EL CREYENTE
La lógica de los milagros
Este fotograma de El creyente tiene una composición curiosa. En el borde del cuadro a la izquierda, casi fuera de encuadre, como si se tratara de un error, separada de la escena principal por una columna, encontramos una escultura de la Virgen María. Me recuerda a aquellas pinturas clásicas en las que un elemento en último término, tal vez escondido tras el cortinaje como en Los embajadores de Holbein, pone la escena principal en suspensión para ofrecer su clave de lectura o incluso resignificarla por completo. Es lo que sucede en El creyente, de Cédric Kahn, una película que parece tratar de la salvación en el seno de una comunidad religiosa pero que no se explica sin una figura que, desde el exterior, desplaza la redención a través de la oración y el trabajo, al amor.
Según la sinopsis Thomas es un joven de 22 años adicto a la heroína que busca auxilio en un retiro católico aislado en las montañas. Allí se enfrenta con dos fuerzas antagonistas: “sus demonios interiores” y la presencia en el pueblo más cercano de Sybille, de quien se enamorará. La meta: “descubrir los valores de la amistad, el trabajo y la fe”. Es una buena sinopsis que incluye los principales elementos del relato sin engañar a nadie. Aunque Cédric Kahn se define como agnóstico, dado su punto de partida -las experiencias religiosas de exadictos- El creyente se trata de una película religiosa, católica y doctrinal, que no es lo mismo que doctrinaria. Y es digna de verse.
En primer lugar porque Cédric Kahn adopta una puesta en escena austera, con la cámara aferrada al trípode y manteniendo una distancia intermedia que evita los juicios fáciles para examinar la vida de una comunidad y la psicología del protagonista. Y la interpretación que hace Anthony Bajon del joven Thomas es impresionante, transmitiendo todo el espectro de afectos entre la vulnerabilidad, la rebeldía, el miedo y la felicidad, con el único apoyo de la luz o el claroscuro para modular la emoción (Yves Cape también fue el director de fotografía de Vida salvaje (Cédric Kahn, 2014), Holly Motors (Leos Carax, 2012), La religiosa (Guillaume Nicloux, 2013) y los primeros trabajos de Bruno Dumont (1999-2011)). Cuando Thomas camina por el refugio, la escala del plano se amplia y le sigue en paneos en los que sentimos la influencia benéfica del entorno; cuando se filma una actividad común -básicamente: cánticos piadosos, rezos y confesiones públicas como las de alcohólicos anónimos-, Kahn articula los distintos puntos de vista de la situación para mostrar las dinámicas internas de la comunidad, las preocupaciones y atenciones mutuas (o vigilancia) y las relaciones de poder.
Hay una escena, cuando la monja fundadora del refugio acude a visitarlo, en que la sencillez de un montaje en planos/contraplanos muestra toda la complejidad política de un lugar así. Los exadictos, individual y públicamente, agradecen la segunda oportunidad que les ofreció el refugio y confiesan su miedo al exterior. El contraplano de sus compañeros muestra comprensión absoluta e identificación, pero no se pasa de un punto al otro del eje o se cierra una secuencia sin pasar por el primer plano frontal de la hermana, sonriendo beatífica en el núcleo de la comunidad.
La vida allí no es muy distinta a la de un monasterio; se reduce a la regla clásica del Ora et labora. Y funciona. Aunque al comienzo Thomas se rebela y hasta huye del lugar, acaba volviendo por voluntad propia, vence sus “demonios interiores”, se rehabilita, se integra como uno más y encuentra una paz que nada garantiza que hubiese encontrado de otro modo. Escenas como la anterior demuestran que estamos ante algo más que una comunidad represiva o un lavado de cerebros, estamos ante un espacio de biopoder, donde el poder “hace vivir”. El juicio último pertenece al espectador pues, según avanza, El creyente se dirige a otras preocupaciones más psicológicas y religiosas.
