EL CABALLO DE TURÍN
Una mirada al ocaso
El caballo de Turín se estrenó en el la Berlinale de 2011. Consiguió premios importantes, no el más deseado, pero eso nada importa porque con el transcurso de los años ha mantenido el impacto generado en el año de su estreno. De hecho, quizás ha trascendido su relevancia porque ha conseguido mantener su singularidad frente a las producciones posteriores. Y ello no solo se debe a que se trate de la película que suponía la anunciada retirada de Béla Tarr del cine. El cineasta húngaro pensaba que había hecho todo cuanto había querido en el medio cinematográfico y, a riesgo de repetirse o aburrir a su audiencia, decidió dar un paso al lado y salirse del camino.
Si uno se fija en su cine parece que es un hombre preocupado por la finitud. Sus últimos largometrajes organizan los planos secuencia que los componen hacia la expresión del final de algo, ya de un modo de vida como en Sátantángo (1994); ya de la revolución o el sueño de un cambio social, Armonías de Werckmeister (2000); ya de la ilusión individual, El hombre de Londres (2007). El caballo de Turín no es la excepción, todo lo contrario, el tema que trata es el del fin de la propia existencia. No es, desde luego, una propuesta temática pedestre, pero tampoco tiene la carga de elevado sentido que algunas personas han tratado de adjudicarle.
Lo primero que se muestra al espectador es la oscuridad sobre la que un narrador cuenta la anécdota de cómo Friedrich Nietzsche perdió la cabeza al interrumpir un alboroto en la Piazza Carlo Alberto de Turín. Se dice que al introducirse entre la muchedumbre se encontró con el obsceno espectáculo que ofrecía un cochero al fustigar con rabia a su viejo caballo. El filósofo alemán se abrazó al cuello del animal golpeado, rompió en llanto y cayó desmayado sobre la calle. El narrador cuenta, a continuación, cómo fueron los últimos años de Nietzsche en una institución mental y retirado al cuidado de su madre y hermana. Termina aclarando que del caballo no se supo más.
La historia para Béla Tarr no tiene valor, al aspecto narrativo del cine dice no concederle importancia. La historia de El caballo de Turín es una ficción sobre el destino del animal, el cochero y su hija, y se estructura en seis jornadas consecutivas que representan la rutina diaria de una familia de campo. Una rutina que va deshaciéndose por sucesos inesperados que anuncian el advenimiento de la muerte y que cierra la película con la oscuridad del inicio, instalándola en un esqueleto circular. Lo que sigue a la narración de la anécdota es el seguimiento del coche tirado por el caballo y dirigido por el cochero. Durante minutos la cámara acompañará al ritmo con un movimiento atípico. Se acerca y aleja del coche sin seguir una estrategia clara, empezará encuadrando la escena frontalmente con la cabeza del animal en primer término y la figura del hombre apuntando al cielo gris; más tarde, tomará a ambos de perfil, la cámara se traslada en diagonal. Se muestran a los dos seres como un conjunto, como una máquina de gestos automáticos y oxidados, y la naturaleza cobra peso progresivamente. Raquíticas y desnudas ramas se zarandean, las hojas vuelan. La música minimalista no permite oír la ráfaga de viento que agita a la vegetación.
Se produce un corte y la siguiente imagen contiene la llegada a la granja, el recibimiento de la hija, el resguardo del caballo en su establo y la entrada al hogar. La música cesó con el corte y se oye el sonido del viento, de las hojas al vuelo y la soledad de la granja. Es la primera jornada y el expresionismo de la puesta en escena ofrecido en el primer plano secuencia se mantiene. La sensación es la de una visión fantasmal que acompaña a los residentes de la granja. Cuando entran a la humilde casa no entablan conversación, no señalan cómo han sido las horas en las que han estado separados ni cómo fue el viaje en coche ni tampoco cómo se sienten o qué hacer. Sus cuerpos se desplazan mecánicamente por el espacio doméstico, ella ayuda a desvestirlo y vestirlo nuevamente, él tiene un brazo paralizado. Mientras él descansa tumbado en la cama, ella cuece dos patatas, prepara la mesa y, cuando están listas, se sientan y las comen. Él se sienta frente a la ventana y contempla el exterior, ella recoge y limpia. En el siguiente plano se preparan para dormir, se acuestan y, en la oscuridad de la noche, él le pregunta a su hija si tampoco oye el silencio de las carcomas. Ella le dice que así es y se cuestiona en alto: “¿Qué es todo esto?”.
En el inicio de la jornada siguiente, tras el despertar de la hija, ella sale de la casa con dos cubos de agua vacíos que llena en el pozo y trae de vuelta. Él padre se despierta en ese momento y se cambia de ropa con la ayuda de la hija, beben un par de vasos de aguardiente, salen a preparar el carro para ir a la ciudad y también al caballo. El caballo no quiere moverse, sus planes quedan frustrados, así que vuelven al hogar. Este es el primer incidente del día, pero habrá más adelante otro. En este segundo, después de ingerir la patata cocida diaria, aparece un vecino pidiendo aguardiente. Él suyo ha terminado y no puede comprar más en la ciudad porque el viento se la ha llevado. No queda nada en pie, el polvo ha sepultado las ruinas que permanecieron y la gente ha abandonado el lugar. El vecino se sienta y valora la situación desatando un monólogo que toma como base las ideas filosóficas más representativas del pensamiento nietzscheano (la transmutación de todos los valores, la muerte de Dios, el superhombre, el eterno retorno) para reflexionar sobre el fracaso del mismo y constatar un nihilismo más desesperado y brutal.
