DOCUMENTAMADRID 2019: CORTOMETRAJES NACIONALES
Hablemos de retratos, lugares y memoria histórica
La Competición Nacional de Cortometraje tuvo una presencia importante de trabajos relacionados con la memoria del pasado reciente de nuestro país, y la reflexión sobre las huellas que ha dejado en nuestro presente. Los dos casos que explícitamente adoptan esta idea como parte central de su tesis serían Ángel Caído (Miguel G. Morales, 2018) y Labo (Jesús María Palacios, 2019). Este último utiliza la Universidad Laboral Francisco Franco (Tarragona) como argumento visual para articular un discurso de corte minimalista en torno a la arquitectura del Régimen y su carácter alienante. Dicho centro, junto a muchos otros, formó parte de un ambicioso proyecto del Ministerio de Trabajo puesto en marcha a mediados de los cincuenta con el objetivo de ofrecer una formación técnica especializada y moldear una nueva generación de trabajadores según los valores del Régimen. Labo reflexiona sobre esto desde el interior de los espacios que quedaron atrás. Aulas, laboratorios, comedores, etc., todo vacío en este estudio reflexivo de la arquitectura de la dictadura, cuyas formas rectilíneas se ven acentuadas por la simetría de los planos buscados y su profundidad de campo. La dialéctica alienante de la fe ciega, sin divergencia, con sacrificio, se contagia desde la forma hasta las palabras del entonces ministro José Antonio Girón de Velasco durante la inauguración del centro. Ya no queda nadie que escuche esas palabras con la misma atención. No quiere decir que los espacios vacíos vayan a estarlo por siempre. “La memoria es una imagen del futuro”.

Por otro lado está Ángel Caído, que saca su nombre del polémico monumento ubicado en Santa Cruz de Tenerife dedicado en su día al dictador Francisco Franco. En contraposición a lo anterior, resulta una pieza más bien sobrecargada, en la que la composición de diversos materiales gráficos, entre los que se cuentan postales, documentales turísticos e imágenes de No-Do, en conjunción al uso de canciones populares canarias, componen una revisión reflexiva de la historia del franquismo en la isla, centrada en la simbología militar y religiosa de la Dictadaura y su alienante carga ideológica. La retirada de monumentos franquistas se produce a ritmo de marcha fúnebre. Los discursos en pro del sacrificio por la patria enmudecen ante los retorcidos huesos de una fosa común desenterrada. La incisiva ironía perdura hasta los créditos finales, donde se recuperan las palabras que José Luis Sáenz de Heredia dijo a Franco hacia el final del documental de su misma autoría, Franco, ese hombre (España, 1964), respecto a su realización: “(…) desearíamos que nuestra labor estuviese a la altura del entusiasmo y la devoción que hemos puesto en ella (…)”. Este giro corona una brillante obra de vocación (en palabras de su realizador) “didáctica, artística y crítica”.
En este contexto irrumpe Ancora Lucciolle (María Elorza, 2018), que retoma también el tema de la memoria pero en un sentido más amplio. El cortometraje busca una retórica más cercana a la poesía que el resto de las obras expuestas en base a un artículo escrito por Pier Paolo Pasolini. En su escrito Il vuoto del potere (Corriere della Sera, 1/2/1975), el poeta y cineasta italiano reflexionaba sobre la resiliencia del fascismo en la Italia democristiana posterior a la guerra, utilizando de fondo el proceso de extinción de las luciérnagas en un ejercicio poético-literario muy estimulante. Con esta premisa, María Elorza cristaliza el suceso de la desaparición de las luciérnagas como imagen de un mundo pasado que desaparece, precedido por uno nuevo, diferente, e irreconocible por quienes le precedieron. La mayor parte del cortometraje sucede a oscuras, captando la bella poesía de las luces que se apagan, y las que se encienden, la diferencia generacional entre una abuela y su nieta. La inocencia y la experiencia establecida por el montaje, ofrece la perspectiva de ambas sobre pasado, presente y futuro.

