DOSSIER PESADILLA EN ELM STREET (3/4)
La decadencia del mito
Tras el éxito de Pesadilla en Elm Street 4: El señor de los sueños poco más tenía que decir la saga de Freddy Krueger, más allá de repetir fórmulas o extremar los componentes de humor grueso y provocaciones a ritmo de látex. La única salida posible era reconducir la saga hacia el género literario que que había reinventado las reglas del género, el llamado Splatterpunk, que hundía sus raíces en autores como Clive Barker, creador de Pinhead y su Hellraiser y que planteaba un terror más basado en la fragilidad de la carne, sus perversiones y un gusto por la representación gráfica extrema del horror, aunado con algunas dosis de pornografía y que bien se podía emparentar también con el terror gráfico británico salido de las mentes de Alan Moore y su Cosa del pantano o los primeros compases del Sandman de Neil Gaiman.
New Line propuso a David J. Schow -padre del Splatterpunk– y John Skipp que plantearan una propuesta para devolver a Freddy Krueger el horror de sus orígenes y conseguir de nuevo que un personaje ya domesticado volviera a ser novedoso y aterrador. La propuesta no cuajó y New Line volvió a ofrecer una cinta que seguía los patrones formales de las dos anteriores entregas -en especial la cuarta entrega- y que no consiguió funcionar ni como festival mainstream del horror como sus dos capítulos previos, ni como un nuevo punto y aparte más cercano a las tendencias que se estaban imponiendo en el género del terror. Algo de la influencia del movimiento literario quedó en esta quinta entrega, ya fuera la muerte por bulimia de Erika Anderson o la fusión de hombre y máquina con ecos del Robocop de Verhoeven o la nueva carne cronengbergiana en la muerte de Dan el novio de Alice. Pero tanto la censura, que suavizó los elementos más viscerales y crudos de las imágenes de Stephen Hopkins, el director de esta quinta entrega, como algunos momentos ridículos -la pesadilla en el mundo del cómic- empañaron sus aciertos formales y tonales -ese final escheriano es muy recomendable-. A esto se suma un guion que también iba reescribiéndose sobre la marcha -algo habitual en las producciones de Robert Shaye, más interesado en los intereses económicos de la franquicia que en su legado artístico-, lo que convierte a Pesadilla en Elm Street 5: el niño de los sueños (1989) en un título que profundiza un poco más en el pasado del asesino de las cuchillas, que intenta recuperar parte de su status primigenio, incluso trayendo de vuelta al maquillador original del mismo, David Miller, pero solo consigue evidenciar lo poco que queda de aquella criatura que aterrorizó a las audiencias escasos cinco años antes.
La premura y la falta de rumbo de las entregas de la franquicia tuvo su repercusión en la crítica y el público. Por primera vez, la saga tenía un batacazo en taquilla y New Line y Robert Shaye en particular comenzó a darse cuenta que la gallina de los huevos de oro había comenzado a demostrar síntomas de fragilidad. ¿Qué hacer? Ofrecer un canto del cisne con la promesa de que la siguiente sería la película final y definitiva. Su título no dejaba lugar a la duda: Pesadilla final: La muerte de Freddy.
En principio el libreto de la cinta fue propuesto a un jovencísimo Peter Jackson -cuyo contacto con New Line daría una década después sus frutos con la trilogía de El señor de los anillos– pero a su vez un guionista de la casa, Michael de Luca, estaba escribiendo una propuesta en paralelo. La propuesta de Jackson era a priori más interesante -con un Freddy Krueger en un futuro indeterminado, avejentado y acabado y una nueva generación de jóvenes que no le temían- pero el estudio acabó eligiendo la más convencional propuesta de Michael de Luca, donde el libreto profundizaba (de nuevo) en el pasado y el origen de Freddy Krueger. La directora encargada de dar por finalizada la andadura del mito fue otra persona del círculo de New Line, Rachel Talalay, que había ido escalando puestos en la compañía y que había tenido diferentes cargos de responsabilidad en la producción de la saga desde sus orígenes. Pero Talalay nunca había dirigido nada en su carrera y el resultado final de la película es ejemplo de su inexperiencia. Es tan poco acertado el enfoque visual de la propuesta, que incluso se echan de menos los excesos de los muy irregulares Harlin o Hopkins. Talalay pretendió ofrecer un Freddy Krueger más cercano a los Looney Tunes -ese momento del paracaídas solo puede traer a la memoria a Bugs Bunny en Quién engañó a Roger Rabbit– con toques de otredad salidos del cine de John Waters o la cercana en el tiempo Twin Peaks. Pero ningún elemento funciona en esta entrega, ya que ni hay un festival gore como en las tres entregas previas, ni el nuevo casting funciona en su conjunto. La última carta en la manga y demostración de los abismos insondables de la desesperación en los que había caído la franquicia fue el intento de reintroducción del 3D analógico para el acto final de la película, donde espectador y protagonista principal se adentraban en la mente de Freddy Krueger y cuyo uso del 3D era tan efectista como irregular. Lo que tenía que ser un canto del cisne de la saga, homenaje y fin de fiesta para el mayor icono del terror del cine contemporáneo se quedó en un producto desvaído y poco inspirado, quizá la entrega más inane y mediocre de toda la saga.
