EL HORIZONTE
En el centro de la tormenta
Si hay una etapa vital en la formación personal de cada uno, la adolescencia podría verse como el máximo exponente de ello. Época de cambios físicos, hormonales, emocionales, de racionalización de sentimientos, la pubertad es una ventana a la edad adulta que produce ese violento y significativo choque entre la inocencia infantil y la realidad medrada. El horizonte (2019), segunda película de la directora Delphine Lehericey, se enmarca dentro de un cine iniciático sobre el paso a la madurez que evoca, en cierta manera, a otros cineastas interesados en el despertar sexual, desde una perspectiva humanista e impulsiva, como son Jean Eustache –Mes petites amoureuses (1974)- o Céline Sciamma –Tomboy (2011)-, dos autores que están más que presentes en este naturalista retrato rural. Primero, por su anclado punto de vista en la desconcertada mirada de su joven protagonista; segundo, por su delicada observación sensorial, en este caso más cercana al trabajo fluido de cámara que en ocasiones ha realizado Sciamma; y tercero, directamente relacionado con Eustache, por su desarrollo veraniego, en cuyo calor estival siempre ha florecido de manera más palpitante el caos emocional y carnal.
La historia se sitúa en un campo suizo en 1976, década que desfilaba entre el desarrollismo y la apertura. Sin embargo, estos cambios no estaban todavía del todo presente en los espacios rurales. El horizonte propone, de este modo, un ejercicio de búsqueda de libertad, representada en ese confín que reza el título. Desde él llegan todos los cambios significativos para la mirada de Gus (un a veces forzado Luc Bruchez, que abusa de gestualidades exageradas con su rostro), un adolescente de trece años que ayuda a su padre y su primo en la granja familiar. En medio de una ola de calor, Gus se esconde entre las sombras de los árboles para contemplar las páginas de una revista erótica que ha robado en la tienda del pueblo. Su primer acercamiento a los cuerpos desnudos y sexualizados es a través de la fotografía, esa captación que encapsula posiciones y situaciones que revolucionan las hormonas juveniles. Encapsulamiento que se ve también reflejado en la contemplativa mirada con la que Lehericey comienza la cinta. Un tratamiento distanciado, acertadamente situado en un desconcierto ajeno a dramatismos, más enfocado en los silencios y el ambiente sofocante que acompaña a los personajes.
El deseo de descubrir se encierra en una carretera rodeada de campo por la que Gus monta en bicicleta, siempre dentro de unos límites que no se alejan del pueblo ni de su hogar. Por esa misma carretera, probablemente, vengan las furgonetas cargadas de revistas, y por ella también acaba llegando el desencadenante de un fulminante resquebrajamiento familiar. El coche de Cécile (una misteriosa Clémence Poésy), amiga de Nicole (excelente Laetitia Casta), la madre de Gus, se para en la calzada, junto al adolescente, en su primera aparición, para marcar la distancia que hace tambalear las ideas que este tiene sobre la realidad: ella, en un coche rojo, llega de la ciudad con unos aires muy modernos, en contraposición a la bicicleta y las ropas que porta Gus. Cécile aparece, sin previo aviso, para visitar a la familia, y la inocencia de la puesta en escena comienza a teñirse de cierta gravedad, aunque durante gran parte de la cinta, al menos, sigue manteniendo una contemplación dubitativa, en la línea de las emociones que el protagonista destila. El joven apenas habla y en el silencio se mueven los primeros tramos, donde los secretos se traducen en miradas que Gus no siempre sabe desentrañar.
Lo adulto se descubre a través de una visión inocente, como en títulos que hemos podido ver recientemente (Las niñas, Mamá, mamá, mamá…), que abordan una temática común. El horizonte expone un microcosmos iniciático donde las peleas o los amores prohibidos se vislumbran a través de barreras, de luces y sombras de su espacio que se traducen en las de los propios personajes. La atmósfera se carga de una bucólica y densa belleza que traduce perfectamente el calor de su entorno, así como el crispamiento que comienza a desarrollarse en la casa. Sin embargo, este dramatismo desencadena el principal problema de la película, que inicia un camino hacia ciertos conflictos que se observan subrayados por unas formas y un guion que hasta entonces permanecían en ese estadio contemplativo y sutil de los primeros minutos. Al igual que esa escena de despertar sexual con las revistas nos acercaba a los mayores aciertos de el filme, una escena de violencia sexual (del primo de Gus hacia Cécile) nos señala el camino contrario, con una cámara que pierde naturalidad para provocar golpes de efecto, a través de unos cortes de montaje y unos planos cerrados muy agresivos y marcados, así como un uso musical algo intrusivo dentro del silencioso entorno.
Por ello, la cautivadora sencillez y la delicada empatía creada en las primeras aproximaciones, acaba dando paso a ciertos arquetipos en la construcción de incidentes y puntos de giro. A los diferentes amores prohibidos y desestabilizaciones familiares se suma un último incidente, tormenta de por medio, que canaliza todas las malas decisiones de su segunda mitad. La explosión emocional viene por una explosión ambiental que provoca el accidente de uno de los personajes como colofón a una graduada subida dramática que, aunque resuelta con coherencia y un último plano de referencia directa a su título, deja entrever que el horizonte era un lugar menos contenido y complejo de lo esperado.
El horizonte (Le milieu de l’horizon, Suiza-España-Bélgica, Delphine Lehericey, 2019)
Dirección: Delphine Lehericey / Producción: Co-production Suiza-España-Bélgica; Box Productions, Entre Chien et Loup / Guion: Joanne Giger, Roland Buti / Música: Nicolas Rabaeus / Fotografía: Christophe Beaucarne / Reparto: Luc Bruchez, Clémence Poésy, Laetitia Casta, Fred Hotier, Patrick Descamps, Thibaut Evrard, Michaël Bier, Guillaume Lemarre, Lisa Harder