EL HOMBRE ELEFANTE – FREAKS
Entre los «freaks» de Lynch y Browning
En un plano de El hombre elefante (David Lynch, 1980), John Merrick desaparece entre la niebla escoltado por sus compañeros de feria. Hombres y mujeres diferentes que, durante años, fueron la atracción de morbosos que se complacían con la visión de lo extraño en una especie de contemplación del “horror” que insuflaba en sus vidas un mezquino halo de superioridad. Esa imagen conecta directamente con la solidaridad de los “freaks” de La parada de los monstruos (Tod Browning, 1932), en un homenaje que Lynch se permitió en su película sobre el que fuera conocido como “hombre elefante”. Poco después del plano mencionado, en el muelle donde Merrick toma el barco que le devolverá a Inglaterra, el enano le desea suerte y le pregunta: “¿Quién la necesita más que nosotros?”.
Pero no será la suerte lo que acompañe a estos seres marginados que han aparecido reiteradamente en la filmografía de Browning. El recelo y la desconfianza hacia el otro, hacia el distinto, ha cristalizado en diferentes vertientes: ya sea como rendimiento puramente mercantil, cosificando a seres humanos y convirtiéndolos en mercancía, como en La parada de los monstruos; o transformados a sí mismos en instrumentos para la venganza, como en Muñecos infernales (Tod Browning, 1936); o ignorados como amantes, tal y como sucede en Garras humanas (Tod Browning, 1927). Y Lynch, de alguna manera, recoge esta suerte de variaciones sobre un mismo tema para integrarlas en la historia real de John Merrick. Si bien la referencia a La parada de los monstruos parece ser la más explícita al recrear el clima en el que, tristemente, tuvieron que sobrevivir estos seres humanos (el desarraigo, la exhibición pública, lo marginal, lo sórdido…; con su consiguiente reflejo en lo objetual: carromatos, tablados, hospitales, miseria…), no es menos cierto que los ecos que Lynch escucha en las otras dos cintas de Browning parecen también apuntar en El hombre elefante. Así, la apasionada (y autogestionada) historia de amor de Alonzo, ese lanzador de cuchillos sin brazos, en Garras humanas, se licua en su planteamiento de drama victoriano transformándose en la aparente protohistoria de amor de John Merrick por la actriz Mrs. Kendall en tiempos de la reina Victoria. El vengativo Paul Lavond de Muñecos infernales (interpretado, por cierto, por un Lionel Barrymore que propone una opción de transformismo que, aun hoy, sigue sorprendiendo) encuentra su trasposición en el socialmente resentido personaje de Bytes (con un Freddie Jones absolutamente convincente en su despreciable personaje) en la película de Lynch. Y ambas cintas reflejan, cada una a su manera, las cruciales cuestiones sociales de su época: las consecuencias del crack de 1928 en la de Browning, y el desmantelamiento de los servicios sociales por parte de Margaret Thatcher en la de Lynch.

Cruzando una muy delgada línea y atravesando géneros, entrando en el territorio de lo fantástico, “freaks” son también la criatura del doctor Frankenstein, el conde Drácula, Jack Griffin (el hombre invisible), la momia Imhotep, y todas las que, voluntaria o involuntariamente, abandonan el territorio de la normalidad, tal y como Román Gubern analizó en su ensayo de 1978 Las raíces del miedo. La monstruosidad, la deformidad que acarrean esos personajes clásicos alimentados, a su vez, por los mitos (griegos, romanos, celtas, orientales, …) se confronta a nuestra estructurada normalidad, a los deseos de nuestra psique de abandonar el vértigo de lo irracional, de lo inconsciente, de lo incontrolable, del mundo onírico. La otredad, en definitiva, se enfrenta a todo aquello que necesitamos organizar en nuestro lado racional. Los “freaks” de Lynch y Browning se encuentran cercanos a ese territorio ficcional pero reivindican con vehemencia su humanidad, su posición en nuestro mundo y su necesidad de pertenecer a una normalidad que les es negada con violencia.
Quizás por ello, Lynch reserva ese final para John Merrick. El abandono al territorio del sueño, donde el “freak” sabe que va a poder conquistar una pequeña franja de terreno a la normalidad: poder dormir completamente tumbado. Y además sabe que va a soñar. Soñar su sueño, tal y como nos lo cuentan las litografías de durmientes colgadas en su habitación. Un cierre de personaje en el que resuenan algunos de los más bellos versos de Shakespeare, y de toda la Literatura:
To die: to sleep;
No more; and by a sleep to say we end
The heart-ache and the thousand natural shocks
That flesh is heir to, ‘tis a consummation
Devoutly to be wish’d. To die, to sleep;
To sleep: perchance to dream
La necesidad de John Merrick por sentirse parte de la “normalidad” no sólo pasa por verse aplaudido en el palco de un teatro, ya que eso lo ha conseguido por la mediación de su (digamos) amiga, la actriz Mrs. Kendall. Merrick sabe que su apuesta tiene que ir más allá, es una opción personal definitiva. Es el reverso de la decisión de los “freaks” de La parada de los monstruos que, sin renunciar a su condición, y en un acto de venganza, se llevarán al “normal” a su mundo para siempre, en un cierre de película escalofriante.
Pero realmente nada muere, como rezan los versos de Tennyson que Lynch utiliza en el epílogo de El hombre elefante, en una especie de contrapunto poético a las palabras del bardo de Stratford. La continuidad de los deseos humanos seguirá buscando satisfacción, ya sea a través de un sueño liberador o de un anhelo imposible de normalidad.
Never, oh! never, nothing will die?
The stream flows,
The wind blows,
The cloud fleets,
The heart beats,
Nothing will die.
El hombre elefante (The Elephant Man, EEUU, 1980)
Dirección: David Lynch / Guion: David Lynch, Eric Bergren, Christopher de Vore / Fotografía: Freddie Francis / Montaje: Anne V. Coates / Vestuario: Patricia Norris / Música: John Morris / Maquillaje: Christopher Tucker / Productora: Paramount Pictures – Mel Brooks / Reparto: Anthony Hopkins, John Hurt, Anne Bancroft, John Gielgud, Wendy Hiller, Freddie Jones, Dexter Fletcher.