Pero la estrategia de marketing funcionó y aunque no recibió el éxito de taquilla de la tercera y cuarta entrega, la cinta remató el éxito del personaje a lo largo de casi una década, cambiando las formas y las maneras de entender el slasher, llevándolo un paso más allá de lo que aportaron sus coetáneos tales como las franquicias de Viernes 13 o Halloween. Parecía que el asesino de Elm Street iba a descansar plácidamente el sueño de los justos. Los fastos del 10º aniversario de la franquicia reflejaron lo contrario. Robert Shaye quiso traer de vuelta, tres años después de su aparente muerte, al personaje que levantó su imperio y de paso homenajear los diez años del estreno de un clásico inmortal del terror. La idea de este resurgimiento, reboot y reinvención de la saga y el personaje solo podía tener sentido si volvía el autor original de la misma. Wes Craven, cuya relación con Shaye se había enfriado debido a problemas tanto artísticos como sobre todo económicos -Shaye no compartió ninguno de los pingües beneficios del personaje y su merchandising con Craven- se solucionó cuando Shaye le pagó a Craven algo que moralmente le debía. La situación de Craven en estos diez años no había conseguido ni el reconocimiento crítico ni el artístico. Títulos como Amiga mortal, La serpiente y el arco iris o El sótano del miedo, aunque demostraban -sobre todo los dos últimos- la voluntad de Craven por ofrecer algo que fuera más allá del mínimo común denominador exigido por las restricciones auto-impuestas del género, se quedaron muy por debajo de lo conseguido por el realizador con su primer Elm Street.
Pero la intención de Craven no era continuar la saga, ni reciclar los hallazgos de su mejor obra. No, lo que Craven pretendió y consiguió a medias fue un ejercicio de cine dentro del cine, donde fue capaz de expurgar los fantasmas del pasado, tanto suyos como de Heather Langenkamp -la actriz que protagonizaba a Nancy- e incluso de New Line, explorando el significado del éxito de Freddy Krueger, su legado y mala influencia al trivializar y espectacularizar a un asesino y abusador de infantes y adolescentes, además de insensibilizar a una generación de espectadores ante el horror y la muerte. Así, en su primera mitad, la cinta funciona como ejercicio metalingüístico, con una acerada y punzante mirada a la industria de Hollywood, donde todos, tanto Craven, como Langenkamp, Englund o el propio Shaye se interpretan a sí mismos. De nuevo como en el original, el punto de partida de la trama surgió de un acontecimiento del mundo real: las llamadas amenazantes de un fanático de la saga a Heather Langenkamp a la que culpaba de la muerte de Freddy y la finalización de la franquicia.
Para devolver a Krueger su impronta de figura terrorífica y atemorizante, Craven decidió retrotraer el origen del personaje no a lo narrado en las secuelas que tan poco le interesaban, sino convertir al personaje ficcional en espejo y representación domesticada de un ser ancestral que es la base del terror al sueño. De la misma manera, la representación formal de la figura de Krueger fue remodelada tanto en la representación de su rostro, obra de nuevo del artista original David Miller, como en sus famosas cuchillas -ya no un guante, sino una extensión de la mano de este monstruo primigenio, e incluyéndole un largo abrigo que recordaba a personajes pulp como La Sombra, distanciando a esta nueva iteración del icono de su condición de payaso terrorífico acrecentado por unas secuelas de calidad descendente. El resultado en la primera mitad de la cinta es más que interesante. Craven vuelve, al igual que en el original, a reintroducir el componente del terror a lo invisible, a no difuminar las fronteras entre sueño y realidad, consiguiendo que ambas se separen por un velo reversible provocando la inquietud y la duda tanto en los personajes de su obra como en los espectadores. Pero aparte de caer en el pecado de lo auto-referencial -en algunos casos de manera inteligente y otras meramente auto-complaciente- la cinta se desploma en su segunda mitad, cayendo en todos y cada uno de los excesos criticados en la primera mitad de la cinta y provenientes de las secuelas de las que Craven renegaba, disminuyendo los aciertos de un arranque y una idea potente y arriesgada. El conjunto, con sus errores, es la cinta más interesante del universo Elm Street tras su tercera entrega.
La cinta fue bien recibida por la crítica americana, pero el público le dio la espalda. En Europa, la cinta pasó sin pena ni gloria, tanto para público como para crítica. En el fondo y respaldado por las palabras del propio Craven, esta Nueva Pesadilla de Wes Craven (1995) fue el borrador preliminar y primer esbozo de ese juego meta-referencial sobre el género del slasher que sería Scream (1996). La diferencia, de nuevo en palabras del propio Craven, es que esta Nueva Pesadilla estaba dirigida a la propia industria y a los creadores implicados en la misma. En cambio, Scream iba dirigida a la audiencia y de ahí su gran éxito.
Pesadilla en Elm Street 5: El niño de los sueños (A Nightmare on Elm Street 5: The Dream Child, EEUU, 1989)
Dirección: Stephen Hopkins / Guion: John Skipp, Craig Spector, Leslie Bohem / Producción: Robert Shaye / Música: Jay Ferguson / Fotografía: Peter Levy / Montaje: Brent A. Schoenfeld, Chuck Weiss / Reparto: Robert Englund, Lisa Wilcox, Kelly Jo Minter, Danny Hassel, Erika Anderson
Pesadilla final: La muerte de Freddy (Freddy’s Dead The Final Nightmare, EEUU, 1991)
Dirección: Rachel Talalay / Guion: Rachel Talalay, Michael de Luca / Producción: Robert Shaye, Aron Warner / Música: Brian May / Fotografía: Declan Quinn / Montaje: Janice Hampton / Reparto: Robert Englund, Lisa Zane, Shon Greenblatt, Lezlie Deane, Ricky Dean Logan, Breckin Meyer, Yaphet Kotto
La nueva pesadilla de Wes Craven (Wes Craven’s New Nightmare, EEUU, 1994)
Dirección: Wes Craven / Guion: Wes Craven / Producción: Marianne Maddalena / Música: J. Peter Robinson / Fotografía: Mark Irwin / Montaje: Patrick Lussier / Reparto: Heather Langenkamp, Miko Hughes, Wes Craven, Tracy Middendorf, Robert Englund
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