EDITORIAL: TODAS SON LO MISMO
Todas son lo mismo
Para quien no lo sepa existe en la crítica de cine, de teatro, de literatura, una polarización entre dos acercamientos a la obra. Por un lado están quienes consideran que lo importante es el mensaje, el concepto, la temática y el contenido con independencia de su forma y, por otro, quienes defienden el valor del lenguaje, su gramática y articulación como esencia artística en sí misma, el estilo. Atendiendo los infinitos puntos intermedios a los que cualquier crítico se aferra para no radicalizarse en el extremo, el debate se resuelve bajo el teorema de que ambas, el qué y el cómo, son inseparables, interdependientes e inextricables. Una no puede ser analizada y valorada sin tener en cuenta la otra. Así, es fundamental atender la crítica de cine bajo un gran angular para valorar las obras desde un prisma cubista que no discrimine ni superponga juicios, absurdamente. Bajo este axioma vamos a pensar, entonces, ¿qué le ocurre al cine español?
En la Escuela de Cine y Artes Audiovisuales de Madrid (ECAM) un hombre vestido de negro y con las manos curtidas de agarrar el toro por los cuernos llamado Enrique Urbizu, que llegó a hacer una gran taquilla con No habrá paz para los malvados (2011) y había empezado con presupuestos avocados a la imaginación como con Todo por la pasta (1991), aseguraba con voz rasposa y acento bilbaino que no era el montaje, el guion, los actores o el tipo de iluminación lo que marcaba inicialmente el estilo. Que el primer rasgo del mismo, de cualquier película, era el dinero. Raro, se hace raro hablar de dinero cuando se analiza una obra. No es contenido, no es discurso y tampoco es forma, no es estilo. Sin embargo define ambas, las condiciona.
Recientemente Belén Funes, creadora de La hija de un ladrón (2019), narraba las dificultades económicas que durante mucho tiempo le impidieron acceder a la dirección autónoma de su obra. Sí, es incuestionable que el cine tiene un corte clasista en su realización. Las películas requieren de una gran inversión, tanto en la producción concreta como en el desarrollo formativo/educativo de sus autores, al que no toda la población puede acceder. Quien tiene dinero hace películas y por tanto, quien tiene dinero tiene discurso o lo puede transmitir. Primera conexión a analizar entre el cine español y el acercamiento crítico a las obras. ¿Qué discursos se están produciendo?
Interpretar las cifras es un nudo gordiano, pero si se corta quedan dos datos bien claros. El número de producciones españolas se ha incrementado de 126 en 2012 a 250 en 2022 gracias a la ola de nuevos directores y directoras, y la recaudación total se ha reducido casi a la mitad en esos mismos años desde 614.201.898,75 € (94.158.195 espectadores) a 367.454.789,31 € (59.130.979 espectadores). Cada vez hay más voces, más discursos, sí, pero menos interés por ellos, menos gente escuchándolos. Aquí pasa algo. ¿Cuanto más se democratiza el acceso a la creación, cuantas más historias existen, menos atractivas se hacen?
Una vez más existe el resguardo de excusarse en el descenso internacional de la taquilla, la falta de interés en los espectadores jóvenes y la competencia que ahora ejercen otros medios como internet, el VOD, las series o nuevos canales de creación como TikTok o Youtube. Incluso hay quien asume parte de la responsabilidad en los coletazos post-pandémicos. Ciertas todas, no hay duda, pero no excluyentes. El cine de hoy resulta menos atractivo al público y puede que la diversificación de fuentes y la facilidad de acceso a los medios de producción (un smartphone cualquiera) tenga mucho que ver, pero se trata también de algo que ya apuntaba Funes, se trata de los discursos.
Desde hace unos años y con el objetivo de paliar la desigualdad clasista del sector, comenzaron a surgir laboratorios de creación, residencias artísticas y foros de producción que servían de plataforma a aquellos proyectos que por ser humildes, arriesgados o novatos no encontraban financiación en los canales tradicionales. Una idea que cambiaría el mercado, quizás. Así surgieron las Residencias de la Academia, Ikusmira Berriak o La Incubadora por apuntar algunas. Un modelo que, salvando las distancias, revela más la debilidad del sistema que su amplitud y que, una vez han transcurrido las ediciones, se muestra seriamente corrompido. Cuando directores con estrenos internacionales (anónimos para este texto), con películas seleccionadas en los Goya y cierta trayectoria en el sector son seleccionados para estas subvenciones las malas noticias acechan. Entre las opciones más plausibles: son proyectos más grandes que los mercados que suelen transitar y requieren de un apoyo especial (difícil de creer), no hay productores comerciales abiertos a financiarlos y se ven obligados a peregrinar rascando migajas de un fondo público a otro (plausible), y estas nuevas residencias buscan justificar su razón de ser asegurando el éxito con miembros ya reconocidos (inequívoco).

Frente a la queja berrinche de que las películas españolas, concretamente aquellas dirigidas por mujeres, son todas lo mismo, algo insostenible si se comparan más de tres títulos, hay que hacer un alto y pensar que sí, merece cierto respeto esta afirmación si se recuerda aquello que decía Urbizu sobre los condicionantes del estilo. Si por un lado se encuentran las producciones mastodónticas de Netflix y sus compañeras junto a las comedias nostálgicas de las televisiones llenas de amigos de El Hormiguero, y por otro las producciones independientes de autores que no piensan solo en la taquilla financiadas a través de este entramado de miniayudas públicas, las obras inevitablemente se parecen. Todas las películas cuya ambición sea transitar las residencias artísticas de este país, caen por el embudo de preparar las historias pensando en los festivales de cine, en cuotas de género, en programadores y en entrevistas. En hacer historias de superación, de denuncia social, de intimidad y liberación. De niñas trans, de familias que pierden sus tradiciones, de madres solteras y de adolescentes que se construyen. Todas cortadas por el mismo patrón, sí, el modelo de financiación.
No hay películas dirigidas por mujeres bajo el sello de Netflix en España salvo alguna mal contada excepción y no es justo decir que de noche todos los gatos son pardos, pero es así. El cine español sigue sin diversificar los discursos, sigue siendo clasista, solo que ahora oculta su descaro bajo la falsedad de que los circuitos de subvención favorecen la integración. El clasismo continúa siendo el dinero que condiciona la forma sí y a su vez los discursos. O pagas por ver a Santiago Segura haciendo películas como Pedro Lazaga o pagas por ver a equipos pequeños en casas de campo con iluminación naturalista y fondos borrosos. ¿Dónde quedan las comedias de enredos medianas, los thrillers oníricos y las películas que se centran en la narración y no la narrativa? ¿Dónde?
Claro que siempre está la opción de que te quedes en casa, abras TikTok y no pagues nada.