A. ZVIÁGUINTSEV (I): ‘EL REGRESO’ O LA HERENCIA DE TARKOVSKI
Andréi Zviáguintsev. Poesía visual sobre la naturaleza humana
Desprenderse o responsabilizarse de la herencia que ciertos directores han dejado en la historia del cine, romper o asumir el legado de aquellos grandes maestros ha generado inevitablemente un debate durante décadas. La cuestión resulta a menudo forzosa, puesto que la necesidad de que una cinematografía nacional siga viva depende mucho de sus nuevos exponentes. Pues bien, con tan solo cinco títulos firmados dede su debut con El regreso (2003) hasta su última película (Sin amor, 2017), un director ruso cuyo nombre resulta impronunciable ha sido catalogado como una personalidad indiscutible de su generación y como el sucesor por excelencia de Andrei Tarkovski.
Homónimo del cineasta soviético en cuya filmografía encontramos grandes clásicos del cine como Andrei Rublev (1966), El espejo (1975) o Stalker (1979), la prensa especializada mundial no duda en posicionar a Andréi Petróvich Zviáguintsev entre los autores más exitosos y queridos de la contemporaneidad. Pocos cineastas pueden presumir de que absolutamente todas sus obras hayan sido reconocidas en los principales festivales de cine, llevándose incluso los mayores premios y siendo seleccionadas para representar a Rusia en los Oscars —oportunidad que no logró el autor de Nostalgia (1983)—.
En los siguientes cuatro artículos hablaremos de cómo Zviáguintsev ha demostrado ser capaz de evolucionar, título tras título, sorprendiendo en cada estreno y no conformándose con acomodarse en lo ya previamente realizado. Acompañaremos a la filmografía del director para entender por qué ha sido señalarlo como uno de los cineastas más prometedores del siglo XXI. Comenzaremos analizando cómo en sus primeros film se perciben rasgos característicos que apuntan directamente al legado tarkovskyano. Pero iremos viendo cómo cada nueva película va cohesionando su apuesta simbólica y espiritual con una carga sociopolítica que, poco a poco, se ha ido entrometiendo en sus narraciones, profundizando en todas ellas sobre la naturaleza humana a través de historias universales concentradas en conflictos familiares.
- Andréi Zviáguintsev (I). ‘El regreso’ o la herencia de Tarkovski
- Andréi Zviáguintsev (II). ‘El destierro’ o el estilo trascendental de Zviáguintsev
- Andréi Zviáguintsev (III). ‘Elena’ y ‘Leviatán’, el viraje político
- Andréi Zviáguintsev (y IV). ‘Sin amor’ o la influencia de Antonioni
El regreso. Lirismo poético
En el primer film de Zviáguintsev ya se encuentran muchos de los recursos y motivos de sus obras futuras. Al igual que le ocurrió a Tarkovski con su antibélica La infancia de Iván (1962), Zviáguintsev, con El regreso (2003), irrumpió directamente reclamando el poder de la ausencia, y el del abandono, la soledad y las heridas abiertas. Con grandes dosis de lirismo poético —fotografiado por su inseparable colaborador Mikhail Krichman—, sus obras muestran la supervivencia en un mundo frío, cruel y agotado en el que se cuestiona si el ser humano es capaz de asumir el sufrimiento tanto personal como colectivo.
En El regreso, Iván (Vanya para sus amigos), el niño protagonista del film —como aquel joven de Tarkovski que ejercía de espía a finales de la Segunda Guerra Mundial—, no peca de iluso ni de inocente, sino que se atreve a cuestionar aquello que creía perdido. Pero se encuentra frente a frente con el muro de la autoridad. Bajo una atmósfera grisácea, Zviáguintsev narra el regreso de un padre de familia —encarnado espectacularmente por Konstantin Lavronenko— que, tras una ausencia de 10 años vuelve, y emprende un viaje junto a sus dos hijos a una isla para recuperar un cofre que ni los jóvenes, ni los espectadores, sabrán jamás qué contiene. Más allá del viaje iniciático que supondrá, sobre todo para el joven Iván, el director parece interesarse más en la forma que en el contenido.
Ejemplo de tendencia a la abstracción de Zviáguintsev es la secuencia bíblica en que la madre comunica a sus dos hijos que el padre ha vuelto: “¿De dónde ha venido?”, se preguntan los jóvenes; “Simplemente ha venido”, responde. Nada más escuchar la noticia, Vanya y su hermano Andrei corren al desván a buscar, entre libros dedicados a la mitología, la única fotografía, el único recuerdo que guardan de su progenitor. Tras verificar su identidad, la familia se reúne para cenar siendo el recién llegado quien, situado en el centro del plano, reparte pan y vino —al igual que Iván en La infancia de Iván, Vanya será obligado a beber vino por primera vez en su vida—. Lentamente la cámara convierte el primer plano del padre en uno general reproduciendo el cuadro de La última cena, pintado por Leonardo Da Vinci para que el espectador entienda que tras años de ausencia Dios ha vuelto para hacerse cargo de la salvación de sus discípulos, ejerciendo de guía espiritual y convirtiéndose en mártir.
Si bien la historia transcurre a golpe de silencios o conversaciones mínimas pero sumamente sutiles, la fuerza y el impacto que transmiten las imágenes sugieren ya en sí mismas un sentido acercamiento a su máximo referente: si la La infancia de Iván comenzaba con la ensoñación del joven espía recordando a su madre fallecida, en El regreso, la madre del protagonista acude al grito de socorro de su hijo increpado. Tras negarse a saltar al mar desde una plataforma como sus amigos, Vanya es increpado por su miedo a las alturas. Entonces, mientras la cámara de Zviáguintsev reposa en las calmadas aguas, se reconstruye ante nuestros ojos la famosa escultura ?tan evocadora? de la Pietà, de Miguel Ángel.
Ambos prólogos están directamente relacionados con sus respectivos epílogos, en los que a través de un recuerdo rescatado del último aliento del protagonista (en La infancia de Iván), y de las fotografías del viaje que emprende el padre con sus hijos —las cuales poco a poco también van retrocediendo en el tiempo hasta llegar a retratos de la infancia— (en El regreso), Tarkovski y Zviáguintsev reflexionan sobre esa infancia perdida y los estragos causados por el paso del tiempo.
La estructura circular de El regreso, se repetirá en todas las películas de Zviáguintsev, siendo especialmente estimulante la planteada en su segundo film. De manera muy similar a la del comienzo de Sacrificio (1986), El destierro (2007) se abre con la imagen de un descampado donde un árbol impone su presencia: a lo lejos un coche se acerca y, tras pasar por delante de la cámara, el plano se corta para trasladarnos a una ciudad industrial bajo la lluvia. Más de dos horas y media después, y en el mismo paraje, el mismo coche se vuelve a cruzar; esta vez, sin embargo, el vehículo se aleja del frondoso árbol, dejando atrás la casa que también recuerda a aquella en la que Tarkovski presagió el Apocalipsis en Sacrificio y El espejo (1975)— y que más tarde Zviáguintsev volverá a utilizar en Leviatán (2014).
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