EL MAL NO EXISTE
Catedral de horrores
El cuestionamiento del mal responde a una reflexión ─y posterior identificación─ sobre las formas que este ocupa. Es crucial comprender que, en el mundo humano, el mal no nace. Siempre ha estado ahí, latente. Su aparición se da cuando los espacios que hasta entonces lo habían evitado son conquistados por la naturaleza autodestructiva del hombre. No es hasta que este asume una posición de superioridad con respecto al entorno, que el bien se disipa. Ryūsuke Hamaguchi, en El mal no existe (2023), se ha adentrado en el proceso expansivo del gran mal de este mundo: el capitalismo.
El japonés parte de la despiadada idea de explotación de una comunidad rural a través de la construcción de un glamping ─la manifestación más voraz y repelente del neoliberalismo─ para dar forma a un minimalista tríptico sobre cómo se quiebra el equilibrio de los lugares: negación, interrogación y aceptación del mal. Al inicio, Hamaguchi retrata un espacio ausente de maldad. Sigue a Takumi, uno de los habitantes más respetados de esta comunidad cercana a Tokio, mientras corta leña y rellena garrafas en un arroyo. Después de un inmersivo travelling en contrapicado hacia lo más profundo de un bosque nevado, la cámara se posiciona desde una distancia en esencia metódica, manteniendo desde el plano general la proporción entre cuerpo y paisaje. Esas imágenes iniciales transpiran calma y calidez, pero en ningún caso romantización de la vida en el campo, pues la rigurosidad crítica de El mal no existe es a prueba de mercantilistas estampas visuales.
Tras la reunión del pueblo con la empresa promotora del glamping, la narrativa pega un vuelco y hace una pinza formal, repitiendo las tareas de Takumi con dos trabajadores de la agencia. Esta vez, con el cuerpo humano (los tres cuerpos) pesando mucho más que el entorno natural. Con ello, la obra cuestiona el mal, las intenciones humanas y la perversidad de una recreativa visión del rural como «experiencia de desconexión». La presencia de esta gente de ciudad horroriza al espectador a través de la absurdez y lo cómico que es su desconocimiento.
Esta segunda parte sirve como alerta para un tercer acto en el que se desata el miedo y se evidencia la maldad conjugada previamente. Tras la inquietud influida por el contrapeso de los cuerpos, nos encontramos con el terror de lo incontrolable. La humanidad es absorbida por la niebla en un precioso y devastador gesto de tenso lirismo silencioso que demuestra el equilibrio tan certero que Hamaguchi hace siempre entre palabra e imagen. La banda sonora nos había anunciado, desde ese prólogo, cómo la melodía armoniosa se contamina y termina maldecida. En cuestión de acordes, la compositora Eiko Ishibashi pasa por los tres tempos (los tres paneles del mal) que el cineasta ha querido radiografiar: negación, interrogación y aceptación. Suena casi media docena de veces y pervierte cada escena.
El mal no existe es una catedral a la que habrá que peregrinar cuando se estrene para encontrar en ella nuestro tiempo; nuestro mundo. De una altura tan deslumbrante como Drive My Car (2021) y de un acabado tan admirable como La ruleta de la fortuna y la fantasía (2021). Bajo ella está el horror de la humanidad: la avaricia disfrazada de progreso. Un horror que es indestructible, ya que el mal no se crea ni se destruye, solo se transforma. Al menos, con su último trabajo, Hamaguchi nos ha dado un motivo para combatirlo.
El mal no existe (Aku Wa Sonzai Shinai. Japón, 2023)
Dirección: Ryûsuke Hamaguchi / Guion: Ryûsuke Hamaguchi, Eiko Ishibashi / Producción: Ryûsuke Hamaguchi, Eiko Ishibashi, Shô Harada, Katsumi Tokuyama, Tomohisa Ishii, Satoshi Takada / Fotografía: Yoshio Kitagawa / Música: Eiko Ishibashi / Montaje: Ryûsuke Hamaguchi / Reparto: Hitoshi Omika, Ryô Nishikawa, Ryûji Kosaka, Ayaka Shibutani, Hazuki Kikuchi, Hiroyuki Miura