DUNKERQUE VS EL GRAN DESFILE
Aviones vs. caras
Decía Alberto Hernando en el primer hilo de este Ecos muchas afirmaciones en torno al «cine de la crueldad«. En relación a Anticristo(Lars Von Trier, 2009), se refería a ciertas barreras puestas por el cine “humanista” en relación a los excesos de la representación, principalmente, de la violencia. Sin embargo, esta distinción parte de otros términos más cercanos a los límites morales y sociales que a los debatidos. Un cine de la crueldad puede también tener una mirada humanista ya que ésta no se basa en su moral, sino en su atención hacia el humano como principal e, incluso, único objeto de interés. El contrapunto del cine humanista ha de ser el cine de la superficie, el cine de la máquina. Por ello, está segunda parte pretende aportar a la discusión este nuevo frente de batalla.
Cuando John Ford y su equipo se encontraban grabando el documental La batalla de Midway (1942) en un barco, junto a los soldados americanos que se dirigían a luchar en la Segunda Guerra Mundial, pasó una patrulla aérea sobre sus cabezas. En ese momento, uno de los camarógrafos del equipo desvió su objetivo hacia el espectáculo aéreo. Imaginémoslo. Vamos en un barco lleno de gente corriente, tenemos una cámara y queremos grabar algo que merezca la pena para el público y, menos mal, pasan unos aviones por encima de nuestra cabeza. Cualquier hijo de vecino hubiese hecho lo mismo. John Ford le propinó una soberana colleja a dicho sujeto y le dijo que lo que tenía que grabar eran las caras. ¿Qué queremos ver, guardar y recordar? ¿El paso de un caro avión que seguro levantaría los vítores de la multitud en un desfile, o los ojos, el gesto, de un joven desconocido en su camino hacia un lugar tras el cual ese rostro de miedo, resignación o ignorancia, no volverá a tener nunca la misma mirada?
Quizás sea esta simple anécdota la que mejor resuma la esencia de lo que llamamos cine humanista. Tras ver Dunkerque queda claro que a Christopher Nolan nunca le dieron una buena colleja, o al menos no de esas de las que repartía John Ford, que seguro que eran de las que pican. Dice el director inglés que su inspiración han sido las grandes películas mudas. Qué mejor entonces que enfrentarla a una para exponer por qué Nolan y su cine se deberían plantear emprender el mismo viaje que el hombre de hojalata en El mago de Oz (Victor Fleming, 1939).
El gran desfile (1925) de King Vidor parece una cinta adecuada como muestra canónica de cinta bélica clásica con gran despliegue de medios. En ella, un joven adinerado, vago y consentido, interpretado por John Gilbert se alista, por obligación, en la Primera Guerra Mundial para orgullo de su novia y padre y temor de su madre. En Europa convivirá, a la espera de ir al frente, en una aldea francesa, enamorándose de una campesina y entablando gran amistad con otros dos soldados. Tras conocer el horror y la muerte en la batalla y regresar a su casa con una sola pierna, el joven observará cómo el orgullo de su padre y novia no eran más que algo fugaz y solo el amor de su madre y de la campesina valdrán para un protagonista que ha evolucionado a golpe de descubrir lo que verdaderamente importa, descubiertos los engaños sociales del heroísmo o las riquezas.
