EDITORIAL: EN DEFENSA DE LAS OBRAS MENORES
En defensa de las obras menores

El ejercicio de la crítica cinematográfica no escapa de tópicos, y menos en una época en la que el volumen de estrenos y visionados ha aumentado de manera sustancial. La hiperproducción de la industria y la oferta de las plataformas han incrementado la frecuencia con la que el crítico acude a lugares comunes, frases y etiquetas manidas. La victoria es doble, pues además de servir como válvula de escape ante una reflexión que se atraganta, también simplifica el mensaje y facilita que el lector comprenda la valoración crítica. Son tics difíciles de evitar. Este texto, probablemente, también los contenga. No obstante, la idea es que este espacio sirva para discutir una de las expresiones más reduccionistas de la crítica contemporánea: “obra menor”.
En febrero se estrenaron comercialmente en España dos películas que han sido etiquetadas mayoritariamente como obras menores de sus directores. Los trabajos en cuestión son Priscilla (Sofia Coppola, 2023) y Ferrari (Michael Mann, 2023). Ambas cintas fueron ampliamente cuestionadas en el Festival de Venecia y han arrastrado un halo de desconfianza que se traduce en una respuesta crítica tibia que, si bien reconoce la inherente brillantez de las imágenes, cuestiona la capacidad de estas para alcanzar las anteriores cuotas de sus autores.
Hay en esta reflexión, tradicionalmente estadounidense y generalmente de medios mainstream, una lógica valorativa muy estricta, que entiende las obras verticalmente, valorando altura y obviando sus ramificaciones. Este escenario plantea un futuro desolador: los autores que hayan alcanzado de forma temprana la excelencia están condenados a vivir bajo su sombra. Terrence Malick es un ejemplo claro. Song to Song (2017), la última piedra de su tríptico amoroso, recibe unánimemente el calificativo de “obra menor”, siendo la sublimación de su estilo pos Palma de Oro y el momento en el que más libre se ha sentido la lírica de Malick. Su mera existencia sirve para explicar el rumbo que la filmografía del cineasta ha tomado, y es el motivo de que Vida oculta (2019) se haya podido realizar. Hay en ella una recreación consciente, que se esgrime como un defecto.

En este sentido, la mayoría de “obras menores” comparten una radicalización de las formas, un viaje al centro de la autoría que expulsa a muchos espectadores. Tenet (Christopher Nolan, 2021) concentra a la perfección esta idea de desnudar un estilo hasta despojar de él gran parte de los artificios pasados. Es una cinta extrema, un ejercicio de abstracción gigantesco, entendido este como pirueta del género. O pongamos, por ejemplo, High Flying Bird (Steven Soderbergh, 2019). Una de esas películas consideradas “de plataforma”, pero que alberga en su naturaleza la clave del relato y que resume perfectamente la inquietud de Soderbergh por la creación de formas incontenibles (a través del dispositivo: un iPhone 8). De este castigo no se escapa nadie. Ni siquiera David Fincher, que ha estrenado recientemente The Killer (2023), puede huir del apelativo de obra menor. Un thriller de una temperatura gélida, alumno del arte termita, que parece perder el corazón según avanza. Ha pasado casi desapercibida, en parte por tener una ventana reducida en cines, pero principalmente por el hermetismo de una historia de un asesino mecánico que no pretende destacar en nada, y así, hacerlo en todo.
Se hace pertinente (e ilusionante) a estas alturas del texto regresar sobre mis primeras líneas en esta revista. Una reivindicación de la obra tardía de David Cronenberg y M. Night Shyamalan con motivo de Llaman a la puerta (Shyamalan, 2023), la película que aporta todavía más significado a la incomprendida Tiempo (2021). Tiempo encaja para muchos en la definición de “obra menor”, al igual que Un método peligroso (Cronenberg, 2011). Ambos filmes generan una escisión con la vieja narrativa de sus cineastas y abren una nueva etapa en sus filmografías. Son artefactos estéticos únicos. Películas que expanden las fronteras del cine de dos directores antes encasillados y que han recibido numerosas críticas desde la condescendencia de “lo menor”.

Ni con Priscilla ni con Ferrari podemos afirmar todavía que supongan un giro en la carrera de sus autores, pero sí que han sido juzgadas en base a las expectativas de antiguos trabajos. La sombra de Las vírgenes suicidas (1999) o Lost in Translation (2003) es muy alargada para Coppola. Al igual que lo es para Mann la de Ladrón (1981) o Heat (1995). De la misma manera que lo es para Malick El árbol de la vida (2011), Memento (2000) para Nolan, Sexo, mentiras y cintas de vídeo (1989) para Soderbegh, Zodiac (2007) para Fincher, Videodrome (1983) para Cronenberg o Señales (2002) para Shyamalan. La mirada nostálgica empaña el juicio crítico. Lo de antes siempre era mejor. “Ya no se hacen películas como las de antes”. Y si se hacen, no interesa porque estamos reflexionando sobre ellas desde el pasado cuando, precisamente, lo que proponen las “obras menores” es dinamitarlo.