EL JUICIO DE LOS SIETE DE CHICAGO
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Viendo El juicio de los 7 de Chicago (Aaron Sorkin, 2020) resulta inevitable pensar en una de las derivas del cine histórico elevada a lugar común, y que reza que la historia siempre se repite. Como el enérgico prólogo de El juicio a los 7 de Chicago se encarga de establecer con contagioso entusiasmo, esta segunda película dirigida por el más que justamente reputado guionista Aaron Sorkin recoge, a grandes rasgos pero con un grado de concreción explicativa marca de la casa, su película tiene lugar en una época especialmente convulsa. Un instante cuyas tensiones, concretamente en suelo estadounidense, cristalizaron en el juicio celebrado en 1969 contra los llamados Siete de Chicago: a la sazón, los líderes del SDS (Students for a Democratic Society) Tom Hayden (Eddie Redmayne) y Rennie Davis (Alex Sharp), los fundadores y líderes del movimiento Yippie!, originalmente YIP (Youth International Party) Abbie Hoffman (Sacha Baron Cohen, no en vano en la piel de un hombre que hizo del humor y el activismo un todo casi indistinguible) y Jerry Rubin (Jeremy Strong), el líder del Mobe (Mobilization to End the War in Vietnam) David Dellinger (John Carroll Lynch) y Lee Weiner (Noah Robins) y John Froines (Danny Flaherty). Siete acusados que en realidad fueron ocho, ya que por los juzgados también pasó, de forma más fugaz pero bajo una brutalidad institucional mucho mayor que la que cayó sobre sus compañeros de estrado blancos, el líder nacional de los Panteras Negras, Bobby Seale (Yahya Abdul-Mateen II).
El juicio se produjo a raíz de la participación de estos ocho jóvenes en las protestas ocurridas en Chicago entre los días 25 y 30 de septiembre del histórico 1968 contra la participación estadounidense (entre 1964 y 1975) en la Guerra de Vietnam, enmarcada en lo más crudo de la Guerra Fría, con las que se pretendía rodear el hotel en el que se celebraba la Convención Nacional Demócrata. Las protestas se saldaron con brutales cargas policiales -definidas como disturbios policiales (o Police Riots) por su grado de desproporcionada violencia- que fueron televisadas para todo el país, la polarización de una parte de la población estadounidense sobre la autoría de los disturbios que asolaron la ciudad durante esas noches y, quizás, la victoria del Orden más tradicionalista personificado en la flamante presidencia del republicano Richard Nixon. Detenidos como los cabecillas y presuntos incitadores de la violencia que se desató en las calles de Chicago, Hayden, Davis, Hoffman, Rubin, Dellinger, Weiner, Froines y Seale se enfrentaron, entre otros cargos, a una condena por conspiración que podría haberles costado la friolera de diez años de prisión durante un juicio político de visos ejemplarizantes y repleto de irregularidades, abusos de poder y/o racismo, en el que la libertad de expresión y pensamiento y el legítimo ejercicio de la protesta y manifestación se vieron peligrosamente cuestionados.
Un panorama cuanto menos inquietante que tiene su indudable eco en ciertas derivas sociopolíticas en los EE. UU., con la persecución y condena mediática y política de movimientos como Black Lives Matter o Antifa, y que reverbera en otras coordenadas geográficas e históricas como la de nuestro aquí y ahora. La cuestión, viendo El juicio de los 7 de Chicago, es si esa capacidad de tender puentes con posturas políticas progresistas de otros regímenes democráticos es mérito de un planteamiento que apueste por la universalidad de su discurso, o si se debe a un retrato histórico tan bien construido narrativamente como lo suficientemente superficial para poder ser visto -y en gran parte distribuido por una plataforma global de la envergadura (y opacidad financiera) de Netflix- como el reflejo de situaciones sociopolíticas ajenas a la de los EE.UU.. Y si bien es cierto que desgraciadamente no cuesta demasiado encontrar similitudes entre la actualidad estadounidense (y en algunos de sus aspectos, también la española) y la del episodio histórico reflejado en El juicio de los 7 de Chicago, también lo es que el retrato llevado a cabo por Sorkin carece de claroscuros. Y es que el juicio de El juicio de los 7 de Chicago, que funciona como catalizador de las numerosas líneas temporales, anteriores y posteriores a su celebración, que tejen la narrativa del filme, no es utilizado por Sorkin para plantear diferentes posturas sobre una misma cuestión, si no para plantear un discurso ideológico unívoco, probablemente tan necesario sobre el papel como, sin embargo, sesgadísimo y basado en unos personajes con apenas entidad en su plasmación final en pantalla.
