EDITORIAL: PREMIAR LA SUTILEZA
Premiar la sutileza
No es nueva esa tendencia, en plena temporada de premios, de exaltar determinado tipo de interpretaciones. Los galardones -o, en su defecto, las nominaciones- parecen estar aseguradas para aquellas que destacan por su exuberancia gestual, sus acentuados cambios físicos o la presencia de una gran escena en la que todo estalla y parece relucir más que la calma sembrada antes de la tormenta.
No tengo nada en contra de estas actuaciones y de ciertos registros donde, por requisitos de guion o narrativos, a veces es necesario llegar a esos niveles de gran expresividad e incluso sobredramatización. Sin embargo, la constante celebración de este tipo de actuaciones puede llegar a sentar un precedente simplificado del trabajo actoral. ¿Son los injertos y las extremas transformaciones físicas que hacen irreconocible a la persona real un incentivo para valorar mejor una actuación? ¿Son los gritos, las grandes lamentaciones o una brutal gestualidad requisito indispensable para considerar una actuación como exultante? Pienso que tal vez se esté monopolizando un camino de estridencias descontroladas, por amor al arte, y una necesidad de desorbitar las emociones frente a la pantalla como vía para justificar un buen trabajo.
Parece que una evidencia visual clara, algo que nos golpea sin más remedio en la cara y nos sacuda de forma directa como espectadores, sin necesidad de ser partícipes, es la clave para alzarse con un galardón. Y, reitero, puede que ese enfoque sea oportuno en algunas ocasiones, pero… ¿siempre? A veces, es más poderoso aquello que se trabaja desde el silencio, aquello que asienta unas bases de introspección en el personaje y que parte de la verosimilitud de una templada actitud, sobre la que se pintan matices.
En este contexto, y aprovechando el reciente estreno de Perfect Days (Wim Wenders, 2023), es gratificante atender a cuando se premian actuaciones como la de Kôji Yakusho -quien se llevó el premio a mejor interpretación en el pasado Festival de Cannes– que rompen la tendencia y sucumben a un minimalismo que, igualmente, nos sacude emocionalmente. El actor japonés nos invita a sumergirnos en su mirada. Esta guía la forma en que contempla el mundo que le rodea e incluso sus propios sueños; sus ojos nos trasladan la sensorialidad del simple acto de observar. Los diálogos son escasos, pues la necesidad de palabra se ve reducida a la mínima expresión cuando el actor habla con su mirada y nos cuenta cómo se siente a través de ella. Admiración, tristeza, ilusión… variedad de registros por las que transita en el sosiego predominante del día a día, porque rara vez nuestras vidas gozan regularmente de escenas de gritos, lloros ensordecedores o luchas físicas como a veces parecen expresar algunas películas. De esta forma, incluso con el rostro sumergido hasta la mitad en un baño público, Kôji Yakusho nos traslada aquello que siente. A pesar de que los días de su personaje estén lejos de ser perfectos, su actuación nos despierta cierta atracción por las pequeñas cosas; nuestras retinas se funden con las suyas para encontrar la belleza en nuestras rutinas. Y entre parpadeos, su interpretación nos anima a detenernos a encontrar esa belleza que envuelve nuestra cotidianidad. Él la halla en el movimiento de las hojas en los árboles, los juegos de sombras sobre las superficies, las lecturas nocturnas, los casetes de música, etc.; el espectador, allá donde le lleven sus gustos.
Este margen que deja espacio para incluir al público desde lo performativo y no solamente desde lo formal, abre un abanico de posibilidades en cuanto al impacto emocional que se busca y que, en ocasiones, se consigue con la reducción de la expresión evidente. Cada vez que pienso en ello, regreso a la interpretación de Paul Mescal en Aftersun. Durante todo el film esa oscuridad que lo persigue y que intenta no evidenciar ante cámara, huyendo de la óptica incluso cuando su hija lo graba, se va evidenciando desde su mirada. Entonces, de repente, su expresión se tuerce cuando el grupo de la excursión organizada, dirigidos por Sophie, le cantan el cumpleaños feliz y poco después atendemos a la escena donde se rompe, en una total intimidad y privacidad. En ese momento no nos da la cara, sino la espalda: con ella consigue expresar todo ese dolor, permitiendo paralelamente que cada quien que lo vea complete la imagen con su imaginación, y el sentimiento del personaje con la aflicción personal. Las lágrimas no se nos muestran, porque no es el drama lo que se decide exaltar, sino ese tormento interno. Así pues, la espalda de Paul Mescal se retuerce con él, cogiendo aire con dificultad, y su fisionomía se dobla casi como en un intento de sacar todo aquello reprimido.
La sutileza permite al espectador más margen para ser partícipe de la configuración de la imagen y completar así los resquicios que se abren de significación, abriendo un hueco de conexión directa entre nosotros y los personajes. Sin embargo, esto lleva a que muchas veces, en ese no mostrar o en esa exhibición contenida, no haya esa espectacularidad evidente que parece buscarse en las actuaciones premiables. Eso me lleva a pensar en la carrera a mejor actriz en los Oscar de este año. Una de las primeras cosas que destacan es cómo Cailee Spaeny casi no ha entrado en ella para optar ni a una nominación, cuando en el Festival de Venecia se llevó la Copa Volpi a mejor actriz. Su trabajo en Priscilla navega en esa sutileza mencionada y nos presenta a una joven que poco a poco se va quebrando, que se ve obligada a madurar y, en última instancia, a construir sus propias alas para salir de un encierro infeliz. Esto lo consigue desde las miradas fluctuantes, esquivas o decepcionadas; las muecas de sus labios que contienen muchas veces aquello que no se atreve a decir; y la fisicalidad que no solo muestra el paso de una Priscilla adolescente a su versión adulta, sino el paso de una postura que refleja inocencia e ilusión, a una que refleja dolor, traición y decepción.
Dejando esto al margen y centrándome, como cierre, en dos de las favoritas para alzarse con la estatuilla dorada –Emma Stone y Lily Gladstone-, me pregunto si la vistosidad de la primera -justificada en parte por el desarrollo de un personaje en constante autodescubrimiento- se sobrepondrá a la contención de la segunda, quien presenta un papel en su mayoría más sosegado y, no por ello, menos demoledor. Pienso que el culmen de su trabajo se encuentra en esa expresividad que se va apagando, llevándola de ser una mujer dura e inquebrantable a una versión más desgarrada y sacudida por la tragedia. A medida que la pérdida viste su existencia y la traición su corazón, Gladstone sucumbe a un estado que recuerda al de la Juana de Arco de Maria Falconetti, aunque las lágrimas en ella no fluyen descontroladamente, sino que se quedan reposando en una mirada que juzga y busca justicia. En ella nos sumergimos para entender su dolor, mientras que en el caso de Emma Stone su fuerte se encuentra en la transformación de la fisicalidad, que permite una cierta teatralidad en el despliegue de su talento y no tanto una introspección. La elección de una de ellas el próximo marzo, merecida en ambos casos, volverá a reflejar si el trabajo del actor ha de ser, aunque sea por una escena que permita el clip proyectado en los premios, espectacularidad desmedida o templanza sutil.