EL CHICO Y LA GARZA
Los pétalos del adiós
“Las despedidas producen una extraña sensación”, escribía Karen Dinesen en sus Memorias de África (1937). Hay algo de despedida en El chico y la garza (2023), un adiós y el paso del tiempo.
Un adiós que se cincela en los labios de un chico, Mahito, que pierde a su madre en un incendio durante unos bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. Tras esta pérdida, el joven se traslada a vivir, acompañado de su padre, con su tía en una casa cuyos rincones y paisaje pasan a ser el decorado de un cautivador cuento que pasea por las galerías de la muerte, del amor, de la amistad y del olvido.
En las páginas del cuento se modela otro adiós a través de unos personajes y unos lugares que recuerdan otros antiguos. Una torre, entonces, rememora un castillo en el cielo, un pasadizo subterráneo el túnel que lleva a Chihiro al mundo de la imaginación, y un lago el estanque de uno de los portales de El castillo ambulante (2004). Y unas ancianas evocan las mujeres del palacio de El viaje de Chihiro (2001), la joven Himi a la bella Sophie, y esos seres entrañables y diminutos que echan a volar en la noche a los espíritus del bosque de La princesa Mononoke (1997).
Un último adiós se esculpe en la mirada de un anciano que guarda entre sus ajadas manos unas desgastadas piezas de piedra gris que recrean y pincelan los infinitos y espiralados recovecos del mundo en el que habita, envolviendo al hombre en una aureola de demiurgo que pinta desde las alturas. En su fugaz mirada se arremolina un anhelo de hallar a alguien que persiga su estela y dedique su tiempo a continuar tejiendo los pétalos de la imaginación, de los sueños y de la magia, antes de que los pétalos se deshojen y la espesura del cuento se marchite. Los adioses.
En el viento del adiós se refleja un instante el paso del tiempo. Aquel tiempo que, como un espejismo, parece congelarse en la obra del anciano del cuento, en el que se trenzan el recuerdo de la madre de Mahito, que cristaliza en el cuerpo y el rostro de la joven Himi, y el eco de un niño que aún no ha nacido, que vive en el interior de su tía. Aguas del pasado, el presente y el porvenir que pueblan las galerías del mundo de la fantasía, mezclándose en el deslizar de una puerta o una cortina.
El tiempo vaga en El chico y la garza (2023) y en el cincel del recuerdo rememora el ramillete del paso del tiempo de la mirada del adiós en Cerrar los ojos (2023), la última película de Víctor Erice, donde se esculpe una despedida. En las onduladas aguas del adiós se cincelan las películas de Hayao Miyazaki y Víctor Erice, quienes, en el crepúsculo de sus vidas, tallan un pensamiento. Un pensamiento que se deshoja en los fotogramas y en el que se moldea el alma inefable e inolvidable de las películas, cosiendo un homenaje de la pasión por el arte cinematográfico, en el que también palpita un paisaje sumergido en la pérdida del cine. Un actor que habita en el olvido y un anciano que teje los pétalos de la imaginación en los últimos rescoldos de la memoria.
El chico y la garza (Kimitachi wa Do Ikiruka, Hayao Miyazaki, 2023)
Dirección: Hayao Miyazaki / Guion: Hayao Miyazaki / Producción: Studio Ghibli, Toshio Suzuki /Música: Joe Hisaishi