EL ESTILO TARANTINIANO
Entre la evolución y el manierismo
La trayectoria fílmica de Tarantino ha estado repleta de altos y bajos, de trabajos de madurez y regresiones adolescentes al confortable útero materno de la complacencia. Pero sobre todo, los cambios en las maneras de entender el material fílmico de Quentin Tarantino han demostrado las amplias contradicciones que existen en su interior. Por un lado, un autor y una obra que aparentan superficialmente estar por encima de los gustos de la crítica y el público. Por el otro, – y bajo esa aparente superioridad y atrevida energía juvenil, un cineasta y una obra escindida entre sus gustos adquiridos y la necesidad de reconocimiento artístico. Una contradicción que ha sobrevolado al conjunto de sus trabajos y que ha dado lugar a una carrera repleta tanto de luces como de sombras.
Si miramos superficialmente su obra, podemos llevarnos la impresión de que el conjunto es un todo homogéneo. Nada más lejano a la realidad. Y es que la filmografía de Tarantino se puede englobar en tres bloques fácilmente diferenciables, y un cuarto que acaba de comenzar, con el estreno de Érase una vez en… Hollywood (2019), y que necesitará de una continuidad en futuribles filmes, para poder analizarlo como se merece.
El primer bloque -al que se podría denominar la trilogía urbana– lo conforman Reservoir Dogs (1992), Pulp Fiction (1994) y Jackie Brown (1997). Tres trabajos, sobre todo los dos primeros, que vertebran los inicios nada titubeantes y escasamente modestos del realizador nacido en Knoxville. Obras que más allá de la perfecta fusión de elementos tan dispares y provenientes de la alta y la baja cultura -del pulp a Godard, de la tragedia shakesperiana al cine de acción made in Hong Kong– y unas bandas sonoras eclécticas que sirven como metáfora sonora de la manera y la mirada que tiene Tarantino de reciclar y modernizar el trabajo de sus maestros e influencias, destacaban por una fuerza y originalidad proveniente de una acerada puesta en escena, profusa en planos medios y primeros planos aderezados a partir de travellings verticales (habitualmente) al ralentí y sustentado todos ello en diálogos tan dinámicos como triviales y dilatados, que sirven para cumplir dos objetivos: humanizar los arquetipos que protagonizan sus obras y poner en el centro de la narrativa aquello que su reverenciado cine de género dejaba en el fuera de campo.
Jackie Brown es un caso particular. Y es que más allá de compartir escenarios y arquetipos eclécticos, la adaptación de la novela de Elmore Leonard permite al espectador descubrir un cineasta y una obra que funciona perfectamente sin fuegos artificiales formalistas tales como los gráficos y viscerales estallidos de violencia, las deconstrucciones temporales basadas en secuencias episódicas de anárquica estructura, o las mitómanas iconografías de lo cool. A su vez, Tarantino se permitía dirigir un relato cuya fuente original no provenía de un guion original suyo, además de abandonar un formato, el 2:35:1, que le ha acompañado en el resto de sus trabajos, demostrando las aspiraciones más humildes y menos efectistas tanto de la película como del autor.
Terminada una trilogía urbana de similar textura formal, cuya impronta visual partía de la fotografía de Andrezj Sekula –Reservoir Dogs y Pulp Fiction– y Guillermo Navarro –Jackie Brown– los cuales reforzaban el carácter pretendidamente realista del entorno en el que se movían sus personajes provenientes de los subgéneros -ya fueran el cine de acción hongkonés, el noir de aroma godardiano o el blaxploitation– creando un contraste que era la base de su éxito, Tarantino entró en una nueva etapa en su carrera, que dejaba vislumbrar la propensión por el manierismo que acabaría desembocando en su mayor crisis artística. Una nueva etapa donde el cineasta decidió rizar el rizo del homenaje y la coctelera de estilos y géneros, dando lugar a dos trabajos como las dos entregas de Kill Bill (2003-04) y Death Proof (2007), este último un segmento perteneciente al díptico de Grindhouse y homenaje a las sesiones dobles de serie Z que arrancaba con Planet Terror de Robert Rodríguez. Kill Bill le reunió con el director de fotografía Robert Richardson, colaborador habitual del Oliver Stone de los 90 y cuyo estilo basado en los fuertes contrastes y las saturaciones de blanco le aportó a su historia de venganza una cualidad plástica que le venía como anillo al dedo a una obra que se convertiría en la cinta más sugerente y total del Tarantino más mitomaníaco. Un trabajo que aglomeraba todos los géneros y subgéneros amados por el cineasta -de Sergio Leone al anime, del cine de artes marciales a Brian de Palma- y cuya eficacia se basaba en los estallidos de emoción y el disfrute lúdico global que transmitían todos y cada uno de sus fotogramas.
