EDITORIAL: EN BUSCA DE UNA MIRADA VIOLENTA
En busca de una mirada violenta
Cuando pude ver The Beast (Bertrand Bonello, 2023) el año pasado en el festival Márgenes, se me antojó algo insegura en cuanto a la representación de su violencia. Encontré en ella una mirada elusiva a la masculinidad del personaje(s) que George MacKay encarna dentro de las tres historias paralelas en las que se desarrolla la película, y no tanto una alusión a la mirada violenta que claramente estaba tratando de representar (o criticar). Un último segmento dentro del tríptico narrativo se desvela en el tramo final de la cinta, en el que se narra otro breve encuentro de los protagonistas Gabrielle (Léa Seydoux) y Louis (MacKay), en el que éste adopta la faceta de un ominoso treintañero víctima de sus propias inseguridades. Se trata de un personaje canónicamente incel (del ingles involuntary celibate, celibato involuntario), un avatar del odio irracional hacia las mujeres y parte de una comunidad que ha crecido a través de internet. En primera instancia -o más bien lo que pude (o quise) entender en aquel momento- la cara opuesta del protagonista de la historia ambientada en 1910.
Meses más tarde y con la película ya estrenada, me encuentro con una reflexión que choca con aquel primer visionado. Encuentro ahora en estas tres personalidades que encarna la figura de Louis en la película, a la misma persona. Bonello propone una meditación acerca de las convenciones y las circunstancias que permiten que individuos como Louis puedan encontrar un lugar en el que encajar. Su persona en 1910 es un caballero amable y detallista, pero es en sus gestos en los que encontramos la sombra de lo que será cien años más tarde. El Louis de principios del siglo veinte es un personaje terriblemente enamorado, obsesionado, un trilero que lleva las conversaciones que mantiene con Gabrielle por donde él quiere, que hasta se permite cambiar de idioma a placer, y que mantiene un semblante impaciente cuando la charla es interrumpida. Es el contexto lo que le invisibiliza al lado de su “yo” de 2014. Son el mismo personaje, esclavos de las mismas animosidades y destinados a acabar con sus obsesiones del mismo modo que sus obsesiones acabarán con ellos mismos.
Una conclusión que me alegra haber podido alcanzar pero que ahora me genera un malestar incipiente: ¿por qué no pude asimilarlo aquella primera vez? Ahora ya soy incapaz de entenderlo de otra manera pero de no haber sido por este revisionado, así se habría quedado. Y es una reflexión que comparto para la gran mayoría de películas que tratan el tema incel. en mayor o menor medida. Encuentro a menudo un dilema acerca de la naturaleza de estos personajes, una mirada empática, un tratamiento trágico o, en no tan rara ocasión, heróico de los mismos. No me interesa tanto este último, ya que lo ubico como una corriente ya algo caduca o que al menos no hace tanto ruido como lo pudo haber hecho en su momento. Ahí podríamos destacar los trabajos más macarras de Takashi Miike, de Eli Roth, Robert Rodriguez, Quentin Tarantino y compañía. Cineastas que rara vez tratan el tema de boca, pero en los que se puede distinguir una evidente gravitación hacia tramas y personajes que si no fuera por un acertado tono de levedad en sus formas, serían ejemplos del tratamiento “heróico” del que hablaba antes.
En cambio, preferiría indagar en esa otra vertiente. La de los personajes trágicos, la de las aproximaciones cautelosas y equidistantes, miradas complacientes en historias que no tienen porqué compartir estos valores. Pienso en películas como Tenemos que hablar de Kevin (Lynne Ramsay, 2011), The end of Evangelion (Hideaki Anno, 1997) o Elephant (Gus Van Sant, 2003) , que construyen su violencia a través de casos circunstanciales atados a entornos familiares, escolares o relaciones afectivas, y pienso en la razón de ser de estas justificaciones. ¿Sirve de algo un acercamiento empático con personajes hacia los que el cineasta ya ha impartido juicio a través de otras formas?
Quiero pensar que la mayoría de casos nacen como ejercicios de morbo, de la emoción que entraña el adentrarse en la vida y mente de personajes rotos y violentos desde la seguridad de la ficción. Pero ahí es precisamente donde empiezo a desviarme de ese pensamiento. No es una forma segura de asimilar temas potencialmente sensibles, tanto para aquellos que puedan sentirse violentados por los mismos, como inspirados. Con esto no quiero decir que todos los ejemplos que he compartido hasta ahora caigan en esta misma cesta. Elephant es afilada en sus momentos más turbadores, y distante en aquellos en los que ofrece un atisbo a la vida de sus protagonistas. Una consideración que encuentro enteramente opuesta en la película de Lynne Ramsay.
Quisiera indagar en la construcción de estos personajes a través de esa mirada. Una en la que converge una suerte de contradicción entre el juicio y la forma. Aquella que acompaña a los títulos más célebres de estas ficciones: los individuos redimidos, los incomprendidos, los rotos, aquellos personajes cuyas relaciones con las mujeres son definidas por y sobre todo a pesar de estos atributos. Se tratan del Joker (Todd Phillips, 2019) de Joaquin Phoenix, de Travis Bickle en Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976) y tantos otros protagonistas de Paul Schrader (la mirada que también se fragua en el guion), de Alex DeLarge en La naranja mecánica (Stanley Kubrick, 1971) o, quizás hilando más fino, el Marck Zuckerberg de Jesse Eisenberg en La red social (David Fincher, 2010).
Personas cuyas peores cualidades son las que les hicieron populares, y para los que el cineasta no puede evitar formar un cúmulo de precedentes que los martirice, además de ignorar o pasar de largo los temas que realmente hayan podido radicalizar a estos individuos. El Joker de Phillips, sin ir más lejos, termina siendo una especie de héroe en un levantamiento popular. Algo que sugiere que estamos ante una película que señala los problemas estructurales e institucionales que pueden llevar a alguien a perder la cabeza, cuando realmente focaliza el origen de la locura (y la violencia) del personaje en una relación difícil con una madre controladora.
Es en estos títulos y en estos personajes, de los que nacen más preguntas ¿Pueden entonces estas películas ofrecer una mirada verdaderamente crítica de la violencia que muestran a través de sus personajes, si esta violencia está intrínsecamente atada a unos valores que buscan redimir dichos comportamientos? ¿O es simplemente esa curiosidad mórbida de la que hablaba la que hace que el cineasta busque redimensionar un personaje moralmente reprochable? Y si es así, ¿qué dice eso de la propia película? Juicios imposibles y preguntas sin ninguna respuesta válida, realmente, pero preguntas que me gusta que me asolen. La mayoría de títulos que he citado pertenecen a un canon más bien mainstream, que de algún modo dictan valores y sientan precedentes a la hora de representar y mostrar a un público general estas corrientes. Algo que las convierte inherentemente en problemáticas, al mismo tiempo que reveladoras y advertencias. Son, de nuevo, miradas contradictorias, chocantes, violentas.
Me gusta el broche que cierra The Beast, porque dedica gran parte de sus segmentos en el futuro a dialogar con algunas de estas cuestiones que me han surgido mientras escribía este texto. Borrar estos sentimientos encontrados resultaría en algo más seguro, pero también más extraño. Lo pienso, y me resulta gracioso el orden en que he sido capaz de leer las intenciones de Bonello con esta película, en comparación con cómo he podido asimilar personajes y películas equivalentes a lo largo de los años. Cómo Bonello me hizo pensar que Louis (los tres) era un personaje más complejo de lo que realmente es, y cómo algo tan simple como un gesto, una mirada, puede redimensionar una visión en su totalidad.