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EL HOMBRE QUE VENDIÓ SU PIEL


El territorio de la piel

“Quiero todas esas marcas en mi cuerpo”, palpitan las palabras de Katharine Clifton a través de la voz de Hana al final de El paciente inglés (Anthony Minghella, 1996). Las marcas toman forma de tatuaje y se funden con la piel en el cuarto largometraje de Kaouther Ben Hania, El hombre que vendió su piel (2020). Es un tatuaje el que inspira la realización y el imaginario de la película de la cineasta tunecina: el diseñado por el artista belga Wim Delvoye sobre la espalda de Tim Steiner. Esta creación llegó a venderse al coleccionista alemán Rik Reinking, pasando a navegar por las insondables aguas de la Historia del Arte.

El hombre que vendió su piel. Revista Mutaciones 2

Es también un tatuaje el que esboza los contornos del universo personal que la película despliega: el visado Schengen que, dibujado por el prestigioso artista Jeffrey Godefroy (Koen De Bouw), se cuela entre los pliegues de la piel de un refugiado sirio, Sam Ali (Yahya Mahayni). Una vía de escape del horror de la guerra que le permite acceder y transitar por Europa a cambio de la exhibición de su cuerpo en diferentes museos y galerías. Durante este tránsito, Ali experimenta un proceso de cosificación que le va arrebatando pedazos y recovecos de su identidad y personalidad. De esta manera, mezcladas con la tinta del tatuaje, se van descubriendo y conformando las piezas narrativas que vertebran el armazón de El hombre que vendió su piel. La esencia de la libertad, las huellas permanentes de la guerra, la estela que dejan las personas por los lugares que recorren, la difuminada frontera entre los lienzos humanos y las obras de arte materiales, las desigualdades que se fraguan entre los seres humanos o el retrato del mundo del arte contemporáneo son solo algunos de ellos.


El hilo que envuelve y cose el conjunto de este entramado, desencadenando la elaboración del tatuaje, es una historia de amor imposible. La imposibilidad de la unión de Sam y Abeer (Dea Liane) se anuncia y se materializa en las imágenes a través de la puesta en escena. Distancia fraguada en un vagón de tren, en un pasillo vacío que separa a la pareja de enamorados. Este alejamiento, que late ya desde una de las secuencias iniciales de la película, evoca en el recuerdo del espectador el plano fijo que cierra Nader y Simin, una separación (Asghar Farhadi, 2011), en el que una puerta acristalada sugiere con gran fuerza expresiva la ruptura irremediable de los dos protagonistas que dan nombre al título de la película. Distancia tejida por cortinas que visten puertas tras el reencuentro de los enamorados en Bélgica, país en el que ha terminado viviendo Abeer por un matrimonio de conveniencia. Distancia condensada en una tenue pero férrea línea que, de la mano del montaje, construye una suerte de díptico que recrea una conversación telefónica entre Sam y Abeer.

El hombre que vendió su piel. Revista Mutaciones 1

Es en la puesta en escena donde reside el valor de El hombre que vendió su piel. Un travelling de acompañamiento sigue la estela que Sam va dejando por los pasillos y las salas de los museos, subrayando la percepción de control y contemplación permanente que se proyecta sobre su figura. Al mismo tiempo, los planos cerrados contrapicados van moldeando la invasión de la intimidad y la desnudez, exposición y comercialización del cuerpo. La cámara observa. Por un instante, el rostro de Sam queda enmarcado por uno de los óvalos que componen la balaustrada de piedra que rodea uno de los Museos Reales de Bellas Artes de Bélgica, recordando al espectador su naturaleza de obra de arte encapsulada.

De manera paralela, en el transcurso del metraje se va formando un ramillete de reflejos. Reflejos de rostros, manos, miradas, cuerpos, espacios y objetos. Reflejos serpenteantes que se multiplican y ramifican sobre la pantalla. Al principio de la película, el espectador conoce a Godefroy a través de su reflejo sobre el cristal de un espejo. También se revelan los reflejos en el momento de la formalización del pacto entre Sam y el artista mediante la firma del contrato con Soraya Waldy (Monica Bellucci). Y reaparecen cuando el protagonista desciende una escalinata tras el vuelo de la túnica azul que siempre le acompaña en sus exhibiciones museísticas. Los reflejos cristalizan otras realidades, realidades paralelas que acaban convergiendo: Siria y el Líbano, Europa y Oriente, lienzos humanos y obras de arte materiales, el tatuaje del visado y el visado real, la piel y su estela en los cristales, el cuerpo y su sombra, la voz y su eco. La cámara habla. Las imágenes de El hombre que vendió su piel invitan a profundizar en el trasfondo de la película, trascendiendo las páginas de un guion original e impredecible.


El hombre que vendió su piel (L’Homme qui a vendu sa peau, Kaouther Ben Hania, Túnez, 2020)

Dirección: Kaouther Ben Hania Guión: Kaouther Ben Hania Producción: Cinétéléfilms, Tanit Films, Kwassa Films Fotografía: Christopher Aoun /Montaje: Irene Blecua sica: Amin Bouhafa  /Intérpretes: Koen De Bouw, Dea Liane, Yahya Mahayni, Monica Bellucci, Husam Chadat, Rupert Wynne-James, Adrienne Mei Irving, Najoua Zouheir, Saad Lostan.

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