La tribuna judicial es utilizada por Sorkin, al igual que otras tantas veces a lo largo de su dilatada carrera como guionista, como altavoz para sus creaciones. Pero quizás porque nunca como hasta ahora el guionista de La red social (David Fincher, 2010) había jugado con tantos personajes protagonistas en tan poco metraje, el retrato que hace de todos ellos peca de una superficialidad que, de no ser por el buen trabajo actoral, prácticamente los convertiría en caricaturas de sí mismos. Más aún, Sorkin contempla los líderes de las (muy) diferentes organizaciones y movimientos enjuiciados que coincidieron en Chicago con poco más en común que la causa compartida de denunciar la participación estadounidense en la Guerra de Vietnam, del mismo modo en que parece hacerlo la acusación de la fiscalía representada por el recto Richard Schultz (Joseph Gordon Lewitt) y el esperpéntico juez Julius J. Hoffman (Frank Langella): como un solo ente, igualmente carente de matices. Un sesgo ideológico, insoslayable en cualquier forma de expresión pero especialmente revelador desde una perspectiva analítica cuando se trata de la reconstrucción de episodios históricos y documentados como el que nos ocupa, reforzado por el deshumanizado retrato, al filo de la parodia, que Sorkin hace de jueces, fiscales y agentes del orden. Un dibujo, que ocasionalmente resultaría increíble de no ser por tratarse de hechos históricos documentados, que es desgraciadamente torpedeado por una visión igualmente arquetípica de los enjuiciados.
A excepción hecha de unos Weiner y Froines prácticamente invisibilizados, por descrito de viva voz como señuelos de un juicio político, Hayden, Davis, Hoffman, Rubin, Dellinger, y Seale son planteados por Sorkin como poco o nada más que representantes, de una pureza ideológica prácticamente sin mácula, de las causas que lideran. Es cierto que, en el fondo, son sus ideas y posturas políticas lo que se enjuicia en El juicio de los 7 de Chicago, pero, de nuevo, la ausencia de contradicciones o conflictos en su seno ideológico, y el hecho de que solo unos pocos matices en el retrato de Hayden y Seale (en este último caso, quizás porque su causa ideológica es también intrínsecamente vital por su condición de afroamericano), y en algunos de los enfrentamientos verbales entre el mentado líder del SDS y Hoffman, respiren el grado de contradicción y humanidad que harían de todos ellos algo más que vehículos ideológicos, sitúa El juicio de los 7 de Chicago al filo de lo panfletario. Y aunque esta unidireccionalidad discursiva, tan lícita como cualquier otra, abandone a los márgenes del desarrollo del filme cuestiones tan interesantes como las diferentes formas de entender la soberanía ciudadana y la democracia por parte de Hayden y Hoffman, la efectividad de la no violencia como forma de protesta social, o la importancia de las rencillas personales en el devenir político de importantes tomas de decisiones, su planteamiento general resulta tan superficial que acaba cayendo en la autoindulgencia y hasta en un cierto conservadurismo. Entre la apuesta por la revolución cultural y el humor como forma de soberanía ciudadana, propia del fundador de los Yippies!, y el preocupado reformismo, siempre reverente antes las instituciones ya existentes de la democracia, propios del líder del SDS, Sorkin parece abrazar, a prácticamente todos los niveles que componen su algo decepcionante película, esta última y conciliadora postura.
