el Diablo, con el mal— al que hace referencia el Antiguo Testamento, Zviáguintsev institucionaliza a la bestia bíblica en Leviatán: la corrupción, personificada en un alcalde que hace uso abusivo de su poder, la autoridad capaz de organizar un montaje policial y una Iglesia que se lava las manos mirando hacia otro lado. Y es que, Leviatán (1651) también es la metáfora con la que Thomas Hobbes conceptualiza el Estado a partir del principio del monopolio de la violencia. Una vez más, la desintegración de una familia y la imposible convivencia comunitaria se cebará con los sujetos que incluso llegan a autoculparse de sus desgracias: “El hombre es el animal más peligroso”, “Todos somos culpables de algo”, “Todo es culpa de todos”. Son frases que citan directamente a la obra de Hobbes.
Tras el estreno de Leviatán, el director ruso fue duramente cuestionado por los valores que transmitía su película. Y es que, el ministro de cultura Vladimir Medinski declaró que el film reflejaba un ambiente despreocupado del país, y Sergei Márkov (miembro del partido de Vladimir Putin) lo calificó como un genocidio del pueblo ruso. Antes de estrenarla, Zviáguintsev fue obligado a cortar su film debido a una ley que prohíbe el léxico marginal en los discursos políticos, canciones o en el cine y, como consecuencia, tuvo muchísimos problemas para acceder a las ayudas del Estado para financiar la que hasta ahora es su última película.
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