Pero en este trabajo también se comenzó a percibir como Tarantino se empezaba a dejar seducir por las montañas rusas formales sino también por un exceso de autocomplacencia. No solo volvía a las estructuras deconstruidas y caprichosas, al juego metarreferencial extremo, sino que por primera vez no solo homenajeaba a sus amados referentes, sino a sí mismo y a su propia obra. Era Tarantino demostrando que el autor que más le gustaba era él mismo. Lo mismo ocurrió en Death Proof, pero con menor eficacia que la exhibida en Kill Bill. Un trabajo dividido en dos bloques totalmente diferenciados. El primero, un eficaz homenaje al slasher, la segunda un irregular y algo condescendiente espejo de las formas y el estilo del Vanishing Point (1971) de Richard C. Sarafian que servía de ejemplo de lo mejor y lo peor que podía ofrecer el cineasta a estas alturas de su carrera. Porque si Kill Bill era un ejercicio de estilo que sustentaba y magnificaba la propuesta, Death Proof entregaba, sobre todo en su segundo fragmento, la vanidad tarantiniana representada en el profuso e inane diálogo, un calco formal y narrativo del prólogo de su ópera prima, aquí transmutado de manera idéntica y onanista a través de sus émulos femeninos. Una secuencia que no servía más que para el regodeo individual del realizador y que no aportaba nada a una narración y una obra que funcionaba mejor en el momento que las palabras se las llevaba el viento y el cineasta se entregaba a la energía cinética de la velocidad y la violencia.
Y con este ligero tropezón en una carrera hasta el momento sin mácula, desembocamos en la tercera etapa de su cine, lugar donde el manierismo -tanto formal como verborréico- alcanza su apogeo. Tres trabajos, Malditos bastardos (2009), Django desencadenado (2012) y Los odiosos ocho (2015), donde se encuentran los peores resultados artísticos del director. La trilogía se deja llevar por una extraña mezcla, donde el subgénero intenta darse la mano con la arrogante gran producción hollywodiense, donde la dilatación de las escenas da lugar a algunos de los mejores momentos del cine de Tarantino -el prólogo con el que arranca Malditos bastardos, la tensa y a la vez divertida secuencia de la cena en casa del racista personaje interpretado por Leonardo di Caprio en Django desencadenado– pero también el lugar donde la megalomanía del director alcanza su paroxismo.
Metrajes absolutamente insostenibles, finales en falso como el que da pie al epílogo de Django desencadenado y que encadena (nunca mejor dicho) dos set pieces de acción prácticamente idénticas, solo para que entre medias Tarantino pueda ver satisfechas de nuevo sus pretensiones de actor frustrado, o divagaciones dilatadas y flashbacks caprichosos para engordar el metraje del peor trabajo de su carrera, Los odiosos ocho. Un título que resume muy bien la situación de un cineasta que en la egomanía y la repetición de conceptos había encontrado su zona de confort. Solo hace falta destacar el uso caprichoso del 70mm para rodar una obra donde más de dos tercios de la misma transcurre en interiores, además de ser, argumental y temáticamente, una versión estirada de Reservoir Dogs, pero con música original de Ennio Morricone y una mala baba que inconscientemente se transforma en mala hostia. Todo ello sustentado por una brillante pero vacua y recargada factura visual, salida de las producciones más megalómanas del Hollywood temeroso de la llegada de la televisión de los años 50 y 60. Una impronta visual que contrastaba aún más con la banalidad y lo caprichoso de lo narrado, haciendo añorar la frescura de sus primeros trabajos. Unos trabajos donde el componente lúdico del cine de los orígenes del cineasta queda sepultado por una apariencia de trascendencia, de gran producción de la que el Tarantino de los 90 habría echado pestes.
Pero milagrosamente todo ha cambiado (para bien) con la llegada a las pantallas de su trabajo más reciente, Erase una vez en Hollywood. Una carta de amor, una fábula irreal pero tremendamente reconfortante sobre el año (1969) donde todo cambió. Un trabajo donde Tarantino sabe equilibrar la ligereza del pasado, con la experiencia de tres décadas de profesión; que vuelve a entregar diálogos y situaciones que brillan sin necesidad de ser señaladas; donde los entrañables y falibles outsiders de su mejor cine -de Vincent Vega a Jackie Brown, de Butch al señor Rosa- vuelven a reencarnarse en los rostros de los personajes de Leonardo Di Caprio y Brad Pitt, pero con una cualidad que sabe equilibrar lo crepuscular con lo vitalista, entregando un trabajo que reconcilia al Tarantino del pasado y del presente. Un Tarantino que ya no tiene que demostrar nada a nadie (sobre todo a sí mismo) y que entrega posiblemente la película más orgánica y equilibrada de toda su carrera, donde el homenaje ya no es artificial, forzado y redundante, sino natural y consecuente con la personalidad y las temáticas del artista. Un trabajo que augura un brillante porvenir a los futuros trabajos de un autor que ya no necesita ni ser el enfant terrible de la industria, ni tampoco un dinosaurio fosilizado, estancado en una juventud que ya no puede recuperar si no es más allá del pastiche.