EL TRIÁNGULO DE LA TRISTEZA
Soberbia, crueldad, machismo
Hace ya nueve meses que Ruben Östlund se alzó con la Palma de Oro en el Festival de Cannes con su última obra, El triángulo de la tristeza, repitiendo la conquista que ya se llevó con The Square. De este modo el director sueco entró a compartir el panteón de los dobles galardonados junto a personajes ilustres como Coppola, Kusturica, los hermanos Dardenne o Haneke entre otros –hombres, claramente–. Obviando el debate del valor o no de los premios y la objetividad presupuesta de los jurados de los certámenes, este caballo de Troya ganador remueve opiniones de todo tipo y demuestra que la capacidad dramática, la potencia estética y el control tonal son cualidades incuestionables en su director y en su película. Quien lo niegue es ciego y sordo, las butacas de la sala se repliegan de carcajadas y sí, es fácil perder la conciencia en sus dos horas y media. Pero las películas, como cualquier obra de arte, deben decodificarse más allá, en su totalidad, en la plenitud de su mensaje. Y en este caso, su mensaje es repulsivo.
El triángulo de la tristeza presenta, en una analogía sonrojante, el capitalismo reunido en un yate a la deriva. Su interior es nuestra sociedad, dividida entre un aletargado proletario de servicio cuya presencia es anónima y unos omnipotentes, guapos y cínicos pasajeros millonarios. Los primeros anteponen su dignidad bajo la promesa de unas buenas propinas, los segundos fingen tener cierto sentido de humanidad aunque se enorgullezcan de vender, literalmente, mierda. Todo regurgitado con comedia de aparentes tintes políticos, algún chiste sobre el comunismo, la guerra en Oriente Medio y superficialidad del mundo de la moda que pone cara de intensidad para vender Balenciaga y de felicidad desbocada para H&M. En definitiva, un catálogo de malas personas observadas bajo el simplismo, bajo la reductora afirmación de que en el capitalismo el poder implica opresión.
Pese a este galimatías, la película encierra un mensaje mucho más preocupante que el petardeo inocuo y pseudo revolucionario. Su estructura tripartita configura dos líneas discursivas: las maldades del capitalismo ya mencionadas y, una mucho más cuestionable, la razón de ser del sistema patriarcal contemporáneo. En una larga introducción —habitualmente eludida en los análisis de la película— Yaya y Carl, la joven pareja de modelos protagonistas, discuten sobre quién debería pagar la cena, recibir regalos y ganar el dinero. La respuesta parece feminista, cuando él se niega a invitar a la carísima cuenta de manera constante, ella manipula en un alarde de toxicidad al pobre, ingenuo y patético hombre. Pero entiéndase bien, el espectador reflexiona junto a Carl, no frente a él. Se posiciona críticamente en oposición a estos comportamientos y se expone el comportamiento machista del que se aprovecha la mujer. Primera alerta, Östlund señalando que ellas también perpetúan y promueven el machismo que les beneficia.
Tras todo un gran y vomitivo interludio, el Triángulo de la tristeza rescata el tema introducido en su tercer ángulo, en su tercer acto. Cuando el matriarcado se impone por supervivencia después de que el yate naufrague –analogía increíblemente elocuente y elaborada– y la sociedad se reconstruye a pequeña escala, el hombre pasa a ser el sujeto deseado sexualmente. En tintas claras, el hombre pasa a ocupar el espacio que la mujer ha ostentado los últimos 4.000 años. Él debe vender su cuerpo a cambio de unos privilegios como son el agua y la comida, debe dejarse hacer, debe objetivar su existencia. Es decir, cumplir con su papel en la sociedad. Y si antes hablamos de alerta, esto es un aviso nuclear. El final resuena con la discusión del principio, ahora se pone en duda si Carl pensaba en su feminismo de forma correcta. La película plantea la duda de que la belleza o, más bien, la satisfacción del deseo sexual aunque no implique nada físico, no sea una moneda ya de por sí suficientemente valiosa como para ser invitada a cenar, obsequiada con regalos y exenta de trabajar. Y frente a esta duda, la embustera afirmación de Carl: ”te amo, tu me das pescado”.
Östlund, por lo demás, es un director inteligente, que conoce muy bien a su público. El triángulo de la tristeza se resarce en la venganza, en crear la falsa ilusión de justicia cuando las tornas se cambian y el poder se desplaza al matriarcado, en complacer a los proletarios bajo la creencia de que si el rico desaparece el mundo es un lugar mejor. Bobadas subdesarrolladas que, además, son contradecidas según avanza la película, pues, lo que en apariencia simula un ajuste de cuentas, en realidad revela que para el director es lícito ejercer el mal ya que pertenece al constructo social en el que vivimos. ¿Si no, cómo se entiende que haya el mismo nulo sentido de la humanidad en los ricos que en los pobres? ¿Cómo se lee que para mantener el poder, “todos hacemos cualquier cosa, incluso asesinar”? Östlund alienta el odio y excusa la violencia —física, visual y verbal— bajo una bandera populista y “nostálgica”. Östlund es un Robespierre desilustrado, que vocifera un mensaje sin aristas, que no invita a reflexionar, sino que impone un discurso sin conciencia. Östulnd es, en definitiva, el ganador de la Palma de Oro.
El triángulo de la tristeza (Triangle of Sadness, Suecia, 2022)
Dirección: Ruben Östlund / Guion: Ruben Östlund / Producción: Plattform Produktion, SVT, Film I Väst, arte, Coproduction Office, arte France Cinéma / Fotografía: Fredrik Wenzel / Montaje: Mikel Cee Karlsson, Ruben Östlund / Interpretación: Harris Dickinson, Charlbi Dean, Zlatko Buric, Dolly De Leon, Woody Harrelson, Vicki Berlin, Henrik Dorsin, Sunnyi Melles.