El gran desfile es una película donde siempre se “graban las caras”: El reencuentro con un padre que no puede mirar a su hijo inválido a los ojos y con una madre que llora de alegría por su vuelta con vida, sea como sea; la despedida de la campesina antes de partir a la batalla, donde la música alcanza su momento álgido y el montaje se acelera provocando una confusión de planos que hacen sufrir con la posibilidad de que ambos enamorados no puedan decirse adiós hasta que al fin lo consiguen; las pequeñas bromas con su amada y sus amigos, la ducha artesanal, el barril, la borrachera en la bodega o la tarta dura como una piedra. Todos y cada uno de esos momentos son los verdaderos clímax de una película que se toma su espacio, se relaja y se recrea en ellos. Son el verdadero gran desfile, los vítores, la vida.Las escenas de batalla, sin embargo, transcurren como otro tipo de marcha, la fúnebre, ordenada, oscura y solemne. No hay espectáculo, solo quietud y poco a poco la muerte que llega cual cuentagotas en una batalla de trincheras. Estados Unidos salió victorioso de esa guerra, pero en la película la batalla deja paso directo al hospital donde cada cama tiene una historia aún peor que la del protagonista. Así, la película de Vidor convierte su título en algo irónico y punzante: un desfile alegre que anima a los jóvenes a ir hacia la muerte, un ejército que marcha al frente entre vítores y besos de las jóvenes locales, una fachada que se derrumba con la realidad. El gran desfile es la vuelta a casa y ese abrazo con la madre, con la verdadera amada. Nos anuncian aviones cuando lo que importaba, de nuevo, eran las caras.
Recordemos ahora el hit del verano junto con el Despacito de Luis Fonsi y Daddy Yankee, Dunkerque (Christopher Nolan, 2017). Al contrario que en El gran desfile o, aún de forma más radical, El cazador (Michael Cimino, 1978), el espacio que la trama dedica al antes y después de la batalla es casi nulo. El objetivo no es otro que el de centrarse en la batalla, la inmersión en esa ingente cantidad de personas entre la espada y la pared que fue Dunkerque en 1940. En realidad, pese a tener en el planteamiento su excusa, consciente de que sin contexto todo se derrumba, los escasos diálogos de la película vienen a dotar de forma chapucera, simplona y casi a regañadientes un contexto hueco a los personajes que hace que los primeros planos de sus «caras» siga siendo como grabar la chapa del avión. Frases como “mi hijo era piloto», “mi hermano está ahí”, “quiero salir en el periódico local para hacer algo importante en la vida” intentan contrarrestar sin éxito la absoluta indiferencia hacia los personajes presentados. No en vano estamos comparando una película cuyo tensión climática se desarrolla en torno a un indicador estropeado de gasolina frente a otra que convertía la unión de dos amantes entre la multitud en su momento cumbre.
De nuevo, el objetivo aquí es la inmersión. Pero no la de los soldados que estuvieron varios días esperando en la arena o apretados en el pilón de evacuación, ni la de los enfermeros desbordados, sino la de los “héroes”. Los pilotos de los cazas, los pescadores que acuden al rescate o los soldados más avispados que consiguen colarse una y otra vez por delante de sus compañeros en el rescate. Hablamos entonces de otro tipo de inmersión: el sonido de los disparos y la visión a través del interior del caza, la tensión de colarse en un barco haciéndose pasar por camillero, la de una multitud bañada en combustible a punto de arder. Es una inmersión en los aviones, no en las caras.
En contra de la visión pesimista y crítica sobre la Primera Guerra Mundial y las campañas de reclutamiento de gloria, honor y deber que ofrecía hace más de nueve décadas El gran Desfile, Dunkerque finaliza lo que durante todo el metraje ha sido la crónica de una accidentada heroicidad como un relato sin sombras. Uno donde la guinda la pone el almibarado oficial interpretado por Kenneth Branagh que, para rematar la machada, decide quedarse para esperar, ya que está, a rescatar a los franceses. La derrota vendida como victoria que subió la moral de un país no obtiene, setenta años después, la capacidad crítica y de relectura que ofrecía la película muda de Vidor ocho años después de la que, en aquel entonces, aún era “La Gran Guerra”. Nolan ha creado, quizás sin ser consciente, un gran desfile, pero sin ironía.
No se pretendía discutir aquí la valía de una u otra obra ni echar por tierra la mirada de Nolan en favor de la de Vidor, sino la de exponer sus características más profundas en un mundo que se identifica solo a través de la superficie. Las formas que denotan una ideología, una forma de mirar, la profunda, la humanista, contra la efectiva, la superficial. Un cine de aviones frente a un cine de caras.
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