Amblin

EL SECRETO DE LA PIRAMIDE

Entre el fan fiction y la reinterpretación

El secreto de la pirámide

En la primera mitad de la década de los 80, Amblin había conseguido encandilar a las audiencias con títulos como Gremlins (Joe Dante, 1984), Los Goonies (The Goonies, Richard Donner, 1985) o Regreso al Futuro (Back to the Future, Robert Zemeckis, 1985), películas con un rotundo éxito de crítica y público. En cambio, la segunda mitad de la década vino precedida por el que quizá fue el primer tropiezo de la recién formada productora, El secreto de la pirámide (Young Sherlock Holmes, Barry Levinson), estrenada el 4 de diciembre de 1985 en Estados Unidos.

El germen de esta revisitación en clave juvenil de la mítica invención de Arthur Conan Doyle vino de la mano de Chris Columbus, un joven guionista, que había sido el creador de los libretos de dos títulos de éxito de Amblin como fueron Gremlins y Los Goonies. Al estilo de los fan fiction que tanto se estilan en la actualidad, Chris Columbus escribió un libreto, supervisado por Steven Spielberg, que ahondaba en una infancia holmesiana que nunca había sido planteada por Doyle y que, en un acto de humildad poco frecuente en la actualidad, asumía su condición consciente de fan fiction y la explicitaba a través de en un par de textos que arrancaban y cerraban el filme. En ellos, Columbus pedía perdón a priori y de manera muy sutil tanto al creador del personaje como a la ingente cantidad de fans que acumulaba el mismo por si alguna de sus elucubraciones dañaban el prestigio y la imagen de Sherlock Holmes.

El resultado, ajustándonos únicamente al libreto escrito por Columbus, es más que estimable. Desde la narración de un Watson ya adulto y que le confiere al relato un carácter mítico, Columbus entrega una variación del personaje original, en base a las características de personalidad ideadas por Doyle, en una suerte de what if, donde aquello que cuenta no corrompe las novelas originales del personaje, si exceptuamos la licencia de unir las vidas de Watson y Holmes en la infancia. A su vez, el personaje y sus detalles característicos son integrados en la trama de manera orgánica, sin regodearse en los mismos. Más atrevida e igualmente efectiva es la creación de dos figuras apócrifas, pero que tendrán un impacto fundamental en el futuro conocido del personaje. El profesor Rathe, mentor de Holmes, que se acabará convirtiendo en su mayor némesis, y Elizabeth, el interés amoroso de su infancia y motivo por el cual Holmes pasará de ser el joven ilusionado  que no quiere vivir solo al investigador solitario de los relatos originales, aportando unas capas de humanidad a la estoica figura, dignas de la mejor reinterpretación.

El secreto de la pirámide

Es interesante también destacar, las semejanzas de esta elucubración acerca de la infancia apócrifa de Holmes y Harry Potter, la obra de J.K. Rowling. Máxime, cuando el director de las dos primeras adaptaciones cinematográficas de las novelas fue nada menos que Chris Columbus. Así, el el trabajo de este tiende puentes con la obra de Rowling, siendo muy llamativo cómo el trío protagonista de la cinta de Levinson parece ser el precursor de los archiconocidos Harry, Ron y Hermione. O cómo el comedor y el profesorado del colegio al que asisten Holmes y Watson guardan asombrosos parecidos con el archiconocido Hogwarts. E incluso las semejanzas pueden ir más allá, siendo el profesor Rathe precursor del Snape interpretado por el tristemente desaparecido Alan Rickman o Dudley, el rival escolar de Holmes, un pariente lejano del rival escolar de Harry Potter, Lucius Malfoy.