La descripción de las dos primeras jornadas reúne las acciones que constituyen la rutina diaria de los tres protagonistas en la granja. Como puede verse, hay tres incidentes que marcan la diferencia y que no les permiten cumplir esta rutina. En el caso de la primera es muy sutil: no se oyen a las carcomas; en el segundo, el caballo no quiere trabajar y un vecino les dice que la ciudad ya no existe y que la gente se está marchando. Los protagonistas acogen estos sucesos con el silencio del conformismo y reproducen las mismas acciones maquinalmente, como si no ocurriera nada. La cámara, sin embargo, no reproduce los mismos movimientos mientras registra las acciones de padre e hija o en la captura del caballo que, ya en la tercera jornada, ha dejado de comer. Cada plano secuencia sigue una coreografía distinta, con encuadres precisos de los sujetos y su devenir en el espacio. Pero cada vez que se produce un incidente el aparato se detiene en su continuo movimiento, cuando conversan sobre el silencio de las carcomas captura el espacio del comedor y la cocina, con la ventana en último término; cuando al animal no obedece, captura con una angulación en contrapicado al cochero zarandeando las riendas, y cuando el vecino se sienta en la mesa, lo hace sosteniendo la posición durante todo el monólogo.
La cámara propone una mirada. ¿Quién o qué mira? La ausencia de la esposa y de la madre late en la relación entre padre e hija. En la cuarta jornada, la mujer va al pozo – tal y como hizo en la segunda y la tercera -, pero la cámara se queda por primera vez en el interior del hogar y no la acompaña hasta el lugar para rellenar los cubos. Esta decisión pronostica la sequía del pozo. La hija regresa y avisa al padre, ambos salen y la cámara, esta vez sí, los acompaña en un desplazamiento que captura el fondo pedregoso y seco del pozo. Él decide que es el momento de marcharse y al empacar todos los objetos en arcones y sacos, destaca la fotografía de la madre. Esta evocación a la memoria de su figura remite a la posesión de un recuerdo amado, a una pertenencia más valiosa que los materiales que usan y comen para mantenerse en vida y rodando.
La fijación del movimiento de la cámara para capturar el tiempo del suceso y la imagen de un retrato no son los únicos elementos que hacen pensar en la posibilidad de que una dimensión fantasmagórica conviva junto a la dimensión material moribunda del campo yermo sobre el que se levanta la granja. La convivencia de ambas podría dar lugar a la visión espectral sobre unos seres que viven por resignación en un automatismo desolador. Hay dos situaciones que proporcionan una lectura en consonancia con esta hipótesis y manifiestan que la mirada está vinculada al espacio del campo. En el tercer día, llega un carro arrastrado por dos jóvenes y hermosos caballos blancos sobre el que hay un grupo de personas de etnia gitana. El padre le pide a la hija que salga y los expulse. La cámara no se desplaza, permanece en el marco de la puerta, en la seguridad de la casa. Menos sutil es la segunda situación, que se ubica en la cuarta jornada. Padre e hija han reunido todo lo necesario para abandonar el lugar y buscar la salvación. La mirada espectral, esa extraña visión de la cámara, no se marcha de la finca; los observa alcanzar un árbol seco, hace un zoom in para mantener definidas las siluetas, y espera a que regresen porque algo ha sucedido más allá de la colina, y que se mantiene oculto en el fuera de campo, que les obliga a volver sobre sus pasos.
¿La mirada espectral pertenece al espíritu condenado de la madre? Béla Tarr dice que las historias no le interesan a la hora de realizar films. El arte cinematográfico es en su cine la fijación del tiempo y de las reacciones de la luz y la oscuridad en una diégesis sobre la que se articulan unos movimientos de personajes, música y cámara que componen coreografías virtuosas y de una belleza estética irrenunciable. ¿Es quizás su propuesta definitiva al destino apocalíptico de la humanidad? Acaso en su despedida de la ficción cinematográfica haya querido ofrecer un juego cruel. Algo similar a un descenso infernal que ordena cuadros sobre una gente que debe hacer cosas porque la repetición da sentido a la aburrida eternidad, gente que ha olvidado su condena. Y quien mira es, en realidad, un demonio que se divierte con los descubrimientos de los sujetos en los incidentes, aunque luego no causen sorpresa ni grandes reacciones porque en el fondo saben que llevan siglos haciendo lo mismo. Seis jornadas y la nada; seis jornadas y la oscuridad del final; la oscuridad del inicio y seis jornadas. Este planteamiento podría explicar la figura del narrador que cuenta lo que no puede apreciarse por la oscuridad de la imagen, también la de la música minimalista que aparece y desaparece expresándose en bucle. Tal vez, la mirada espectral es un dispositivo que acecha a padre e hija y debe entenderse como el registro del reality show de alguno de los círculos del infierno.
El caballo de Turín (Bela Tarr, 2011)
Dirección: Béla Tarr, Ágnes Hranitzky/ Guion: László Krasznahorkai, Béla Tarr/ Producción: Martin Hagermann, Juliette Lepoutre, Marie-Pierre Macia, Gábor Téni, Ruth Waldburger/ Fotografía: Fred Kelemen/ Montaje: Ágnes Hranitzky/ Diseño de Producción: László Rajk/ Música: Mihály Vig/ Reparto: János Derzsi, Erika Bók, Mihály Kormos, Ricsi, Mihály Ráday.
Este análisis es absolutamente mecánico. Para nada recoge la sensación que expresa el film. Es tan frío como si describirse los pinceles y la calidad de la pintura con la que pintó Van Goh el cuadro de su autorretrato.