EL PODER DEL PERRO
Renacer para acabar con la rabia
El poder del perro, la última película de Jane Campion, es un duelo a muerte entre Phil (Benedict Cumberbatch), un ganadero curtido a latigazos aficionado a traumatizar a los débiles y Peter (Kodi Smit-McPhee), su sobrino tímido, urbanita y protector. Uno con espuelas, el otro en deportivas, de su enfrentamiento surgirá la alegoría que encierra la película: “Libra mi alma de la espada, defiéndeme del poder del perro” (Salmo 22:20). Cita directa de la pasión de Cristo y el pretexto perfecto para que este neo-western reflexione alrededor de un mal endémico —por la definición de los espacios—, masculino —por la de sus personajes— y, en última instancia, humano —por su dispositivo formal—.
Campion ubica el conflicto en una llanura solitaria, en el viejo Oeste. El sol se filtra a través del polvo que levantan las reses coloreando las imágenes de fríos verdes, ocres y pardos. Unas áridas montañas al fondo dibujan sombras cómplices y un río cercano esconde las intimidades entre las raíces de los tilos. En el centro, la casa de madera oscura y quejumbrosa, donde las malas intenciones se prevén con pestillos y los sonidos son de carácter público. Casi como en las obras de Sam Peckinpah, se compone así un paraje donde la vida crece aplastada por un entorno difuminado. Fondo y figura se unen en los teleobjetivos y la luz perfila los interiores mientras que las sombras enmarcan los exteriores.
Esta ambientación visual se conjuga a la máxima con la inquietante música de Jonny Greenwood —dividida entre cuerda percutida y rasgada según quien domine la acción— en la secuencia definitoria del tema y el género de El poder del perro. Rose (Kirsten Dunst) practica con vergüenza al piano mientras Phil la escucha desde el dormitorio de arriba. Como si fuese una persecución a caballo, cada vez que Rose comienza a tocar Phil hace lo propio con su banjo. Un traveling avanza y se detiene al compás de Rose, la tensión crece. Finalmente ella, enjaulada y diminuta entre la arquitectura de la casa, comprende el mensaje: Phil es el único músico de la casa.
Pero si hay un elemento que determine la película y su titánica herencia cinematográfica no es su escenografía o su puesta de cámara, sino la monstruosa interpretación de Cumberbatch. Al inicio, resulta a contrapelo acostumbrarse al acento grotesco del actor que encarnó a Sherlock Holmes. Pero conforme pasan los minutos la caricatura se hace hombre y el rostro de Phil se suaviza al tiempo que se menciona al omnipresente Bronco Henry, antiguo mentor y gerente del rancho. Sus ojos vidriosos tiemblan al penetrar su memoria y Msr. Danvers, la enfermiza ama de llaves de Rebeca (Alfred Hitchcock, 1940), irrumpe en la ajena. Un personaje cincelado por la crueldad de su pasado que atiende al desmoronamiento de un gobierno, al fin de su ley, por la presencia de un intruso. Phil representa el amor prohibido, la corrupta moral humana y la enternecedora envidia de Caín. En la otra cara, ya sin referencias, simboliza el paradigma de la masculinidad patriarcal, un veneno impropio que se defiende por camaradería, que se aprende y se enseña por tradición.
Para rematar la toxicidad queda el mensaje de Campion, entendido en clave poética, de que muerto el perro se acabó la rabia. Porque en El poder del perro, la salvación del alma pasa por eliminar el mal, la superación del heteropatriarcado es contingente a su erradicación. El avance de la civilización es inevitable, un vaquero solitario combate al enemigo para rescatar a una mujer en peligro y del relato emana su propia narración épica. ¿Será este el definitivo renacimiento formal del western?
El poder del perro (The power of the dog. Estados Unidos, 2021)
Dirección: Jane Campion / Guion: Jane Campion. Novela: Thomas Savage / Producción: Jane Campion, Iain Canning y Roger Frappier / Fotografía: Ari Wegner / Montaje: Peter Sciberras / Música: Jonny Greenwood / Reparto: Benedict Cumberbatch, Jesse Plemons, Kirsten Dunst, Kodi Smit-McPhee, Thomasin McKenzie, Frances Conroy, Keith Carradine, Peter Carroll.
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