Más allá de esta temática encontramos cortometrajes como Kafenio Kastello (Miguel Ángel Jiménez, 2018), el cual nos acerca al centro de Atenas, donde a través de varios personajes y sus interrelaciones nos ofrece una visión del clima generalizado de desesperanza social que vive el país tras el brutal impacto que tuvo la última crisis económica en él. El dueño de un edificio acosado por fondos buitres, que a través de malas prácticas tratan de forzarle a vender su propiedad. La hija de éste, que cada noche ve a su pareja partir para participar en los disturbios. El cortometraje posee cierta narrativa en torno a sus personajes, pero la secuencia lógica de acontecimientos se encuentra en segundo plano, primando el retrato humano de quienes aparecen en pantalla. Al final de la noche, todos reunidos en un humilde bar de barrio bebiendo aguardiente, sin fiesta ni algarabía. Entre trago y trago cuentan sus experiencias, resignados al papel que les ha encasquetado la Historia pero decididos a no ceder nunca más, manteniendo con estoicismo su último puesto de resistencia desde el apoyo mutuo.
En la misma línea, Selfie (Nayara Sanz Fuentes, 2019) plantea un retrato social desde una mirada distorsionada, conceptual y, en gran parte, sensorial. El cortometraje tiene como objetivo transmitir una realidad tecnológicamente inquietante y desde un punto de vista casi mecánico. Nayara Sanz, que filma planos de la ciudad a través de un monumento esférico, se pregunta qué sería de la sociedad si se mirase a través de una cámara, como una especie de Gran Hermano que, al olvidar su presencia, dejaría a la vista una ciudad tranquila bajo un dedo acusador. Lo importante de este retrato radica en las sensaciones que transmite ya que, de forma minimalista, apunta a ser un cortometraje de ciencia ficción más concienciador que tecnológico y, precisamente por eso, al final del cortometraje muestra el truco: el plano se abre y la cámara filma el devenir de la gente. En el centro, el monumento que parece observarlos y que lanza una pregunta, ¿hay alguien observando?
En este mismo contexto, el de lugares y retratos sociales, aparece Yo siempre puedo dormir, pero hoy no puedo (Fernando Vílchez y Andrea Morán, 2019). Este cortometraje es el reflejo de una noche en vela por Madrid, que bien podría ser la ciudad que nunca duerme. Para resolver el insomnio, la lectura sería la solución más generalizada solo que, esta vez, los personajes deciden compartir esos momentos personales de lectura mientras la cámara lo filma. Las calles madrileñas, sus bares, sus casas, la gente y los libros se suman al grano analógico de la imagen para construir y dar textura a una ciudad frenética y participativa que, a su vez, es tan atractiva como anónima, al igual que los retales de los libros. Los directores deciden filmar cada plano con la tranquilidad de esos momentos y, como resultado, consiguen retratar la ciudad de Madrid de una manera poco habitual: como un lugar evasivo donde leer en cualquier rincón.

El cortometraje ganador, GreyKey (Enric Ribes, 2019), junto a New Face (Sofía Farré, 2019), ¿Me vas a gritar? (Laura Herrero Garvín, 2018) y Las casas que nos quedan (Rocío Morato, 2018) componen un bloque en sí mismo dentro de la selección de cortometrajes nacionales. El retrato personal vuelve a ser una parte importante del festival y, pese a presentar a sus personajes de manera más o menos arriesgada, consiguen dejar al descubierto inquietudes personales y humanitarias de interés. GreyKey nace de la curiosidad y el miedo de Muriel Grey-Molay hacia su padre, fallecido cuando era pequeña. Mediante una fascinante selección de archivo, Muriel recorre el camino de su padre, un hombre que trabajaba de noche y temía la oscuridad y el silencio. Finalmente, a través de la voz Muriel y el proyecto de Enric Ribes, se consigue poner fin a las dudas sobre el enigmático carácter de Carlos Grey-Molay, un guineano superviviente del campo de concentración de Mauthausen.
Por su parte, New Face sigue de cerca a Kate, una modelo bielorrusa de 16 años que viaja a Tokio en busca del éxito. La directora consigue captar el desconcierto y la frustración utilizando la cámara como un objeto inadvertido que la sigue a todas partes. La composición del plano (en ocasiones casi vacío) y la oscuridad con la finaliza su trayectoria plasma a la perfección los sueños frustrados, ahora negros pese a las luces de la ciudad. Este cortometraje hubiera encajado en la sección del año anterior “Desde lo femenino”, al igual que el cortometraje dirigido por Laura Herrero Garvín, ¿Me vas a gritar? En esta ocasión, el discurso feminista y empoderador gira en torno a Malissa, un joven mexicana que compagina sus estudios universitarios con una actividad considerada para hombres: la lucha libre. Laura Herrero sigue de cerca a Melissa en sus entrenamientos y en la universidad, también por la calle cuando vuelve a casa sola y tiene que enfrentarse un grupo de jóvenes que le gritan por el hecho de ser mujer. Sin embargo, la actitud de la joven es siempre el de plantar cara a la sociedad que rige las normas, tanto a la hora de elegir sus actividades como de plantar cara a las dificultades del camino. ¿Me vas a gritar? es una llamada contra la pasividad, un cortometraje que, en apenas diez minutos, desprende una gran dosis de fortaleza y valentía.
También se pudo ver un retrato de personajes más intimista en Las casas que nos quedan, donde su directora capta con sencillez y honestidad su espacio cotidiano familiar, formado por sus padres (Magdalena y Manuel), su hermano (Pablo) con Síndrome de Asperger, y su abuela, que por su edad ya no puede vivir sola. Es la introducción de este nuevo elemento lo que desencadena las mayores tensiones entre los personajes durante la película. En primer lugar Pablo, que por su condición parece no llevar bien los cambios. Y en segundo, Magdalena, que además de hacer las veces de narradora carga sobre sus hombros con el peso de toda la familia, mientras su marido adopta un papel más bien pasivo en la historia, absorbido por el trabajo. Sin más, no hay conclusión, ni exhortación sentimental por el valor del amor familiar. Tan solo la representación cruda y sin adornos de una realidad. La suya.

Por Patricia Marín y Manuel Muñoz
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