El creyente trata sobre el poder de la oración, sobre la fe y los milagros, sobre la salvación y la gracia, pero lo hace con una penetrancia que no podía estar más lejos del catecismo. Más que la religión que sustenta todo esto, lo que a Kahn parece interesarle es la comunidad que forma y el poder terapéutico de esta. El arco de Thomas hacia la integración -con las fases clásicas de rechazo inicial, aceptación, prueba y confirmación- es complementario a un arco de rezos desde el silencio a la participación, pero si bien la regla del Ora et labora puede tener un efecto beneficioso sobre los chavales eso no significa que exista alguien escuchando. En un momento en que Kahn demuestra toda su perspicacia doctrinal, Sor Myriam reprochará eso mismo a un sumiso Thomas: «¿Te gusta orar?… cuando oras puedo escuchar que realmente no lo sientes… ¿Eres creyente?… ¿Eres feliz?… Dices que eres feliz, pero no eres feliz. Si te arrodillas aquí, ¿ante quién te estás arrodillando para orar? Estás viviendo una mentira». Lo realmente obsceno y violento de esta escena no es que la monja acompañe el interrogatorio con bofetadas, ni si quiera que tenga lugar inmediatamente después del triunfo de Thomas, cuando ha vencido la tentación de volver a drogarse, sino una de las máximas más inquietantes del cristianismo: no basta con que respondas “sí” a estas preguntas, no basta con que cumplas la Ley, ¡debes creer en ella!
El peso insoportable de esta exigencia (“¡Debes creer!”) es resuelto de manera eminentemente católica por la irrupción de un milagro, que convierte la creencia en certeza por medios mágico-sacramentales; pero abrirá el problema de cómo interpretar el milagro y de cómo responder a él; y lo que es más importante, por encima de cualquier aspecto doctrinal situará la psicología de Thomas.
El creyente resulta tan interesante para creyentes y no creyentes porque el desarrollo religioso de Thomas se explica siempre a través de una mediación mundana ajena a esta comunidad: su relación con Sybille. La escena en que ambos se conocen después de que Thomas haya abandonado el refugio es quizás la más hermosa de la película, y el motivo por el que Thomas decidirá regresar y superar su adicción. El momento tiene tal importancia que Kahn lo acompañará con el aria de Stötzel (retocado por J. S. Bach) Bist du bei mir. El mismo aria que volverá a sonar cuando Thomas sea objeto de un milagro incuestionable, ligando así la lógica mundana y amorosa con la de la gracia divina (la escena del milagro, además, es inmediatamente posterior del primer encuentro sexual de los personajes). Y volverá a sonar una tercera vez, al final de la película, cuando se resuelva el conflicto último de Thomas: ¿cómo interpretar y responder al milagro: quedándose en el refugio, haciéndose sacerdote o empezando una vida con Sybille?
Ahora que conocemos el elemento escondido de El creyente estamos en condiciones de entender el fotograma que abría esta crítica. A un lado, la escena principal, una misa coronada por un crucifijo; al otro, como escondida, la escultura de María. La Iglesia, la misa, la Palabra, el crucifijo, la Pasión como vía para la salvación a un lado, o la mediación secundaria y terrenal, sin Palabra, del amor de María; que en este caso no renuncia a la vida carnal.
El creyente (La Prière (The Prayer), Francia, 2018)
Dirección: Cédric Kahn / Guion: Fanny Burdino, Samuel Doux y Cédric Kahn / Producción: Sylviepalat y Benoît Quainon (para Les Films du Worso) / Fotografía: Yves Cape / Montaje: Laure Gardette / Música: Nicolas Cantin, Sylvain Malbrant y Olivier Goinard / Diseño de producción: Guillaume Deviercy / Reparto: Anthony Bajon, Damien Chapelle, Àlex Brendemühl, Louise Grinberg, Zsolt Kovács, Antoine Anthony Bajon Amblard, Magne Håvard Brekke, Hanna Schygulla