En cuanto a su apartado técnico, la película funciona e incluso brilla en varios aspectos. Entre estos últimos, destacar la atmosférica fotografía de Stephen Goldblatt, apoyada por un excelente diseño de producción de Norman Reynolds y los revolucionarios efectos visuales de una ILM a pleno rendimiento, cuya guinda del pastel y también documento cinematográfico es la recreación del primer personaje 100% digital de la historia del cine. En concreto, el caballero medieval de la vidriera, realizado ni más ni menos que por un joven John Lassetter, dentro de una primigenia Pixar que todavía era propiedad de George Lucas. Pero con todos estos ingredientes de notable calidad, la película vista con el paso del tiempo no deslumbra sin la visión inocente de un infante que casi se adentraba virgen al universo de Holmes. El motivo principal, la poco inspirada e impersonal mirada del director seleccionado para la tarea.

El secreto de la pirámide

El nombre de Barry Levinson puede que haya quedado sepultado en la memoria cinéfila tres décadas después de su periodo de esplendor. Pero en los años 80, el director de El secreto de la pirámide era un valor seguro, ganador del Oscar de la Academia por la famosa Rain Man (1988) y nominado por Bugsy (1991). La suerte que tuvo Levinson a principios de su carrera fue sostener su vulgar talento como director con guiones más que eficientes. En el momento que los textos con los que trabajaba comenzaron a estar a la altura de sus escasas virtudes como cineasta -es el caso de Toys: Fabricando ilusiones (Toys, 1992), Acoso (Disclosure, 1993) o Esfera (Sphere, 1996)– su discutible talento y fama fueron languideciendo hasta desaparecer de la industria y del recuerdo de los cinéfilos.

En relación al título que nos ocupa, Barry Levinson demuestra su escasa garra para trasladar un libreto por encima de la media en una producción familiar de gran presupuesto, con una dirección poco inspirada que no consigue elevar el potente material propuesto por Columbus. Sirva como ejemplo esa revisión chusca del templo de Mola Ram en Indiana Jones y el templo maldito (Indiana Jones and the Temple of Doom, Steven Spielberg, 1984), donde con menor arrojo y ambición que Spielberg, Levinson construye la escena sin el sense of wonder que merecía una set piece y una escena tan central para el conjunto de la obra como es esa. Por otra parte, Levinson destaca levemente en secuencias tan conseguidas como todas aquellas en las que aparece la misteriosa figura encapuchada, sobre todo en ese prólogo inicial que pasa de la fantasía dickensiana al horror expresionista en escasos cinco planos o en las alucinaciones de los tres protagonistas, que entroncan el espectáculo familiar con el cine de horror, en especial la poética y hermosa pesadilla parental del joven Sherlock Holmes.

Con sus luces y sus sombras, El secreto de la pirámide es en conjunto una muy interesante aproximación a la sobre-explotada figura creada por Arthur Conan Doyle. Más allá de sus raíces victorianas, es un espectáculo familiar de primer orden, con un guión inspirado y brillante, un trío de actores correctos en su interpretación y una dirección algo plana pero que siempre es rescatada por el engarzado guión de Columbus. A eso sumémosle que fue un título precursor en el concepto de precuela y reinterpretación de iconos y figuras de la cultura popular instaurados a fuego en el inconsciente colectivo, más su guiño final con escena post-créditos, algo completamente inusual para la época y tan común en el cine franquicia de la actualidad. Así podemos afirmar que, incluso con sus irregularidades, El secreto de la pirámide es una película que bien merece su estatus de pequeño título de culto a reivindicar dentro de la fábrica de sueños a gran escala que fue la Amblin de la década de los 80.

El secreto de la pirámide


El secreto de la pirámide (Young Sherlock Holmes, Estados Unidos, 1985)

Dirección: Barry Levinson / Guión: Chris Columbus / Producción: Steven Spielberg, Kathleen Kennedy y Frank Marshall para Amblin Entertaiment y Paramount Pictures / Música: Bruce Broughton / Fotografía: Stephen H. Goldblatt / Edición: Stu Linder / Diseño de producción: Norman Reynolds / Reparto: Nicholas Rowe, Alan Cox, Sophie Ward, Anthony Higgins, Susan Fleetwood, Freddie Jones, Nigel Stock, Roger Ashton-Griffiths, Earl Rhodes

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