A. ZVIÁGUINTSEV (II): ‘EL DESTIERRO’ O EL ESTILO TRASCENDENTAL
Fugas y destellos
La sutileza con la que veíamos que Andrei Zviáguintsev alude al cine de Andrei Tarkovski se descifra especialmente en el estilo trascendental de sus películas, mediante el tratamiento formal y la composición coral de los encuadres de Zviáguintsev, que irrumpen con violencia en la pantalla, y en los que la naturaleza sobresalta asfixiando a los protagonistas y conduciéndolos directamente al infierno. En El regreso (2003) y en El destierro (2007), serán la lluvia y el fuego los elementos predominantes que ayudan a adentrarnos en el carácter místico y espiritual que adoptan sus films. Son recursos puramente tarkovskianos que matizan y asientan las intenciones hipnóticas de desnudar a los seres humanos confrontándolos sin piedad con sus miedos, sentimientos y contradicciones.
La secuencia más representativa de esta premisa quizá sea la que divide en dos la ópera prima de Zviáguintsev. En pleno viaje rumbo la isla, Vanya será abandonado en medio de un puente, y tendrá que pasar la noche bajo una lluvia que lo golpea, a modo de castigo por su constante desconfianza a la autoridad del hasta entonces ausente padre. Sin embargo, bajo esa atmósfera fría y decadente, el director rompe la armonía introduciendo fugas cálidas que no son más que la llamada del destino, el de la muerte y el fracaso: Vanya, a punto del desvanecimiento por hipotermia, espera reclinado mientras una valla roja delimita la caída al vacío que posiblemente pondría fin al sufrimiento del joven. Considerando finalizado el acto de castigo, el padre vuelve en busca de su hijo y lo anima a subirse de nuevo al coche rojo con el que se disponen a finalizar su viaje.

Farolas, focos, fogatas, lámparas, velas… las películas de Zviáguintsev están repletas de pequeños destellos que rompen con crudeza la paleta cromática convirtiéndose en portadores del desastre. En Elena (2011), su tercer film, el destino de Vladirmir —pareja de Elena que renuncia a ayudar económicamente a su familia — también se intuirá tras verle entrar en las instalaciones deportivas donde sufrirá un irreversible infarto. En Leviatán (2014), de nuevo una aventura extraconyugal fruto de la desesperación burocrática institucional conducirá a Lilya al —supuesto y no demostrado— suicidio. Antes de que el director nos sugiera que la mujer se ha tirado al mar, será descubierta por su marido acostándose con el abogado que defiende los intereses de la familia a la que el alcalde del pueblo quiere echar de su casa. Lilya había ido junto a su familia y sus amigos a practicar tiro en un día frío en el que un abrigo —rojo— no estaba de más.
Pero volviendo a la presencia tanto de la lluvia como del fuego en las películas del director ruso, la segunda película de Zviáguintsev nos permite profundizar en esta primera etapa transcendental. En El destierro, una familia se traslada a la casa de campo de los descendientes del padre, pero lo que en primera instancia parece una búsqueda de paz y calma, la huida de la gran ciudad se convertirá en una trampa de la que sus huéspedes no podrán escapar.

Nada más llegar a su destino —una casa de campo aislada en la que para acceder es necesario cruzar un pequeño y sinuoso puente de madera—, los hijos de la pareja deambulan por la casa en busca de entretenimiento, y se ponen a jugar con las cenizas de un fuego ya consumido. Sin embargo, el matrimonio decidirá reavivarlo antecediendo un final catártico que dividirá inevitablemente —como lo hace el propio plano—a la familia. Todos juntos saldrán a pasear, y al resguardase bajo un árbol del sofocante sol, el espectador atenderá a uno de esos diálogos que, aunque parezca insignificante, se convertirán en una poderosa metáfora visual:
- Papa, ¿por qué no hay agua en la fuente?
- ¡Sabe Dios!
- ¿Se ha secado?
- Eso parece.
- El agua salía por aquí, pasaba por debajo de la casa y se perdía en la nada.
- ¿Eso lo has visto tú?
- Sí.
Una pequeña conversación en la que la nostalgia y el paso del tiempo hacen sus estragos, puesto que la familia, que parece tan feliz, se autoinmolará. El conflicto conyugal explotará cuando Vera, la madre, comunique a su marido que está embarazada pero que el hijo que lleva en el vientre no es suyo. A partir de entonces cuando ella empezará a vestir vestidos rojos discordantes que la atrincherarán en sus acciones y que, sin dejar opción alguna a la salvación, la conducirán a un destino trágico. Sin apenas oponerse a la fatal solución que dicta su marido, Vera aceptará que le se efectúe un aborto clandestino que le conducirá primero al coma y después a la muerte. Alexander se dirigirá entonces a casa de su hermano Robert, de quien sospecha que es la persona que ha desequilibrado la estabilidad familiar. Con una pistola en la mano, se dispone a matarlo.
Reforzando la carga dramática pero, sobre todo, existencial de la decisión, Zviáguintsev retoma aquella conversación sobre la escasez del agua: el viento empieza a soplar, las hojas revolotean, y una lluvia torrencial cae creando un riachuelo que “pasa por debajo de la casa y se pierde en la nada”. Recordando el deshielo que su compatriota Vsevolod Pudovkin simbolizaría en La Madre (1926), las imágenes de El destierro nos conducen, no a representar la caída del zarismo como en la cinta soviética, sino a manifestar el fin de la moralidad humana del siglo XXI.

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