Y no es que Los 7 de Chicago sea una mala película por su abrazo a la ortodoxia tanto cinematográfica como, paradójicamente, progresista en lo político. Su ritmo, basado casi en su totalidad en diálogos que retrotraen a la mejor screwball comedy, con el apoyo que les presta un montaje no menos dinámico y una excelente dirección de actores, no decae en ningún momento, y los elementos que componen su envoltorio formal, que pese a que casi sin excepción no va mucho más allá de ser una mera ilustración de lo ya apuntado desde el guion, funcionan de una forma tan fluida como efectiva en la mayoría de ocasiones. Es que su solemnidad la alinea con una determinada manera de entender el cine de denuncia más próximo al monólogo que al productivo debate dentro y fuera de la pantalla, a la autocomplacencia para conversos que a la incomodidad de propios y extraños. Una gravedad, no exenta de ínfulas de trascendencia pero un tanto vacía debido a la escasa humanidad de sus personajes, en la que sin embargo se encuentra lo mejor y lo peor de El juicio de los 7 de Chicago en términos cinematográficos. Picos y páramos cualitativos que van desde escenas cinematográficamente tan logradas como la que sugiere el asesinato de Fred Hampton (Kelvin Harrison Jr.), el líder de las Panteras Negras de Illinois o el algo antipático, pero no por ello peor planteado o ejecutado, fundido a negro que sigue a la protesta de Hoffman por verse juzgado “por sus pensamientos”, hasta otras que, como la que le sirve de broche final, son ejecutadas de forma tan burda que caen de bruces en un repelente sentimentalismo incluso cuando la película ha llegado a su conclusión describiendo (y blanqueando) el porvenir que les espera a sus protagonistas.
Hechos reales que parecen ser puestos al servicio de una visión política inofensiva (por consensuada y asumida por el establishment) en sentido estricto, que desarma sus referentes, mucho más beligerantes, en favor de un filme entretenido y preciso en su estructura y desarrollo pero férreamente ortodoxo en su fondo y forma, tan amable en su tono como carente de verdadera complejidad en sus propuestas políticas y dramáticas. Lo que no deja de resultar inquietante si contemplamos El juicio de los 7 de Chicago bajo la luz de otro de los lugares comunes sobre el cine basado en hecho reales: el que reza que toda película histórica es más un reflejo de la época en la que esta ha sido realizada que de la que pretende reconstruir en pantalla.
El juicio de los 7 de Chicago (The Trial of the Chicago 7. EE. UU., 2020)
Dirección y guion: Aaron Sorkin/ Producción: Stuart M. Besser, Matt Jackson, Marc Platt y Tyler Thompson/ Fotografía: Phedon Papamichael/ Montaje: Alan Baumgarten/ Diseño de producción: Philliph Legler/ Música: Daniel Permberton/ Reparto: Eddie Redmayne, Sacha Baron Cohen, Mark Rylance, Frank Langella, Joseph Gordon-Levitt, Jeremy Strong, John Carroll Lynch, Alex Sharp, Yahya Abdul-Mateen II.
Moltes gràcies per la ressenya del film «El juicio de los siete de Chicago» d’en Sorkin, Edu.
Llegint els teus comentaris i veient el tràiler, dues paraules claus semblen rodejar tota l’atmósfera d’aquesta pel·lícula basada en fets històrics summament importants – si més no, per a la societat civil nord-americana: «superficial» i «paròdia».
Suposo que el final del tràiler, amb la música de fons – grimilla total! – pot resumir, malauradament, la tònica general del film: uns personatges unidimenionals sense contradiccions internes i un discurs panfletari per deixar les consciències tranquiles als espectadors.
Diga’m old-school, però trobo a faltar com aigua de maig aquells llargmetratges històrics on els personatges es presenten amb alguna profunditat psicològica i on el sentiment de ràbia s’imposa al de satisfacció/conformitat («Tarde de perros» d’en Sidney Lumet o «Escoria» de l’Alan Clarke són clars exemples que em venen al cap ara mateix).
En fi, gràcies de nou per la crítica del film, molta salut… i FIGHT THE POWER!
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